Читать книгу Bilogía "Las estrellas" - Estrella Correa - Страница 17
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GRACIAS Y ADIÓS
—Reina mora, ¿qué modelo elegirás para esta noche? —me pregunta Joel mientras me pone un café delante y él toma asiento frente a mí en la cafetería del hotel donde se celebrará el evento.
—Un Dolce Gabbana negro.
—¿El de la boda de los Andrades?
Asiento y le doy un sorbo a mi bebida. Ese vestido se podría comparar con la obra de arte más exquisita. El encaje negro me cubre casi al completo, llegando hasta las muñecas y dejando entrever parte de los pechos y la espalda, sin dejar que se vea nada. Largo hasta el tobillo, desistiendo de tapar mis preciosos zapatos del mismo color, ausentes de adornos o remilgos, mi atuendo no necesita nada más.
—Llevas todo el día bastante callada —observa.
—No hemos parado de trabajar en ningún momento —le doy un sorbo al café y cierro los ojos. Joel se incorpora hacia delante y me agarra la mano con cariño.
—Diva, algo te preocupa, ¿puedo saber qué es?
—No es nada, estoy bien.
—Es Sebastian, ¿verdad? Temes encontrarlo en la fiesta.
Lo miro y entiende lo que le quiero decir. Ha dado justo en el clavo. Mi marido siempre ha asistido a este tipo de eventos. Se codea con lo mejorcito de la ciudad y cabe la posibilidad de que dentro de unas horas aparezca por esas puertas vestido con un traje de chaqueta de diseño perfecto para la ocasión. La empresa para la que trabaja hace negocios con MKD y, por supuesto, está invitada a la fiesta.
—A veces lo echo tanto de menos que parece… Es como si me faltara una mano. Como si no supiera hacer las cosas sin él —reconozco, con la mirada perdida en el suelo y susurrando; como si las palabras de esta forma fueran más débiles y el aire se las pudiera llevar con facilidad alejándolas de mí conforme salen de entre mis labios.
—Lo estás haciendo genial —me aprieta la mano—. Habéis estado juntos diez años. No puedes olvidarlo en dos días.
—Ha pasado más de un mes.
—¿Y qué? ¿De verdad creíste que sería fácil? —Niego con la cabeza—. Mírame. —Lo hago y él sigue—. Sebastian te quería y tú lo querías a él. ¿Me equivoco? —Vuelvo a negar—. Fue amor y no lo hubiese sido si lo pudieras olvidar de la noche a la mañana. Yo lo veo así. El amor no se borra de un plumazo, no desaparece cuando nosotros queremos. Aunque lo ahuyentes, aunque lo alejes, el amor se va cuando quiere, no intentes deshacerte de él.
—¿No se ha ido ya? No estamos juntos.
—Eso no significa que no os queráis, solo que os falta algo importante, el nexo de unión se rompió y tal vez nunca vuelva a uniros.
—¿Y si no lo hace?
—Debes aceptar tu destino.
Jodido destino que me puso delante al hombre de mi vida y ahora me pone a prueba, haciéndome dudar de si realmente lo era.
Toco la madera de una mesa con la yema de los dedos, paseo la palma de la mano con suavidad sobre ella y siento la cálida y a la vez basta superficie tratando de asimilar cada detalle. Huelo la rosa blanca que llevo en la otra mano y cierro los párpados dejando que la oscuridad me abrace durante unos segundos. Mi momento de tranquilidad, de descanso, de alivio antes de que la guerra ponga en pie las tropas y todo a mi alrededor se convierta en un montón de mareas de San Juan con las que tengo que lidiar. En poco más de una hora comienza el evento y no puedo dejar que nada salga mal. Miro el enorme salón donde se celebrará y me aseguro de que todo está en su sitio, nada fuera de lugar. Dejo la rosa dentro de uno de los jarrones que adornan la sala y paro frente a un poema que me llega directo al corazón, como si este fuera una diana que llama a gritos a la lanza que mis recuerdos empuñan en todo momento. «El olvido está tan lleno de memoria que a veces no caben las remembranzas y hay que tirar rencores por la borda. En el fondo, el olvido es un gran simulacro repleto de fantasmas». Lleno el pecho de aire y relajo las manos junto a mis costados; me llevo una, despacio, hasta el pecho y trato de acompasar mi respiración, deshaciéndome de parte del lastre que me hunde los hombros.
—Ya están todos los pergaminos preparados. Yo me pondré en la puerta a dar la bienvenida y los repartiré —Joel llega hasta mí.
—Comprueba que la cocina está preparada. Iré a ver si han arreglado el tema de la luz.
Los asistentes comienzan a llegar, el catering reparte delicatesen y recibimos a todos con una copa de champán. La noche pasa perfecta, sin ningún tipo de incidentes y sin invitados no deseados como un ex marido al que no acabo de olvidar. A las doce suelto todo el aire que contenía dentro del pecho, no creo que aparezca viendo la hora que es. Me acerco a la barra y pido una botella de agua que me calme la sed y el desasosiego. Todo va perfecto, no hay nada que pueda estropear el instante de tranquilidad. Joel se acerca a mí con dos copas de cava, una en cada mano. Me ofrece una y yo la acepto haciendo una pequeña reverencia. Él levanta la suya y yo lo sigo; brindamos por el buen trabajo que hemos realizado y por el maravilloso transcurso de la noche, sin incidentes, sin nada que pueda manchar o estropear el buen nombre de mi empresa.
Me atraganto con el líquido y lo escupo sobre la chaqueta morada de mi ayudante que me mira como si pudiera desintegrarme con ese simple acto.
—Queen, pero ¿qué haces? Esta chaqueta me costó el sueldo de un mes. —Sigue hablando y soltando exabruptos mientras yo pierdo la mirada al fondo de la sala. Sebas habla con un grupo de hombres no muy lejos de donde me encuentro. Parece sentirse cómodo entre tanto magnate. ¿Cuándo ha llegado? Da la sensación de que lleva aquí bastante tiempo. Después de ponerme de vuelta y media, Joel gira y sigue mi mirada encontrándose con la razón de que mi cara haya tomado ese tono blanquecino. Ninguno de los dos decimos nada. Una chica morena con el pelo muy largo, de unos veinte años de edad, se acerca a él, lo agarra del codo y le dice algo al oído. Sebas sonríe, se disculpa ante sus acompañantes y desaparece con la mujer detrás de una puerta que da a otra sala un poco más privada. La reconozco unos segundos después, justo antes de que mi lucidez vuelva y no corra hasta ellos y empiece a gritar.
—Discúlpame —le doy mi copa a Joel y salgo a la calle a tomar un poco el aire. No llego a salir del halls del hotel porque hace más frío que en Alaska. Mi amigo de pelo verde sale detrás y para frente a mí.
—¿Estás bien?
—Si. ¿Sabes qué es lo que más me molesta?
—Viniendo de ti, cualquier cosa, Reina Mora.
—Que tiene las tetas de silicona.
—¿Quién? —pregunta entre extrañado y divertido.
—Su secretaria —aclaro—. Siempre quise operarme los pechos —me las señalo— y Sebas nunca estuvo de acuerdo. Decía que no le gustaba, que las prefería naturales. No me las operé nunca porque no me dio la gana, su opinión no fue la principal razón por la que no lo hice, me da mucho miedo la anestesia; pero decía que no le gustaba tocar goma y ahora ¡se busca a una niñata siliconada!
—¿Esa niña es su secretaria?
—Si, no nos desviemos del tema principal.
—Y el tema principal es… —hace un gesto con la mano para que yo siga.
—Las tetas de silicona —me las vuelvo a señalar.
—¿Qué más da que lleve como que no? —se cruza de brazos esperando que yo diga algo, sin embargo, no lo hago. Me agarra de los brazos y pone su cara a la altura de la mía—. Es su secretaria, habrá venido acompañándolo como tal.
Solo hay una manera de averiguarlo: preguntándoselo. Joel trata de evitar que haga el ridículo de mi vida, pero lo convenzo de que no haré nada que ponga en peligro mi dignidad y llego hasta la sala donde se metieron. Hay muy poca gente, dejando grandes espacios libres entre unos grupos y otros. Diviso a mi marido y a su secretaria hablando junto a una pared de madera de la que cuelga un cuadro con una imagen de una mujer casi desnuda bañándose en un río. Sebas me ve antes de que llegue a ellos y se pone rígido al instante.
—¿Podemos hablar un momento? —Le pregunto, pero él no dice nada—. A solas —miro a su secretaria y no puedo controlar que mis ojos se vayan a su escote. Son operadas, sentencio. Marga, creo recordar que se llama, lo mira buscando su aprobación y desaparece de mi vista subida a unos tacones de infarto.
—Estás guapísima —me alaga.
—Gracias, pero dejemos los cumplidos para otro momento. ¿Cuándo has llegado?
—Hace una hora. He intentado negarme a venir, sabía que estarías aquí, pero me ha sido imposible escabullirme.
—Y tienes que presentarte con tu secretaria como acompañante.
—Ella conoce a todos los clientes. Maneja bien los contactos.
Esa zorra no es lo único que sabe manejar.
—Nerea —da un paso hacia mí y me aparto. Suspira y sigue—. Sabes perfectamente que es trabajo…
—¿Te acuestas con ella? —la pregunta se escapa de entre mis labios.
Su silencio da respuesta a mi consulta.
—Solo ha pasado una vez y ya no estábamos juntos. Nunca te he mentido.
Se me corta la respiración y me giro, tratando de escapar; Sebastian me agarra del brazo y me para.
—No significa nada.
—¡Suéltame! —siseo. Corro hasta el baño más cercano. Perdonadme que llore ante la noticia de que el que sigue siendo mi marido se haya tirado a su secretaria probablemente sobre la mesa de su despacho. El sitio es lo de menos, pero imágenes de todo tipo, la mayoría rocambolescas, aparecen en mi mente a trompazos. Me meto en uno de los baños y me permito derramar unas lágrimas ante esa idea. Entiendo que la necesidad de cada persona de tener sexo con otra difiere según qué cosas, pero me cuesta creer que Sebas tenga ganas de acostarse con alguien que no soy yo cuando a mí ni se me pasa por la cabeza hacerlo.
Alguien da unos toques en la puerta preguntando si me encuentro bien. Le digo que sí, que no se preocupe y susurro que ya salgo entre hipos y sollozos.
—¿Necesitas algo? —me pregunta Dani, la recuerdo.
—Oh, gracias. Estoy bien —le contesto bastante afligida, tratando de no llorar más.
—Me ha parecido que no lo estabas. Espera… tienes un poco de rímel aquí —coge un trozo de papel del servilletero pijo que yo misma me he encargado de poner y me ayuda a limpiarme.
—Gracias. La vida es un asco —me miro en el espejo, refregando la tinta negra sobre mi piel y no entiendo muy bien por qué me sincero con esa mujer —. Mi ex marido ha venido a la fiesta a refregarme por la cara que tiene una amante. Si pudiera, le cortaba los huevos.
—Si vas a sentirte mejor, hazlo —me aconseja y me saca una pequeña sonrisa; muy corta, pero suficiente por ahora—. Pero habla con propiedad. La vida es maravillosa, son los tíos los que no valen nada.
En ese momento, dos mujeres, que no me caen para nada bien, nos interrumpen y una de ellas me insta a que atienda la barra y la falta de Macallan. Así que nos despedimos de ellas y me parece escuchar que Dani, la encargada de la exposición, la llama Whisquera Pajillera. Sonrío para mí y la acompaño hasta fuera. La dejo en un duelo a muerte con el dueño de la empresa y repongo la falta de Whisky antes de que Marina o Natasha se quejen y tenga algún problema con el jefe. Las conozco de otros eventos que he preparado y de nuestras relaciones laborales, y soy consciente de la mala leche que gastan.
Llego a casa pasadas las cinco de la mañana, me duelen los pies una barbaridad y casi no puedo caminar. El taxi me deja en la puerta de mi nuevo edificio y recorro los pocos pasos hasta el portal notando el frío sobre la planta de mis pies, aguantando los zapatos con una de mis manos. Salgo del ascensor en mi planta, paro frente a la puerta e intento abrir con una de las llaves. La cerradura se resiste y trato de hacerla girar con un movimiento de muñeca. Lo intento otra vez y… Escucho la puerta de al lado abrirse. Miro en esa dirección y una chica muy atractiva y con pinta de modelo de pasarela me mira con cara de pocos amigos. La saludo con un cordial «buenas noches», pero ella me ignora por completo y desaparece dentro del elevador. Vaya, pues parece que tengo vecina y, por cierto, bastante antipática.
Quince minutos después, me he dado una ducha, puesto el pijama y preparado un café que me tomo tirada sobre mi maravilloso sofá. Escucho el poco tráfico de Madrid muy a lo lejos y el silbido del viento que se cuela por una ventana mal cerrada. Me levanto y la empujo para sellarla bien. Miro hacia el cielo y me entretengo buscando las estrellas, durante mucho tiempo fueron los astros los únicos que conseguían darme paz, hace tanto tiempo de aquello que casi se me había olvidado; ceso en mi intento por encontrarlas y me tumbo en mi cama tapada hasta los ojos. Escucho un fuerte golpe en el piso de al lado seguido de lo que me parece un «joder». Caigo en la cuenta de que debo de tener más de un vecino, ¿una pareja tal vez?
El viernes salgo de casa con mis mejores vaqueros y mi más abrigado chaleco de lana. Hace un frío que corta la cara. Joel me saluda con unas ojeras negras muy a juego con las mías. Pasan las diez de la mañana cuando llego hasta él y le ofrezco uno de los cafés que llevo en las manos, sin embargo, ninguno de los dos hemos dormido más de cuatro escasas horas. Mi ayudante me recuerda la importante fiesta de fin de año que tenemos que terminar de organizar durante estos días.
—No me gusta trabajar en fin de año —se queja dándole un sorbo al café.
—No hace falta que vengas. Yo me pasaré a echar un vistazo y me iré cuando todo esté controlado. Seguro que Toni tiene mejores planes para vosotros dos —me siento sobre su mesa y me masajeo la sien.
—Quería llevarme a los Alpes Suizos, pero, reina de los Ángeles, jamás te dejaría sola en un evento tan importante.
El acontecimiento en cuestión es la fiesta de fin de año de un famoso grupo de rock británico recién llegado a nuestro país. Se celebrará en La Finca, la urbanización más selecta de Madrid y a donde asistirán famosos y gente influyente de todas partes del globo.
—¿Cómo se llama el grupo? —pregunto.
—The Fox’s Lair. ¿Lo conoces?
—He escuchado una canción, de casualidad.
—Por lo visto han tenido mucho éxito en el Reino Unido y ya son número uno en nuestro país.
—Sabes muchas cosas sobre ellos.
—En las semanas que estuviste ausente tuve que encargarme de todo, ¿recuerdas? —me mira y se ríe. Le acompaño en el gesto y le doy un cariñoso beso en la mejilla.
—No sé qué haría sin ti.
—Muchas cosas, nena, pero nada interesante. Por cierto, el cantante del grupo está cañón, te caerás de espaldas cuando lo veas. El manager vive estreñido, pero los chicos parecen salidos de una revista de tíos buenos.
Nunca le agradeceré bastante a Joel lo que hace por mí, ha llevado la empresa adelante como si fuera de él durante el tiempo que me tomé de descanso tras abandonar mi casa y mi marido y tengo que buscar una forma de darle las gracias. Algo especial.
—¿Cuántos años tienen? —pregunto por curiosidad, por supuesto lo que menos me apetece en estos momentos es flirtear con roqueros veinteañeros, con las autoestimas demasiado altas y rodeados de groupies que babean a cada paso que dan.
—Queen. No les he preguntado la edad. Míralo en Wikipedia si tanto te interesa —suelta, sardónico.
Pongo los ojos en blanco y paso de él. Quiere picarme y hacerme hablar sobre hombres y la posibilidad de salir con alguno. Me levanto y lo dejo solo atendiendo una llamada telefónica. Mía tiene hoy el día libre y nos tenemos que repartir el trabajo de recepcionista entre los dos.
A la hora de comer aprovecho para comprar un regalo a mi madre, ese detalle apaciguará a la fiera que lleva dentro y, con suerte, me salvo de tener que escuchar su sermón sobre hijas malcriadas que no tienen decencia ni decoro a la hora de satisfacer los deseos de una madre que se preocupa por ellas. Un collar de oro blanco con una cadena muy fina del que cuelga un pequeño corazón llama mi atención y me acerco a él. El dependiente de la joyería me lo enseña y me enamoro al instante. A mamá le gustará. Le pido que me lo envuelva como regalo y espero a que lo haga admirando una colección de anillos con variadas piedras preciosas.
—Son preciosos, pero enmudecen ante su belleza. —Escucho una voz grave a mi lado. Me giro y me encuentro con unos ojos conocidos.
—Parece que el destino desea que nos encontremos —sigue con una enigmática sonrisa.
—O tal vez sea usted que me persigue a todos lados —me pongo frente a él con una mueca amigable.
—Ojalá tuviera tiempo para eso —ensancha la sonrisa, enseñándome su blanca y perfecta dentadura blanca. Me ofrece la mano y se presenta formalmente—. Michelle Jackson.
Se la aprieto con cortesía.
—Nerea González.
—Por fin me dice su nombre. Llevo semanas barajando varias opciones.
—Dudo que eso sea cierto, recuerde que es un hombre muy ocupado.
—Señorita, aquí tiene —el dependiente me ofrece la bolsita y me da las gracias por la compra. Se aleja y atiende a otro cliente.
—Encantada de volver a verle, señor Jackson, pero tengo que irme —giro sobre mis talones y me dispongo a salir de la tienda.
—Tres veces —dice, enigmático pero seguro y me paro. Lo miro y él sigue.
—Dijo que esperaría a una tercera vez para darme el teléfono y estoy seguro de que es una mujer que no falta a su palabra.