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UN PISO, TRES MALETAS Y FOLLOW ME DE MUSE
El domingo me levanto con un poco de resaca. Como he dicho, no suelo beber alcohol por una buena razón que contaré algún día, pero me gusta tomar un poco de vino de vez en cuando aunque se me sube a la cabeza demasiado rápido. Me tomo un ibuprofeno, una ducha y todo solucionado. Abro el correo en el móvil para ver si puedo visitar alguna de las casas a las que llamé ayer y con la que no había concertado cita y encuentro que dos me han contactado y citado para esta tarde. Lo celebro con un donut de chocolate, un café doble y un poco de música. Eso sí, me pongo los auriculares para no despertar a Cristina que aún duerme. No me extraña que siga sopa después de comprobar a la hora que llegó anoche, o debería decir esta mañana, hace exactamente —miro el reloj— tres horas que la muchacha hizo una aparición estelar llevándose por medio todo lo que pillaba a su paso. Tarareo Yesterday de The Beatles mientras sigo buscando casa propia en varias plataformas online. Espero que la suerte me acompañe hoy y una de las visitas que tengo programada sea la elegida, pero visto lo visto, mejor seguir buscando por si acaso. Anoto dos teléfonos más y los guardo en la agenda del móvil para llamar mañana lunes si los astros no desean alinearse y darme una vivienda digna antes de que termine el día. Me suena el teléfono móvil y corta la canción que escucho. Miro la pantalla y acepto mi destino. No puedo ignorar más a mi madre.
—Hola, mamá —me resigno.
—¡Nerea! Por fin consigo hablar contigo. ¿Cómo se te ocurre hacerle esto a tu madre?
—Ya sabes que es época de mucho trabajo. No tengo tiempo para nada.
—¿No tienes ni cinco minutos para llamar a tu madre? ¡Ay, Nerea! Qué disgusto más grande.
—No te pongas así, prometo ir a veros pronto.
—¿Cuándo? Tú padre y yo te echamos de menos.
—Yo a vosotros también, mamá. Intentaré ir el fin de semana que viene. ¿Te parece?
—Claro que sí. Dile a Sebastian que tu padre tiene que hacerle una consulta sobre unas inversiones.
Se me corta la respiración y la frente me comienza a sudar cuando escucho su nombre y recuerdo que he de darle la noticia de mi separación a mi santa madre.
—¿Papá unas inversiones? —me extraño.
—Si, hija, si. Le dije que no se jubilara tan pronto, pero no quiso escucharme. Ahora juega al monopoli con nuestros ahorros. Entre todos vais a matarme a disgustos.
Disgusto el que le voy a dar cuando se entere de que Sebas y yo nos hemos dado un tiempo indefinido para pensar sobre nuestro futuro juntos.
—Mamá, tengo que dejarte. Voy a coger el coche —miento como una bellaca, pero darme cuenta de lo que me espera cuando hable con ella me produce arcadas.
—Adiós, mi niña. Llama a tu hermana y dile que pon fin he hablado contigo. Te quiero.
—Lo haré. Yo también te quiero —cuelgo y me tiro de espaldas sobre el sofá con los ojos cerrados tratando de no hiperventilar.
—¿Quién era? —pregunta Cris, con voz rasposa, tirándose a mi lado y aplastándome medio cuerpo.
—Nuestra querida madre.
—¿Te ha sometido al tercer grado?
—Ha optado por hacerse la mártir.
—Era otra opción —se toca la cabeza y suelta un pequeño quejido.
—La semana que viene voy a verles. ¿Me acompañarás? —la empujo para que deje de aprisionarme.
—Claro.
Bufo.
—Lo entenderán —me anima a sabiendas de lo que pienso en estos momentos.
Supongo que deberían hacerlo y confío en que mi padre lo haga, sin embargo, mi madre es harina de otro costal. No la culpo por creer que el matrimonio debería ser para toda la vida, tuvo una educación muy religiosa y le costó aceptar que mi boda no fuera en una iglesia con un cura dándonos la bendición y ante los ojos de Dios, no obstante, entre todos conseguimos que entendiera cuáles eran mis deseos y que debía apoyarme en mi decisión. Carmela, mi progenitora, quiere tanto a sus hijas que daría la vida por nosotras, como todas las madres, supongo, yo aún no entiendo qué significa eso; sin embargo, algunas veces nos critica demasiado, no aprueba lo que hacemos y utiliza su delicado estado de salud para llevarnos al huerto y hagamos lo que ella quiere.
—Esta tarde voy a ver un par de pisos. ¿Vienes conmigo? —cambio de tema.
—Si consigo estar de pie más de cinco segundos sin caerme, me apunto. Me encantaría ver los pisos de pija en los que te fijas.
—Solo quiero sentirme cómoda en algún sitio —voy a la cocina y cojo una botella de agua fría. Se la ofrezco y bebe.
—Sabes que puedes quedarte aquí el tiempo que quieras.
—Lo sé, pero necesito normalizar la situación. Hacerla real, estar aquí contigo me gusta, sin embargo, me parece que voy a volver a casa en cualquier momento…
—¿Quieres volver? ¿Con él? —se sienta y termina con la botella del tirón.
—No —atajo, segura—. Ahora mismo, no. Lo echo mucho de menos, pero a veces creo que no lo echo de menos a él, sino a la vida que teníamos. No sé… es difícil de explicar.
Encontrar un piso habitable en esta ciudad se convierte en misión imposible. Vamos al barrio de Salamanca con la idea de toparnos con un ático de lujo, pero nos damos cuenta de que de lujo solo tiene el precio. Cristina se ríe a carcajadas delante del agente comercial y esta vez la sigo sin remordimientos. Los muebles son tan antiguos que bien se podría haber sentado en ellos la reina Isabel II. Vamos, que salimos corriendo de allí como si el fantasma de la Reina Castiza se fuera a presentar vestida de gala y con corona.
—Creo que estoy perdiendo las esperanzas.
—La esperanza es lo último que se pierde.
—Pues Ramón fue lo primero que perdió —río mientras subimos en su Fiat 500 y ponemos rumbo a nuestro nuevo destino.
Suelto una carcajada recordando el mal rato que pasó mi amigo Ramón cuando a los dieciocho años de edad fue abandonado por su primera novia llamada Esperanza. Desde entonces hacemos bromas sobre ello, él incluido. No creáis que somos tan malas personas, la ocurrencia fue del muchacho. Hace mucho que no lo llamo, así que me anoto mentalmente enviarle un mensaje en cuanto tenga algo de tiempo. De momento, encontrar casa se ha convertido en mi único objetivo y fijación. Cris aparca el coche en una calle muy poco concurrida cerca de Marqués de Cubas y me ilusiono pensando que tal vez que se ubique tan cerca de mi trabajo puede ser una señal.
—Es aquí —paramos frente al edificio y miramos hacia arriba. Me resulta raro que mi hermana, la que todo lo sabe, no diga nada.
—Entremos, llegamos un poco tarde —veo salir una pareja de ancianos del portal.
—¿Qué piso es? —pregunta a la vez que cruzamos el bonito pasillo.
—Décimo B —contesto comprobando en el papel que no me equivoco.
Subimos en el ascensor los diez pisos demasiado calladas. Yo pido al destino que me obsequie con un poco de suerte y Cris debe ir pensando en lo bien que lo pasó anoche porque no se le borra la sonrisilla de la cara.
Saludamos al comercial que nos espera con la puerta abierta. En el rellano casi empiezo a aplaudir, solo son dos pisos por planta y todo parece muy nuevo. Paredes lisas grises recién pintadas, suelo blanco y apliques negros. Tengo que controlarme y no empezar a saltar. El piso bien merece que no me corte y comience a dar brincos como una descerebrada. Un vestíbulo con un espejo con bordes plateados de corte moderno a juego con toda la decoración de la casa que sigue el mismo estilo. Salón blanco con cortinas blancas, todo lleno de luz. Un enorme sofá gris, mesa simple de cristal, pocos adornos… una cocina enorme y a estrenar, dos baños perfectos, dos habitaciones dobles, una terraza considerable con vistas al sur, calefacción central… ¡es perfecto!
Cris ve mi cara de felicidad y sigue sin decir una palabra. Algo huele mal, pero mi estado de euforia no me deja pensar.
—¡Di algo! —la insto.
—Es… muy tú —se encoge de hombros.
—Si ¿verdad?
Me giro hacia el comercial y le digo que me lo quedo. Me informa de que no es tan sencillo, me hace un listado con toda la documentación que necesita y que me llamará mañana mismo para comprobar que cumplo los requisitos y que el dueño está de acuerdo con el contrato. El agente nos deja a solas mientras va a cerrar las ventanas y le susurro a Cris que tiene que ser mío.
—Aquí podré vivir tranquila. Seguro que los vecinos no dan ruido. Parece un sitio muy serio y distinguido. Ya lo has visto. La media de edad debe ser superior a sesenta años.
—No sé. A lo mejor tienes suerte y conoces a un vecino cañón y no te deja dormir por las noches.
—No digas tonterías —me siento sobre el cómodo sofá y suspiro—. Créeme, aquí encontraré paz.
—Disculpe —me interpela el comercial—. Acabo de hablar con el dueño y, al decirle su nombre, se ha alegrado de que sea usted. La conoce desde hace dos años porque se ocupa de preparar los eventos de su empresa. Así que, si lo desea, podemos cerrar el trato ahora mismo.
Así es como consigo hacerme con la casa de alquiler de mi sueños. La suerte se apiada de mí y decide darle un empujoncito a los astros para que se alineen y me regalen este maravilloso apartamento en el que viviré momentos inolvidables, estoy segura.
El lunes llamo a Joel y le pido que se encargue de todo porque, y cito palabras textuales: «voy a mudarme al paraíso». Le prometo que intentaré pasarme esta tarde por la oficina y preparar la reunión de mañana. Me pongo manos a la obra en cuanto cuelgo el teléfono. Contacto con una empresa de limpieza y me envían dos trabajadores para que se encarguen de dejarlo todo de punta en blanco antes del mediodía y soborno a Cristina para que me ayude con la mudanza. En mi coche, claro. En el suyo solo cabemos ella, yo y poco más. Cargamos las maletas, mis pocos enseres personales y nos dirigimos rumbo a mi nuevo destino. Cantamos canciones de Ariana Grande durante todo el trayecto, Cristina se proclama su fan más incondicional y ha conectado su Smartphone al Bluetooth del coche antes incluso de salir del aparcamiento. Me detengo en la puerta del edificio en doble fila y sacamos todo en unos minutos para dejarlo sobre la acera. Le pido que se quede a vigilar los bártulos mientras yo voy a aparcar el armatoste que tengo por coche. Tardo más de lo esperado por sus grandes dimensiones, así que vuelvo con mi hermana bufando y corriendo calle abajo. Llego justo antes de que empiece a llover y me alegro al ver que mi preciada hermana tiene todas las maletas subidas a una especie de carrito.
—¿De dónde lo has sacado?
—Del cuarto de la luz —contesta, resuelta.
Hago caso omiso al hecho de que supiera donde estaba el carro o la posibilidad de que haya cotilleado por ahí y agradezco, de todas formas, que lo haya encontrado.
No voy a mentir y admitiré que un rescoldo de tristeza me remueve el corazón mientras coloco mis cosas en los armarios. Incluso una furtiva lágrima se me escapa y rueda por mi mejilla, pero la limpio con la mano y respiro hondo. Yo puedo con esto y con más, además, tengo que ser sincera conmigo misma y reconocer que, por mucho que eche de menos a Sebastian, no me gustaba la vida que llevaba con él. Aún así, no puedo evitar que un montón de recuerdos de cuando sí éramos felices revoloteen por mi mente y me hagan sonreír. Aparece en mi cabeza la imagen de los dos haciendo la mudanza a la casa que se convirtió en nuestro hogar durante casi siete años, las primeras noches allí cuando ni siquiera teníamos lámparas o sillas. No nos hizo falta que las habitaciones tuvieran muebles, no echábamos nada de menos porque todo lo llenaba nuestro amor. El mismo que desapareció por el desagüe en algún momento de nuestra relación. Cierro los ojos y casi lo siento detrás de mí, abrazándome y diciéndome lo felices que seremos en nuestro nuevo hogar. Tiró de mí, me llevó a la cama y entre un millón de promesas de futuro me hizo el amor con pasión.
—Ne, tía. Mira lo que he encontrado —mi hermana aparece como salida de la nada y me saca de mi ensoñación. Sobre la palma de su mano derecha descansa un anillo de plata muy grande con forma de estrella sobre la parte superior. Lo cojo y lo observo más de cerca. Adoro las estrellas, si me estuviera bueno, me lo quedaría.
—Debe ser del anterior inquilino. Un hombre sin duda —comento mientras me lo pongo y me doy cuenta de que me caben dos dedos a la vez—. Llamaré a Pedro —el dueño de la vivienda— y tal vez pueda devolvérselo.
Lo meto dentro de un cajón del mueble del salón junto a la copia de la llave del apartamento. Despido a los trabajadores de la limpieza y Cristina y yo salimos a comer a un bar cercano. Cierro con llave mi nueva casa y busco a mi hermana con la mirada, otra vez aparece en su rostro esa sonrisilla que me tiene contrariada.
—¿Por qué sonríes así? —llamo al ascensor.
—Por nada. Estoy segura que serás muy feliz aquí.
—Me alegra que pienses así.
—Yo me alegro por ti.
Por la tarde me paso por la oficina, tal y como prometí a Joel, y lo encuentro con un más que considerable ataque de nervios. Mía trata de calmarlo con un par de infusiones de tila y muchas palabras de ánimo. Barajo como primera opción que ha discutido con Toni y que ha tenido que ser gorda para que mi «tranquilo» (lo entrecomillo porque es ironía) ayudante se suba por las paredes de esta manera. No obstante, me equivoco de lleno y abro los ojos de par en par cuando me dice que el fotógrafo de la boda de este fin de semana ha tenido un accidente de moto y nos ha dejado tirados.
—Joel, de verdad. ¿Te pones así por eso?
—Queen, Reina Mora, Diva Elsa —me llama por muchos motes menos por mi nombre— ¿Acaso no ves lo difícil que es encontrar un fotógrafo en estas fechas y cinco días antes?
—Le pediré a Cris que las haga, no te preocupes.
Asunto solucionado, ¿para qué tanto drama? Llamo a mi hermana y compruebo su disponibilidad para ese día y tranquilizo a Joel haciéndoselo saber. Le damos otra infusión y una pastillita de valeriana y me pongo a trabajar en lo que esta semana me va a ocupar todas las horas del día: la fiesta, este jueves, de una de las empresas más importantes del país, la cena de navidad de MKD.
Esa noche duermo en la que a partir de ahora será mi casa durante mucho tiempo. Cuando llego, pongo la calefacción el tiempo justo para que se caldeen todas las estancias y estreno el sofá con un buen queso, una copa de vino y un poco de rock sonando por el altavoz de mi teléfono móvil. Me doy cuenta de que tengo que comprar varias cosas para sentirme del todo cómoda y que debería pasarme por mi casa a recoger otras tantas que me harán falta tarde o temprano. Como mi equipo de música, rizador de pelo o depiladora. Me miro las piernas y las confundo con las de un perro. Qué horror. Aunque no tengo sexo y las previsiones se esperan desfavorables, debería quitarme esos pelillos que me saludan desde abajo.
Las chicas me llaman para animarme y amenazan con presentarse en este preciso momento a ver el piso si no les mando algunas fotos, así que la siguiente media hora la paso fotografiando todo y enviándolo al grupo de WhatsApp que tenemos las tres. Las invito a tomar café el viernes, ellas insisten en venir mañana, pero les explico que esta semana el trabajo me ahoga y pasaré más horas en la oficina que aquí, suerte tendré si consigo venir a dormir.
El martes, Joel se tira de sus pelos verdes, cuando nos llaman de MKD y nos informan que ha habido unos cambios de última hora y que hay que trasladar una exposición de cuadros al hotel donde se va a celebrar el evento pasado mañana. Vuelvo a darle una valeriana y un vaso de agua y trato de que la sangre no llegue al río. Nos ponemos manos a la obra en cuanto se tranquiliza y a última hora de la tarde lo tenemos casi todo arreglado. Nos tiramos los dos sobre el sofá de una de las salas, derrotados.
—Queen, creo que no me siento las uñas —se las mira. Yo las agarro y suelto una carcajada.
—¿Qué es esto? —algo brilla en cada una de ellas.
—Lo último en laca de uñas —tira y se suelta, fingiéndose ofendido—. Tú deberías cuidar más las tuyas.
Sólo llevo un poco de brillo, pero limpias y perfectas.
—No te enfades, cari. Me encanta cómo te quedan —son de un color azul eléctrico con vetas verdes a juego con su color actual de pelo.
El miércoles a primera hora cruzamos las puertas del Hotel Silken Puerta Madrid y no paramos en todo el día. Mía, Joel y yo trabajamos codo con codo para que todo salga perfecto mañana por la noche. Alejandro Fernández es uno de mis clientes más poderosos y no me puedo permitir perderlo, menos aún desde que la economía de mi hogar depende solo de mí. Reconozco que el alquiler que voy a pagar a partir de ahora es bastante alto, pero esa casa lo vale. Por la tarde me presentan a la responsable de la exposición, una chica muy guapa y simpática llamada Daniel Sánchez, a la que pongo al día de todo y la dejo más tranquila, parece un poco apurada. Me ocupo de que las obras de arte sean tratadas como se merecen y le pido a Joel que coloque los jarrones de rosas blancas donde él vea conveniente. La sala queda preciosa, adornada de poemas y maravillosas obras de arte. Miro a mi alrededor y una sensación de plenitud me invade por completo, me encanta mi trabajo. Me despido de la señorita Sánchez hasta mañana y vuelvo a casa muy cansada, pero orgullosa con lo que hago.
Me tumbo sobre el sofá después de darme una ducha de agua muy caliente y me tapo con una manta gris con dibujos en relieve de mariposas. Cierro los ojos y… siento paz. Nada de música, nada de televisión, quiero descansar; pero mi remanso de tranquilidad solo dura unos minutos. A través de la pared del salón se empieza a escuchar los acordes de una melodía que me resulta familiar: Follow Me de Muse. A pesar de que el grupo me encanta y comienzo a tararear la canción, no tengo fuerzas ni ganas de nada más por hoy, así que me voy a la cama preguntándome quiénes serán mis vecinos, hasta ahora había creído que la casa se encontraba vacía.