Читать книгу Bilogía "Las estrellas" - Estrella Correa - Страница 13
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EL MAROMO Y UNA CANCIÓN BONITA
—Hola, Nerea —me saluda.
Mis neuronas salen a pasear durante un rato, o eso, o va a ser cierto que un gato se come mi lengua cada vez que lo veo. Trago saliva tratando de buscar algo que decir mientras asimilo lo guapo que es. Joder. Nunca he visto a nadie así. Los ojos azules le brillan tanto que, si los miro durante más de cinco segundos seguidos, me quedo ciega, y la camiseta blanca se le pega a los hombros de una manera perfecta.
—Hola, Pablo. No te había visto —sonrío, forzada. Una gorra de los Yankees negra le tapa media cara—. Me alegro de verte. Adiós. —Levanto la silla y me la llevo conmigo hasta nuestra mesa, a un par de metros de la de ellos. Me parece que él quiere decir algo más, pero no lo dejo, escapo de allí antes de que me invite a sentarme a charlar, es capaz de eso y de más. Creo que ya se ha dado cuenta de lo nerviosa que me pone y le encanta recrearse en ello.
—¿Quién es ese maromo, diablilla? —pregunta Ro, bajo un murmullo, dándome un golpe en el brazo.
—Es amigo de Cristina —le quito importancia, porque no la tiene.
—Qué calladito te lo tenías —murmura Carol sin dejar de mirar a Pablo por el rabillo del ojo.
—¿Qué callado me tenía el qué? —realmente no sé a qué se refieren las dos majaras.
—Vamos —Ro me mira—, no me hagas creer que no te has dado cuenta de lo bueno que está el muchacho. Si hasta los hombres heteros de la barra lo miran, ¡por favor! —Lleva razón, no le quitan la vista de encima.
—No lo miro con esos ojos. Lo conozco de toda la vida —me encojo de hombros.
—Menuda cerda mentirosa —me pellizca el brazo.
—¡Ay! —suelto una queja a la vez que me masajeo la zona.
—No seas malhablada —le reprende Carol.
—Si lo conoces de toda la vida, ¿cómo es que no lo habíamos visto nunca?
—Hace años que no lo veía. Desde… —finjo que lo tengo que pensar—, yo qué sé. Desde que yo estaba en el instituto. Es el mejor amigo de Cristina y ha estado por ahí estudiando y trabajando… —empiezo a dar demasiadas explicaciones (inventadas) sin saber realmente de qué hablo—. Tú sí lo conoces, Carol. Es Pablito.
—¿Qué Pablito?
—Pablo Pablito…
—¡¿Cara de Pito?! —termina ella, sorprendida, abriendo los ojos de par en par—. Pues sí que ha crecido el niño.
—Lo mismo pensé yo.
—Vamos, que pensaste que estaba bueno —apunta Rocío.
—No me refiero a eso.
—¿A qué te refieres entonces?—insiste con una sonrisilla en la boca. Suspiro y afortunadamente el camarero viene a tomarnos nota y nos interrumpe.
—Andrés sigue esperando a que lo llames —casi me atraganto con una de las patatas bravas. Menudo giro en la conversación. Le doy un sorbo a mi refresco y contesto a Carol.
—Lo haré un día de estos. No es tan fácil —me defiendo en un tono que deja claro que no me hace sentir cómoda hablar sobre mi separación, me da vértigo nombrarla, hacerla real firmando los papeles del divorcio sobrepasa mis límites admisibles de aceptación. No estoy preparada.
—Alargarlo no solucionará nada.
—Sebastian tampoco ha movido ficha —pincho un trozo de tortilla y me la llevo a la boca.
—¿Y qué quieres decir con eso? —mueve la cabeza.
—Eso, ¿qué quieres decir? —pregunta Ro, que lleva distraída con el móvil los últimos cinco minutos—, ¿qué más te da lo que él haga?
—Me da igual, chicas. No levantemos la liebre, no es eso. Sólo… no tengo ganas de verlo. Aún no. Dadme tiempo.
Ro mira por detrás de mí como si tuviera ante ella una aparición mariana.
—Liebre la que tiene que tener tu amigo entre las piernas —levanta el mentón.
Miro hacia allí y Pablo ayuda a su acompañante a levantarse y deja unos billetes sobre la mesa. Le rodea los hombros con el brazo y salen del local. No los pierdo de vista hasta que desaparecen de mi campo de visión. Cuando vuelvo a pisar tierra, Carol y Ro me miran con una sonrisilla en los labios.
—No te has dado cuenta… ya ya —Rocío termina con su bebida.
Me retiro el cabello de la cara con un movimiento de cabeza y de mano y no digo nada, muy digna.
Terminamos la cena y pago, siento que les debo la vida, los días pasan más amenos gracias a ellas. Aunque Sebastian y yo casi ni hablábamos, sabía que lo tenía ahí, que estaba conmigo aún sin estarlo. Es una sensación rara la que me recorre desde que salí de casa corriendo dejando atrás todo lo que me ha acompañado durante más de diez años, porque siento que sigue ahí, conmigo, a cada paso que doy, pero cuando miro hacia los lados no encuentro nada.
Un viento helado nos cruza la cara y Ro suelta un exagerado «Me cago en la puta».
—Deja de decir palabrotas. Si los niños te escuchan, las repetirán sin parar —le regaña Carol.
—Qué cansina eres. No veo a ningún niño por ningún lado —le contesta la aludida mientras se abrocha la chaqueta y se le cae una de las bolsas al suelo—. Joder.
—Las repites sin cesar delante de mis hijos. Juraría que el otro día Manel dijo coño.
—Y la culpa es mía —abre mucho los ojos.
—Eres la única persona a la que se las escucha. Blanco y en botella.
—Blanco y en botella pueden ser muchas cosas —bromea la andaluza. Carol voltea los ojos sabiendo a lo que se refiere—. Por ejemplo, jabón, mal pensada —sonríe desvergonzada—. Nerea, Nerea… —me llama, pero yo miro ensimismada la escena que se reproduce delante de mí. Pablo sonríe a su acompañante de pie sobre la calzada. La agarra por la cintura y le da un corto y casto beso en los labios, le dice algo al oído y la chica se ruboriza. Ésta sube a un taxi que la espera justo al lado y desaparece. Pablo se mete las manos en los bolsillos y comienza a caminar en nuestra dirección—. Nerea —repite—. Houston llamando a la luna, Houston llamando a la luna —me da un golpe en el hombro.
—¡Ay! ¿Qué? —pregunto.
—Que bajes de las estrellas, tenemos que irnos. Se me están congelando hasta los pelos del…
—No termines esa frase, por favor —le corta Carol.
—Iba a decir chumino.
—¿Y te parece correcto?
—No me parece mal —se encoge de hombros.
—Buenas noches —la voz de Pablo les corta la discusión. Las dos miran hacia él sin decir nada y casi babeando—. ¿Qué tal la cena? —me pregunta.
—Bien. Ya nos íbamos a casa —digo, tratando de largarme de allí, pero la jugada me sale muy mal (o muy bien, según se mire).
—Voy a casa de Cris. Si quieres, te llevo —se ofrece.
—Oh, no, gracias. Carol me acercará.
En esas veo cómo Ro le da un empujón a Carol, bastante fuerte, y ésta reacciona.
—Ehh, ohhh —mira el reloj de su muñeca—. Ne, cariño. Tengo mucha prisa. Andrés me necesita. Me acaba de llamar preguntando dónde estaba —¿Cómo? Qué mentirosa—, no puede bañar a los niños sin ayuda. Ya sabes… hombres… se ahogan en un vaso de agua… imagínate en una bañera… —sigue dando explicaciones mientras nuestra otra amiga se parte de la risa.
—Venga, pues eso. A este muchacho no le importa llevarte, ¿verdad? —le pregunta Ro, divertida.
Pablo se encoge de hombros y me mira.
—En absoluto.
—Esta bien, vamos. Mañana hablamos, perras —susurro esto último sin que Pablo me escuche
—Tengo el coche aparcado en la otra calle —me explica para que camine junto a él.
El frío envuelve la noche demasiado deprisa, cada vez que doy un paso, los vellos de la piel se me erizan. El pavimento, mojado de la humedad, resbala un poco y unas gotas comienzan a caer. La calle, casi desierta, enmudece a nuestro lado, sólo los pocos coches que cruzan la avenida rompen el agradable silencio.
—Ven, crucemos por aquí.
Lo sigo hasta el filo de la calzada por donde el tráfico rueda y miramos hacia un lado y al otro. De pronto me agarra la mano y tira de mí.
—Vamos, de prisa o nos atropellarán.
Corro junto a él los cuatro carriles hasta el otro lado sintiendo su piel contra mi piel. Cuando subimos a la acera, me suelta y sigue caminando, pero yo me quedo parada asimilando la electricidad que aún sube por mi brazo. Él se gira y me mira, extrañado.
—¿Ocurre algo?
—Ehh… no. No. Sólo… he creído perder alguna bolsa.
—Espera, vuelvo y…
—No, no es necesario. Las llevo todas.
Subimos a su coche y se introduce en el tráfico, suave. Me sorprende que conduzca un Audi deportivo de gama alta, pero en realidad no sé nada de él. Ni quiero, que conste.
Toquetea unos botones del volante y Himn for the weekend de Coldplay comienza a sonar a un volumen considerable. Lo baja un poco y se disculpa.
—Vaya, debes estar sordo si llevas siempre la música así de alta.
—¿Qué? ¡No te oigo! —bromea. Me mira y una sonrisa perfecta le cruza la cara. Pablo es guapo, pero guapo guapo. Esta noche y en este preciso momento me doy cuenta de la belleza de sus facciones sin llegar a ser perfectas. Aparta sus ojos de los míos y los vuelve a poner sobre la carretera. Unos minutos después suena otra canción, preciosa, pero nunca la había escuchado antes.
—Qué bonita. ¿Quiénes son?
—The Fox’s Lair.
—La guarida del zorro —musito.
Los escucho durante un minuto.
—Me gustan. Son buenos.
Pablo sonríe y sigue conduciendo. Cambia de marcha con agilidad y acelera. Me fijo en las venas que sobresalen por la piel de sus brazos y en los tatuajes de sus manos… aguanto un pequeño suspiro.
—A mí también me gusta el rock británico. Mi grupo favorito son los Beatles —suelto rápido, como si me hubiera preguntado y yo llevara más de dos minutos sin contestar. Cierro los ojos y giro la cara hacia la ventana, tratando de distraerme y obviar al hombre que tengo al lado. Me abstraigo con el alumbrado de la ciudad.
Mueve unos de sus dedos con agilidad y la canción Don´t let my down llega hasta mis oídos. Sonrío y apoyo la frente sobre el frío cristal, cierro los ojos y, durante unos minutos, el tiempo que tardamos en llegar, me siento simplemente tranquila. No quisiera moverme de allí. La calefacción del coche irradia el calor necesario, los acordes de una canción de The Beatles pausan los latidos de mi corazón y la compañía de Pablo me agrada tanto que me hace sentir bien, amparada… como si me abrazara con tan sólo estar a mi lado. Lo miro cuando el motor deja de rugir, tiene sus ojos puestos en mí.
—Si quieres, nos podemos quedar aquí, tengo la discografía completa —sugiere.
Me incorporo y me giro para desabrocharme el cinturón. Me agarra de la mano y me detiene.
—Lo digo en serio. No tengo prisa —susurra demasiado cerca de mí. No quiero hacerlo, pero no lo puedo evitar, miro sus labios y me pregunto, durante unos segundos, cómo sería besarlo.
—Será mejor que nos vayamos. Cristina te estará esperando —sugiero. Me bajo del coche como si dentro no pudiera respirar.
Abro la puerta del piso y él entra detrás de mí. Nos encontramos a Cristina tirada en el sofá tomando una cerveza.
—¿Dónde te habías metido? —le pregunta a Pablo, pasando de mí, mientras deja el botellín sobre la mesa.
—Hola, Pétalo —se acerca y le da un beso en la mejilla—. Carolina tenía hambre y fuimos a cenar algo —se encoge de hombros. La susodicha que le acompañaba esta noche tiene nombre. Carolina.
—Yo ya he cenado, gracias —le obsequia con una sonrisa forzada—. Podías haber avisado.
—No te enfades conmigo —se sienta junto a ella en el sofá y la abraza exagerado—. Pero tú no me dejas meterte mano —se burla. O eso creo.
Cristina le da un golpe en el pecho y se separa de él.
—Por eso sales con esa fresca, porque te deja meterte en sus bragas.
—Soy un hombre, ¿qué quieres?
—Lo que eres es un cerdo. ¿Quieres dejar de tirarte a todas tus groupies?
Ellos siguen charlando como si yo no estuviera. Cuando me doy cuenta, mi hermana me habla directamente.
—Ne, ¿has cenado?
—Oh, si. He estado con las chicas.
—¿Qué llevas en las bolsas? —se levanta y camina hacia mí. Me quita una de ellas y saca lo que hay dentro.
—¡No! No lo abras… —trato de evitar que exponga el conjunto de lencería de color negro que he comprado en La Perla, pero no me da tiempo. Unas milésimas de segundo después (Cris siempre ha sido muy rápida) lo presenta delante de nosotros. (Delante de Pablo, para más señas).
—Vaya, vaya… Pero qué tenemos aquí… —abre los ojos, divertida.
Intento quitárselo a manotazos, pero ella me esquiva.
—Dámelo, no seas cría —consigo hacerme con él y lo guardo en su bolsa. La cara me va a explotar de calor. Por el rabillo del ojo veo a Pablo sonriendo.
—¿Tú para qué quieres eso? —pregunta Cristina.
—¿Y a ti qué te importa? —me escondo en la habitación muerta de la vergüenza.
Tiro las bolsas sobre la cama de ochenta centímetros y me siento. El móvil comienza a sonar.
Ro: «Dime que culito prieto ha parado en el
arcén y te ha quitado la ropa». 23:12.
Carol: «Tíratelo, pero todavía no.
No estás preparada». 23:13.
Ro: «Ya está la mamá responsable y aguafiestas.
Déjala que disfrute ahora que puede. Por cierto,
me suena mucho su cara, pero no sé de qué». 23:13.
Carol: «A lo mejor te lo has tirado
y ni te acuerdas». 23:14.
Ro: «¿Cómo no me iba a acordar
de un tío así? ¿Estamos locas?». 23:14.
Yo: «Voy a ducharme y a la cama. Mañana tengo una reunión a primera hora». 23:15 ✓✓
Ro: «¿Sigue ahí?». 23:15.
Yo: «¿Quién?». 23:15 ✓✓
Ro: «El coco. ¿Quién va a ser?
Culito prieto». 23:16.
Yo: «Supongo. No sé». 23:16 ✓✓
Carol: «Os dejo, Manel se ha despertado llorando.
Ne, no hagas caso de lo que te diga Ro. Es una libertina». 23:17.
Ro: «Mírala. Se va a follar con su señor marido
y dice que el niño está llorando. Buenas noches». 23.17.
Carol no contesta. Debe estar ocupada con… lo que sea.
Yo: «Te dejo. Me voy a dar una ducha». 23:18 ✓✓
Ro: «Me parece genial, pero dile a ese
tal Pablo que te enjabone, será más
divertido». 23:19.
Yo: «Hasta mañana». 23:20 ✓✓
Ignoro su propuesta.
Pongo el teléfono a cargar sobre la pequeñísima mesita de noche y cojo ropa para dirigirme al baño. En ese momento pienso en Sebastian y no estoy segura de por qué lo hago. Tal vez pensar en Carol con su marido, en Ro con su italiano… me entra morriña sin darme cuenta. Vuelvo a coger el móvil, abro la aplicación de WhatsApp y miro si Sebas está en línea. Lo encuentro conectado, así que, sin pensarlo, comienzo a escribir un mensaje ñoño que no me atrevo a contar, sólo admitiré que le confieso que lo echo mucho de menos. Por fortuna, alguien llama a la puerta y me hace volver a la realidad, impidiendo que lo envíe.
—¿Se puede? —escucho la voz de Pablo a través de la madera. Abre un poco y le digo que pase. Se queda debajo del vano.
—Voy a dormir aquí. Si quieres… —Por un momento creo (sueño) que va a proponerme un masaje. ¿Por qué lo pienso? Ni idea. Mi mente ya se disloca cuando Pablo anda cerca. Levanta el brazo para tocarse el cabello y unos oblicuos perfectos asoman bajo la camiseta. Trago con dificultad—. Mi casa está muy cerca de tus oficinas. Mañana puedo dejarte en Marqués de Cubas.
Lo del masaje es poco factible, pero… soñar es gratis ¿no?
—Vale, te lo agradezco —le ofrezco una media sonrisa. Me acaba de salvar de hacer el ridículo suplicándole a Sebastian una oportunidad. Debería darle las gracias o… besarle los pies, al menos.
—¿Estás bien?
—Si… Si. Nos vemos mañana —lo echo sin contemplaciones. No quiero meter la pata. Él asiente y se dispone a cerrar la puerta.
—Pablo. ¿Cómo sabes dónde trabajo? —caigo en la cuenta. Se gira y me mira.
—Pétalo… Digo… Cris me lo ha dicho.
—Oh, vale. Hasta mañana.
Me tiro sobre el colchón y decido no ducharme. Lo haré cuando me levante y así iré espabilada a las tres reuniones de mañana. Aparto el teléfono de mí y alejo la posibilidad de cogerlo y escribirle al que todavía es mi marido. Hacer la idiota no entra en mis planes, sin embargo, no me puedo negar cuánto me acuerdo de él, de su olor, de su presencia, incluso de sus manías. Diez años no se olvidan en unos días y yo siento un vacío enorme en mi interior que no logro llenar con nada. Refugiarme en el trabajo y en mis amigas consigue mantenerme a flote, pero yo noto que la balsa a la que me aferro puede hundirse en cualquier momento.
Me despierto temprano, como había planeado, y me da tiempo a darme un baño de media hora (con sales y jabones incluidos), interrumpido por Cristina y su mal humor mañanero. Me pongo un vestido gris de cuello alto y mangas largas con unas botas negras hasta las rodillas. El cabello suelto ondulado a la altura de los hombros. Entro en la cocina mirando la hora en mi reloj preferido, el que me regaló Sebastian las navidades anteriores. Faltan unos minutos para las ocho.
—Buenos días —la sonrisa de Pablo me corta la respiración. No recordaba que estaría aquí. Yo y mis lapsus mentales.
—Buenos días. Un café y nos vamos —digo.
—He pensado que podríamos desayunar de camino —propone.
—Tengo una reunión a las nueve en la Torre de Cristal.
—Para eso queda más de una hora. Vamos. Tenemos tiempo de sobra. —Pasa por mi lado, se pone la chaqueta, coge las llaves del coche de la mesita del salón y abre la puerta, quedándose a esperar a que yo salga. Lo miro y puedo observar su perfecto cuerpo de arriba abajo. Cuando paro en sus ojos, los encuentro escrutando los míos. Me resigno y salgo. Él cierra la puerta detrás de mí.
Arranca el coche y la música salta justo en la última canción que habíamos escuchado la noche anterior. Ahora sí que puedo recrearme, mientras Pablo mira concentrado la carretera y tararea al son de la música. Pecho y espalda ancha. Piernas y brazos fuertes. Robustas manos. Una poblada barba que no esconde sus masculinos labios y unos ojos azules que te dejan sin habla. La chaqueta de cuero que lleva sobre la camiseta blanca le queda como un guante…
—Puedes cambiar la música si quieres. Tal vez prefieras escuchar la radio.
—No importa. Esto está bien —dirijo mi vista al frente.
—¿Desde cuándo te gustan los Beatles? —pregunta.
—No sé… desde siempre.
—Creí que eras más de… las Spice Girls —sonríe, divertido, como si hubiera dicho algo que yo debería saber.
Las escuchaba de joven. No lo voy a negar, pero en cuanto pasaron de moda, se me olvidaron como tantas cosas que olvidamos cuando crecemos y dejamos de pensar que todo puede ser posible.
—Me gustaban, pero hace tanto tiempo de eso que parece que fue en otra vida.
—Vamos. No eres tan mayor.
—Lo dices porque aún eres muy joven.
—¿Cuántos años crees que tengo?
—La edad de Cristina. Está claro.
Se ríe y enseña esa dentadura blanca y perfecta que admiro y me embelesa.
—¿Y eso te supone un problema?
—¿Un problema para qué? —lo miro, extrañada. En ese momento se detiene a un lado de la calzada con movimientos ágiles y aparca.
—Hemos llegado —pone el freno de mano, apaga el motor, se quita el cinturón y se gira hacia mí—. Vas a tomar el mejor café de todo Madrid.