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UN TROPIEZO, UNA GUITARRA Y TÚ

Pablo… ¿Qué decir de él? Pablo es como una aparición mariana de esas que dejan huella, como un sueño erótico del que desearías no despertar jamás. Nada que ver con el niño desgarbado que recordaba, todo lo contrario, como diría Joel: un portento de man. Lo encuentro sentado sobre el suelo, con la espalda apoyada en la pared y las piernas flexionadas a la altura del pecho en una postura desganada. Lleva una chaqueta de cuero negra sobre un chaleco de lana gris de cuello alto, vaqueros desgastados y unas botas de cordones también negras. Barba de varios días y el pelo despeinado. Todo envuelto en un olor a perfume caro de hombre mezclado con su esencia varonil.

—Pétalo, estoy hasta los cojones de esperarte. Me duele el culo de estar aquí sentado —suelta, rudo, antes de mirarme y darse cuenta de que soy yo—. Vaya, eres tú —suena a desilusión.

—Si, siento decepcionarte —digo en voz alta lo que solo debería haber pensado. Me mira, sonríe y no se aparta.

—Si no te quitas, no puedo pasar —lo informo de lo obvio, cortante.

Retira las piernas y me hace un gesto con la mano para que suba el último escalón. Lo hago, pero tropiezo con su pie (que vuelve a estar donde no debe) y caigo sobre su regazo quedándonos en una especie de apretón. Mis brazos rodean sus hombros y los de él mi cintura. Mi nariz casi puede rozar la suya.

—¿Qué haces? —pregunto, impertinente.

—Salvarte de una caída mortal por las escaleras —intenta ponerse serio, pero no lo consigue del todo—. Deberías agradecérmelo.

—Lo has hecho a posta —lo acuso.

—No sé de qué hablas —noto su respiración sobre mi boca.

—No te hagas el tonto, me has hecho la zancadilla.

—¿Y no te alegras?

—¿Cómo dices? —pregunto, contrariada.

—Que te encanta que lo haya hecho. No encuentro otra explicación para que me abraces de esta manera —me aprieta más contra él y me doy cuenta de que mis brazos lo rodean con fuerza y decisión. Abro la boca para decir algo, sin embargo, prefiero callarme y no meter más la pata. Me levanto con rapidez y él lo hace detrás. Giro para introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta. Siento su pecho demasiado cerca de mi espalda.

Me doy la vuelta y lo miro.

—¿A dónde vas?

—Dentro. He venido a ver a Cristina —habla como si fuera indiscutible.

—Ya, pero Cris no está y no sé cuánto va a tardar —respondo, cortante.

—¿Qué te pasa hoy?

—¿Por qué crees que me pasa algo? —levanto la cara, irritada.

—Porque no te brillan los ojos como siempre y no me gusta verlos así.

Su contestación me paraliza durante unos instantes, pero vuelvo a mí unos segundos después. Me giro a abrir la puerta y contesto.

—No me conoces de nada, ¿qué sabrás? —entro en el apartamento y dejo la puerta abierta para que él haga lo mismo. Voy a la cocina y cojo una Coca Cola. Cuando salgo al salón, Pablo deja una guitarra junto al sofá y se sienta al lado. Coge el móvil y se lo lleva a la oreja.

—Soy yo. ¿Tardas? —suena hosco—. No me pasa nada. ¿Vienes o no? … Vale, te espero.

—¿Quieres algo de beber? —le ofrezco.

—No, gracias —responde, seco.

—¿Y qué te pasa a ti ahora? —me sorprende su tono de voz.

—No tengo sed —ni siquiera me mira, escribe un mensaje con rapidez. Me tengo merecida su contestación, me he comportado bastante estúpida. Pablo no tiene la culpa de que mi matrimonio se esté yendo a la mierda ni que el trabajo esta semana haya sido tan duro, no merece que pague con él lo que me ocurre, así que trato de entablar conversación.

—¿Y esa guitarra? ¿Tocas?

Me clava la mirada con cara de pocos amigos.

—Vale, lo siento. He sido un poco descortés. No he tenido una buena tarde.

—Yo tampoco, pero no lo pago contigo —sigue trasteando con el móvil y ni me mira.

—Ya te he dicho que lo siento.

—¿Te suele bastar con decirlo? —deja el teléfono sobre la mesita baja y me mira. No sonríe, y me doy cuenta de lo que echo de menos que lo haga.

—Eres imbécil… —lo insulto. Se levanta y se pone frente a mí. Me saca más de una cabeza, su grande y musculado cuerpo me impone. Tengo que levantar el mentón para no desconectar nuestras miradas.

—Iba a aceptar tus disculpas, pero que me insultes hace que me lo replantee. ¿Sabes qué? —aprieta la mandíbula durante unos segundos, después la relaja—. Cena conmigo esta noche y lo olvido todo —me regala una sonrisa de las suyas, de esas que le ocupa toda la cara y te dejan ciega, y, en contra de mi voluntad, mi corazón da un saltito.

Le doy un puñetazo en el pecho.

—¡No estabas ofendido! ¡Lo has hecho para molestarme! —ensancha más su sonrisa—. Por supuesto que no voy a cenar contigo. Ni ahora ni nunca. No insistas más.

Lo dejo en el pequeño salón y me retiro a mi habitación.

El día ha sido agotador y casi no tengo apetito, así que me pongo el pijama, me tumbo sobre la cama y trato de dormir escuchando algo de música. Me quedo en un estado de duermevela durante más de una hora, tanto que se me olvida que he dejado a Pablo solo en el salón y no me preocupo si Cristina ha vuelto a casa o no. Unos preciosos acordes de guitarra me despiertan de mi sueño, le subo el volumen al móvil para escuchar mejor la melodía, pero me doy cuenta de que el teléfono se ha quedado sin batería. Lo miro, extrañada, y me quito los cascos de las orejas. Ahora escucho la canción mucho mejor, una voz masculina, pero muy dulce canta en inglés. Me incorporo y abro la puerta de la habitación, Cristina ha debido de llegar y ha puesto algo de música, sin embargo, me encuentro con una situación totalmente distinta a la que esperaba. Pablo sentado sobre el sofá, con la guitarra sobre su regazo, tocando las cuerdas con maestría y cantando muy bajito. Se ha quitado la chaqueta y deshecho también del chaleco de lana gris y su cuerpo solo lo cubre una camiseta blanca de mangas largas remangada a la altura de los codos. El pelo le cae sobre la frente de una manera muy salvaje y me fijo en las venas que sobresalen de la piel de sus brazos, pero mis ojos viajan hasta su boca y allí… allí no me importaría quedarme a vivir. La letra habla sobre amantes desnudos y flores sobre el agua, sobre vivir o no vivir. Casi ni me percato de que Cristina lo escucha sentada en el suelo frente a él.

—Con canciones como esta, normal que folles tanto. Si hasta yo me acostaría contigo ahora mismo —le dice mi hermana cuando termina.

Pablo deja la guitarra a un lado y le da un trago a su cerveza.

—Esta semana viajo a Londres, ¿quieres venir? Solo serán unos días.

—Me encantaría, pero estoy a tope de trabajo —Cris se levanta y me ve—. Nerea, hemos pedido pizza, ¿te apetece?

Asiento con la cabeza y camino hasta el salón, siento la mirada de Pablo sobre mí. Mi hermana desaparece en su habitación y yo me escondo en la cocina, pero un minuto después me doy cuenta de que no tengo más remedio que salir, así que lo hago y me siento en el sofá, junto a Pablo.

—Preciosa canción, me ha encantado —musito casi sin mirarle.

—Vaya, un cumplido —contesta, resuelto. Hago caso omiso a su comentario y sigo.

—No sabía que supieras tocar y… cantar.

—Lo intento —se encoge de hombros.

—La letra hablaba de dos amantes que no saben si quieren vivir o morir —comento.

—No exactamente, pero algo así —da un trago a su cerveza y la mira.

—Hablas ingles a la perfección, ¿verdad?

—Llevo años viviendo en Londres. Considero esa ciudad parte de mí —deja el botellín sobre la mesa y me mira. Sus ojos azules se clavan en los míos y durante unos segundos ninguno dice nada. Se crea una especie de cápsula a nuestro alrededor y siento como si estuviéramos solos en el mundo, antes solo me había pasado con una persona. Puedo notar su respiración acompasándose a la mía.

—No os levantéis, ya abro yo —Cristina nos lanza una indirecta, cruza el salón como una exhalación y contesta al portero automático. Nosotros seguimos metidos en nuestra burbuja—. Pero, ¿qué os pasa? ¡Espabilad, que ya está la cena!

Nos comemos la pizza hablando sobre gustos culinarios, pelis antiguas y el sin fin de posibilidades y maneras de meter la pata la primera vez que te acuestas con alguien. Bueno, de este último tema los dejo a hablar a ellos y he de reconocer que no entiendo muy bien por qué me molesta un poco enterarme de las aventuras y desventuras de Pablo con alguna de sus amantes. Pero ¿qué me importará a mí?

—¿Te acuerdas aquella vez que te pillé tirándote a una rubia en el cuarto de baño de un bar? —se carcajea Cris, recordándole a Pablo una de sus fechorías—. Qué asco, casi se me caen los ojos con lo que vi. ¿Cómo se llamaba? —le pregunta.

El susodicho se encoge de hombros y se acomoda en el sofá, apoyando la espalda sobre este, dejando claro que ni lo sabe ni le importa no saberlo. Estoy a punto de levantarme, despedirme e irme a la cama, (decido que por hoy ya tengo suficiente información sobre Pablo y sus conquistas), cuando Cris salta gritando que necesita ir al baño y cierra la puerta después de desaparecer tras él.

—Creo que me voy a acostar —me impulso para levantarme, pero Pablo me agarra de la muñeca y me frena.

—Al final hemos cenado juntos.

—Esto no cuenta. No estábamos solos.

—Para mí cuenta cada segundo que paso contigo —dice sin darle ningún tono especial a su voz, no obstante, sus palabras me paralizan durante un segundo, el tiempo que tardo en darme cuenta que tengo delante a un mujeriego con mucha experiencia. Tiro del brazo, me suelto, le doy las buenas noches y me voy a mi habitación. Pablo habla inglés como si fuera londinense, pero me doy cuenta de que no es el único idioma que maneja a la perfección. Menudo Don Juan.

El sábado me levanto con la firme convicción de que ha llegado la hora de buscar piso y dejar a Cristina en paz. No me vendría mal encontrar un poco de tranquilidad y un remanso de paz en el que descansar y adaptarme a mi nueva vida. Me da un poco de miedo pensar en la soledad, en eso que llaman El nido vacío, pero mirar hacia adelante es mi única opción y estoy preparada para ello. Abro el ordenador sobre mi regazo y, junto a una taza de café y algo de música, me siento sobre el sofá y busco en distintas páginas de alquileres de viviendas una en la que pueda llegar a sentirme como en casa. Anoto varias en una hoja de papel, apunto los teléfonos y llamo para concertar las citas de las visitas. Salgo a comer con Ro y Carol y les cuento mi nuevo plan, me animan y me acompañan a ver la primera casa. ¿Qué decir de ella? Que es más fea que el hambre.

—Cariño, el cuarto de baño no está tan mal —susurra Carol a nuestro lado para que el agente no nos oiga.

Os voy a decir una cosa: el cuarto de baño es rosa, pero rosa rosa. Creo que los azulejos debieron colocarlos antes de la Guerra Civil Española.

—Carol, amor, no puedes decirlo en serio. No había visto nada tan horroroso en mi vida —advierte Ro, demasiado alto.

—Es cerámica traída de Italia… —apunta el vendedor, pero la andaluza lo corta.

—Como si ha viajado desde el mismísimo cielo. Me duele la cabeza de mirarla —le contesta sin pelos en la lengua.

Le hago un gesto con la mirada pidiéndole que se calle, sin embargo, la conozco y doy por supuesto que no lo hará, así que le doy las gracias al señor que trata de alquilarme el piso con el aseo más horroroso de todos los tiempos y nos vamos.

La siguiente no tiene nada feo, pero dudo que quepan cuatro personas en el salón. No lo dudo, lo comprobamos in situ. Gracias, adiós y muy buenas. La tercera no está nada mal, pero la raja en la pared junto a la cama creo que no me dejaría dormir tranquila sin pensar que el techo se pueda caer sobre mí en cualquier momento. La cuarta no tiene daños estructurales, pero huele a cloaca y… ¡tendría de compañera de piso a una rata enorme, más grande que yo! (Aunque esto último no es que sea muy difícil). Total, que llego a casa cabizbaja y con la moral por los suelos. Me tomo una ducha, me arreglo como si fuera fin de año: top negro, mini falda plateada, tacones altos y pelo ondulado; y salgo a bailar con Cristina, la mejor hermana del mundo que, después de escuchar mis peripecias buscando piso, ha decidido que podríamos salir a tomar unas copas. No suelo beber alcohol, pero pensar en un buen vino me hace la boca agua.

Nos sentamos en un sitio muy pintoresco en el que la media de edad ronda los veinticinco años, pero lo paso por alto por no dar el coñazo a mi hermanita que, aún resfriada, ha salido para hacerme sentir mejor. Una camarera muy simpática de unos dieciocho años con delantal rosa a juego con la decoración (como el baño que he visto esta tarde –creo que tendré pesadillas con él-) se acerca a nosotras para tomarnos nota. Optamos por hamburguesas de buey y medio kilo de patatas fritas; nos encantan desde pequeñitas. El vino lo dejo para después, no quiero salir de aquí con dolor de cabeza.

—¡Achís! —Cris estornuda sobre la comida.

—Nena, mira para otro lado. Me vas a pegar el resfriado —cojo una patata de todas formas y me la llevo a la boca.

—Lo siento. No lo puedo controlar.

—Tápate esa boquita que tienes o… toma —le doy una servilleta—, se te está cayendo el moquillo.

La coge y se limpia.

—Cenemos y nos vamos a casa. No estás tú para estar por ahí de fiesta.

—Que no, que estoy bien. Además, te he prometido que lo pasaríamos bien y lo haremos. He quedado con unos amigos, nos han invitado a una fiesta.

Me alerto ante lo que dice, no me apetece ver a Pablo, me pone nerviosa y no me gusta la sensación, siempre he controlado todo. Con él… hay cosas que se me escapan, aún no entiendo muy bien por qué. A veces pienso que no le caigo bien y que se ríe de mí, otras creo que la que no lo soporta soy yo, pero me niego a reconocerlo por no darle demasiada importancia a la situación. En fin, que prefiero ir a otro lugar, cabe la posibilidad de que entre esos amigos se encuentre Pablo.

—Cris, te agradezco que trates de animarme, pero no me apetece meterme en un piso con gente que no conozco.

—Conoces a Laura. Y no es en un piso. Vamos a una discoteca, no tienes de qué preocuparte. Habrá mucha más gente. De tu edad, tal vez —sonríe, perversa.

—¡Vete a la mierda! ¿Me estás llamando vieja? —sonrío ante su provocación—. No te llevo tantos años.

—Pues no hagas que parezca que son más. Nos lo vamos a pasar genial, ya lo verás.

Entramos en la discoteca una hora después. No hacemos cola en la puerta porque un gorila muy amable nos acompaña hasta un reservado decorado como si fuera el cumpleaños de alguien. De alguien importante. Globos plateados por todos lados, copas, champán, canapés y… un cartel frente a nosotras en el que se puede leer Feliz Cumpleaños.

Yo la mato.

—Cristina —le doy un toque en el hombro, ésta se gira hacia mí y deja de hablar con un amigo al que acaba de saludar—. ¿Me has traído a la fiesta de cumpleaños de una amiga? ¿En serio? ¿Estás loca? No la conozco de nada —abro los ojos de par en par y me cruzo de hombros.

—Tranquila, no pasa nada. Me dijo que podría traerte.

—Ah, bueno, me dejas mucho más tranquila —contesto, sarcástica.

—Hola, Pétalo. Me alegro que hayas venido —Pablo aparece por detrás de ella y la coge en brazos dando una vuelta sobre sí mismo con Cris encima. Ésta le rodea el cuello con los brazos, felicitándolo, y sonríe. La deja sobre el suelo frente a mí y le pregunta que por qué llega tan tarde.

—Me costó convencer a Ne. No quería venir. —Me carga con la culpa de nuestro retraso. Vale, lleva razón. No ha mentido, pero eso no significa que no desee estrangularla y tirar su cuerpo a un río. Paso de ella y sonrío también. Me sale forzado, pero no dejaré que crea que lo estoy pasando mal y disfrute con ello.

—Hola, Pablo. Felicidades. De haberlo sabido antes, hubiera traído un regalo.

—No es necesario. Pasadlo bien y me haréis muy feliz. ¿Qué queréis tomar?

El cumpleañero desaparece entre el grupo de personas invitadas al evento en busca de nuestras bebidas. No se me escapa la de veces que es interceptado por todas las féminas del lugar, que lo paran, abrazan y besan felicitándolo. No necesito preguntar cuántos años cumple, nació el mismo año que mi hermana. Veintisiete primaveras.

Nos sentamos sobre unos sofás blancos de piel muy pijos y un camarero muy mono nos sirve las copas en el mismo lugar. Para Cris un Ron Bacardi con Coca Cola y para mí un vino blanco seco. Le doy un sorbo y calmo la sequedad de mi garganta desde que me di cuenta de la encerrona de mi queridísima hermana a la que torturaré como es debido en cuanto tenga tiempo. Ahora voy a tratar de relajarme y pasarlo bien. Miro a mi alrededor y recuerdo haber estado aquí antes. Trabajamos en una despedida de soltera hace un año que se celebró en este mismo lugar. Aprovecho que Cris habla con unas chicas para levantarme y mirar hacia el local. La muchedumbre baila al compás de In to The Blue de Kylie Minogue y, sin pensarlo, comienzo a contonear mi cuerpo al son de la música.

—¿Puedo acompañarte? —escucho a mi lado. Donde estamos se puede hablar, la música no amenaza con dejarnos sordos.

Un chico alto y desgarbado me regala una sonrisa muy bonita. El pelo ondulado le cae por encima de los hombros y rodea unas facciones muy atractivas. Tiene un nosequéquenoseyo.

Me encojo de hombros ante su pregunta y sigo a lo mío. Bailando y mirando hacia la gran pista de baile.

—Me llamo Allan —se presenta, amable.

Estoy a punto de decirle que no me importa cómo se llame, pero me recuerdo que he venido a pasarlo bien y decido ser amable.

—Nerea, encantada.

—Eres la hermana de Cristina ¿verdad? —pregunta tratando de entablar conversación. Asiento con la cabeza y le doy un sorbo a mi copa de vino—. No os parecéis en nada.

Me dan ganas de contarle la historia que le relataba a Cris cuando era pequeña para hacerle llorar y decirle que en realidad no somos hermanas, que a Cris la encontraron en la puerta de casa una noche de lluvia y nuestros padres decidieron adoptarla, pero que es hija de unos rusos traficantes de drogas que vienen a visitarla de vez en cuando y amenazan con llevársela algún día.

—Eso dicen —opto por otra respuesta más correcta y verdadera—¿Eres inglés? Tu acento…

—Madre inglesa, padre español —levanta su copa, brindando al aire en mi dirección y a continuación bebe.

Hablamos durante más de una hora y he de reconocer que me lo paso bien. Allan parece bastante divertido y sus ocurrencias me hacen sonreír en más de una ocasión. Terminamos sentados en una esquina de la sala, demasiado cerca y con muy poca luz. Aún así me doy cuenta de la fina línea en la que se convierten sus ojos cuando sonríe y en lo ancho de sus hombros bajo la camiseta negra de mangas cortas que lleva.

—¿Qué significa este tatuaje? —Parece chino, pero no puedo asegurarlo.

—Algo así como «Soplapollas».

Lo miro y abro los ojos.

—¡No! ¡No puede ser! —Asiente con la cabeza— ¿En serio? —Vuelve a hacer el mismo gesto.

Comienzo a reír desinhibida, me agarro el estómago y mi cuerpo cae un poco sobre el suyo a causa de las pequeñas convulsiones. Me disculpo y vuelvo a mi sitio.

—¿Pero cómo…?

—No preguntes. Un mal día lo tiene cualquiera.

—Quiero saber la historia —le insto a que me haga partícipe de ella.

—La próxima vez que nos veamos te la cuento. Me da un poco de vergüenza.

Allan no tiene pinta de ser de esos tipos a los que les da vergüenza nada, pero no insisto y cambiamos de tema. Cuando miro el reloj me doy cuenta de lo tarde que se ha hecho y que me duelen los pies de bailar con mi nuevo amigo. Le informo de que ha llegado la hora de volver a casa y se ofrece a acompañarme.

—No es necesario.

—No dejaré a una dama por ahí sola a las cinco de la mañana.

—No tiene usted pinta de caballero —contesto siguiéndole el rollo. Me hace una reverencia después de decirme que será un placer acompañarme.

Busco a Cristina entre el gentío y veo a Pablo besándose con una chica en un rincón. La morena lo aprisiona contra la pared sin darle opción a escapar (aunque, de todas formas, no parece que desee hacerlo). Un pequeño resquemor me remueve el estómago y pienso que he bebido demasiado vino. Dejo la copa sobre una mesa y sigo con lo mío. Encuentro a Cristina hablando con un chico muy cerca de la barra.

—Cris, me voy. Mañana quiero seguir buscando piso. ¿Te vienes? —pregunto, sabiendo la respuesta.

—Me quedo un rato más.

—Vale, nos vemos en casa.

—Llama a un taxi y que te recoja en la puerta —casi me ordena. A veces se le olvida quien es la mayor.

—Tranquila, Allan me acompaña.

—Estupendo —zanja el tema. Me da un beso y nos despedimos. Se ve que confía en Allan, al menos más que yo.

Salimos del local y un frío helado se me mete dentro. Me abrazo a mí misma y Allan me rodea los hombros con su brazo derecho. Es tan alto como Pablo. Mierda. ¿Por qué me acuerdo de él ahora? Vaya comparación más desafortunada. Caminamos juntos hasta la acera y me para delante de una limusina. Abre la puerta y me invita a que entre.

—¿Qué es esto?

Se encoge de hombros y sonríe.

Bilogía

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