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LA PRIMERA VEZ DE TODO
Nada más entrar en lo que ahora me parece un antro de perversión y lujuria, vuelvo a recordar y rememoro en mi mente más maligna el monumental cabreo que pillé cuando me enteré que es el cantante del grupo de rock con más proyección en estos momentos y, por esta sencilla razón, me cruzo de brazos nada más llegar al salón y me hago la digna levantando el mentón.
—¿Has cenado? —Pablo deja las llaves sobre una mesa y se quita la chaqueta, para mí, muy a cámara lenta. La cuelga en una silla y camina hasta la cocina.
—Comí algo en Corazón de Melón —contesto con insolencia. Así se llama el bar de enfrente. Él se da cuenta del tono de mi voz y por el rabillo del ojo le veo una sonrisa de satisfacción, parece que le gusta molestarme.
—Seguro que Paula te atendió a la perfección —lo dice como si la conociera muy bien; muy a fondo, quiero decir. Abre el frigorífico y saca una botella de vino. Me está picando para que salte, pero no lo haré.
—Es muy simpática —digo con un poco de resquemor. ¿Celos? Noooo—. Prefiero un poco de agua —especifico cuando veo que llena dos copas de vino blanco.
—Venga, dime qué te pasa.
—A mí no me pasa nada —giro la cabeza hacia un lado, con desgana.
Deja la botella sobre la encimera y se acerca a mí.
—¿Por qué me dejaste tirado la otra noche? Pensé que lo estábamos pasando bien. —Doy un paso hacia atrás y él frena, percatándose de que me incomoda.
—¿Tú lo pasas bien riéndote de mí?
—¿Qué quieres decir?
—¿Cuánto tiempo creías que tardaría en enterarme de quién eres? —pongo un brazo en jarra.
—Sabes quién soy. Me conoces de toda la vida —frunce el ceño.
—Eres el cantante de The Fox’s Lair —especifico, quizás, demasiado despectiva.
Un denso silencio cruza la estancia y enfría el ambiente hasta casi congelar el oxígeno que nos rodea. Clava su mirada en la mía y no me gusta lo que encuentro.
—No. Soy Pablo. Y canto en una jodida banda de rock. —Levanta el tono unos decibelios, pasa por mi lado, cabreado, y se va al salón. Lo sigo y paro frente a él, o debería decir frente su espalda. Se gira, introduciendo los dedos de sus dos manos entre su cabello. Va a decir algo, pero lo piensa más detenidamente y calla.
—Debería ser yo quien estuviera cabreado. Me dejaste plantado.
—A ti lo que te molesta es que no follaste esa noche —escupo. Me agarro la cintura con las dos manos.
—¿Qué te hace pensar que no follé? —contesta, con ánimos de superioridad.
—Me importa una mierda lo que hicieras —me muerdo la boca, pongo cara de circunstancia y espero que no se dé cuenta—. Me mentiste.
—Yo no te mentí. Sabes perfectamente quién soy.
—Tú y yo no nos conocemos de nada, a la vista está —nos señalo a los dos.
—¡Porque tú no me dejas conocerte! —levanta la palma de la mano derecha, resignado.
—Me voy. El cerrajero estará a punto de llegar —cojo el bolso que dejé sobre una silla y me lo cuelgo en el hombro izquierdo.
Pablo me mira, sin decir nada.
—Lo de la otra noche fue un error —sigo. Trato de ser convincente, pero sus ojos me distraen demasiado.
—Lo fue dejar que te marcharas —da un paso hasta mí y acorta nuestra distancia dejándonos a un escaso metro.
—Olvídalo. No volverá a pasar.
—¿No quieres que pase?
—Esa no es la pregunta.
—A mí me parece que sí.
—No. No quiero que pase —trato de parecer convincente. Da otro paso y deja su cuerpo muy cerca del mío—. Claro que… no —comienzo a dar señales de duda.
—No pareces muy segura de lo que dices.
¡Porque no lo estoy!
—Pues ¿sabes qué? Yo no pienso en otra cosa desde entonces —susurra, sensual. Levanta la mano y me acaricia despacio la mandíbula, el mentón y, a continuación y con la misma templanza, los labios. Se me escapa un pequeñísimo gemido ante ese contacto tan íntimo y un montón de elefantes (las mariposas se quedan pequeñas) comienzan a pegar saltos en mi estómago, deshaciéndome por dentro—. No duermo pensando en todas las cosas que me gustaría hacerte. —Trago para humedecer mi más que reseca garganta.
—¿Qué… qué cosas? —me asombro de mi propia pregunta. ¿De verdad he dicho yo eso? Desde que Pablo ronda a mi alrededor descubro partes de mi yo más profundo que desconocía. Me vuelvo curiosa y desinhibida.
—Cosas… —acerca sus labios a los míos y nuestras respiraciones se mezclan—, todas muy pervertidas y muy muy húmedas. —Las piernas me comienzan a flaquear, él lo nota y me agarra de la cintura. Con un leve empujón me lleva hacia atrás y dejo caer la espalda sobre la pared. Tengo su pecho pegado al mío y su miembro (grande y duro) sobre mi estómago.
En la habitación solo se escuchan nuestras agitadas respiraciones. Pablo vuelve a acariciarme los labios, esta vez con el dedo pulgar, mientras que con los otros me rodea el cuello y ejerce un poco de presión, dejándome sin aire. Gimo. Su boca vuela en busca de la mía y, cuando la encuentra, algo implosiona en mi interior. Los elefantes comienzan a correr desbocados admitiendo todo lo que este niñato me hace experimentar. Su lengua se enreda en la mía y todo su sabor, humedad y calor me recorren el cuerpo de arriba abajo. Me pongo de puntillas, agarro a sus hombros con fuerza y lo atraigo más hacia mí. Se me escapa un jadeo cuando pega su miembro mucho más y su solidez y firmeza me dan una pequeña pista de lo bien que lo puedo pasar con él. Agarro su camiseta por debajo y comienzo a tirar, tratando de quitársela. Se da cuenta y termina el trabajo por mí. Admiro su torso, hechizada por tanto músculo y perfección. Me mira y sonríe.
—Ahora te toca a ti —me desafía.
Le clavo mis ojos caramelo y, sin perderlo de vista ni un segundo, me desabrocho la blusa botón a botón, dejando al descubierto mi maravillosa (y oportuna) ropa interior (un body blanco con encajes y un lacito entre los dos pechos). Vislumbro un brillo inusitado cruzar su pupila y se muerde el labio inferior, hambriento, apuesto lo que sea que deseando devorarme. No llego a quitarme el último broche, él lo rompe tirando de ambos lados de mi camisa. Estampa su boca contra la mía, me agarra del culo y rodeo con las dos piernas su cintura. Tarda dos segundos en cruzar el salón, llegar a su dormitorio y tirarme sobre la cama con él encima.
—Ay —me quejo.
—¿Estás… bien? —pregunta con su lengua encontrando lugares recónditos de mi boca.
—Siii —digo entrecortadamente.
Introduce las manos por la pernera de mi pantalón de pinza y los baja hasta tirarlos al suelo. Se deshace de mis tacones y mis medias. Lo poco que quedaba de mí entera, se licua al verlo de rodillas sobre la cama delante de mí, con el pecho subiendo y bajando con rapidez, con la luz de la luna llena de esta noche bañando su morena piel adornada con un montón de trazos perfectos formando maravillosas figuras. Se hace hueco entre mis piernas y con sus manos, y demasiado suave, me agarra de las tirantas de mi body enterizo y las baja muy lentamente. El corazón se me va a salir por la boca. Hace mucho tiempo que no me inundan estas sensaciones casi olvidadas para mí. Una fuerte emoción que te empuja a recibir y disfrutar de todo lo que está por venir. Algo parecido al temor, a la inquietud de encontrarte algo que no esperabas, algo mucho mejor. Me estremezco cuando la tela roza mis pezones y el frío aire los envuelve poniéndolos muy erectos, como si de dos diamantes se trataran. No me pasa desapercibida la mirada de devoción de Pablo cuando los ve. No se lo piensa dos veces, se agacha y se lleva uno de ellos a la boca mientras que al otro no lo deja desatendido y lo masajea con una mano. Su pene, duro, se pega a mi sexo y levanto las caderas con ansia para rozarlo con él. Pablo suelta un rudo gemido cuando lo hago y esto me da rienda suelta y mucha confianza en mí misma para continuar haciéndolo y volverlo loco. Comienza a moverse sobre mí y es él el que roza su polla contra mi zona más erógena, ya húmeda y dispuesta para todo lo que queramos hacer. Termina de bajarme la ropa interior y me deja desnuda. Casi tengo la intención de taparme con las manos, pero algo en su mirada me indica que no lo haga. Se entretiene admirándolo de arriba abajo y me dice lo bonita que soy.
—No sabes lo perfecta que eres —me acaricia los muslos, de abajo a arriba, hasta parar muy cerca de mi sexo.
Jadeo.
Se lleva las manos a su pantalón, lo desabrocha y se lo quita, llevándose el bóxer con él. Su imponente masculinidad se impone ante mí y se me corta la respiración. Está muy que muy bien dotado el niñato.
En contra de todo pensamiento, me besa la barriga y acaricia los pechos, a la vez que baja poco a poco hasta parar y recrearse en mi depilado monte de venus.
—Pablo… —suspiro—. No… —le agarro del pelo y lo atraigo hasta mi boca.
—¿No te gusta? —musita. No consigo decirle que no—. Quiero hacerlo. Tú… solo… disfruta.
Vuelve a bajar buscando mi humedad y me da un lametón justo en el clítoris. Un calambre me traspasa. Gimo y me agarro a la almohada. Se aparta del centro de mi placer y riega de besos mis muslos. La anticipación me está matando y se lo hago saber.
—Pablo… vas a matarme.
—Me encanta cómo suena mi nombre en tu boca.
Abre los pliegues de mis labios y con la lengua los repasa de arriba abajo. Chupa con maestría, sopla y muerde justo en el momento y donde tiene que hacerlo. Un prodigioso orgasmo se va creando dentro de mí. Todas las terminaciones nerviosas se unen en una fiesta donde celebrar la explosión de placer. Aguanto, apretando los músculos de las piernas y los brazos, encogiendo el estómago hasta casi morir, preludio de lo que viene, para un momento después dejar escapar todo en un segundo y que un soberbio orgasmo se expanda y riegue de sexo todo nuestro alrededor. Pablo deja de lamerme cuando mi cuerpo para de convulsionar. Observo el brillo que mi humedad ha dejado en su boca, que limpia con el antebrazo.
—No ha estado tan mal —se sienta sobre la cama y abre un cajón.
¿Bromeas? ¡Ha sido brutal!
Coge un condón de la mesita, se lo pone con maestría ante mi atónita mirada y se arrodilla, majestuoso, delante de mí.
—¿Preparada? —sonríe a la vez que se agarra el pene con la mano derecha.
Asiento con la cabeza, se agacha e introduce la cabeza de su polla muy lentamente. Yo aún no me he recuperado de lo anterior y pego un pequeño grito. Me duele. Para y hace un gesto para retirarse.
—No —lo agarro del hombro y lo retengo—. No te vayas.
Se agacha y pone un brazo a cada lado de mi cabeza, con su cuerpo sobre el mío sin dejarlo caer del todo. Empuja y se introduce un poco más.
—Ahhh.
—¿Te duele? —susurra contra mi boca.
—Un poco —musito con la respiración muy irregular—. Pero no pares.
Vuelve a moverse y lo siento llegar hasta el fondo. De su boca sale un brusco jadeo, llegando a ser desgarrador. Yo grito.
—Joder, Nerea. Estás muy apretada —acompaña la frase de un beso muy tierno pero húmedo.
Cierro los ojos y lo siento dentro de mí. En mayúsculas, a Pablo, en todo su esplendor. Su grandeza, su calor. Cada parte de él se apodera de cada parte de mí.
Retrocede hasta casi salir y entra contenido. Realiza la acción varias veces hasta que para y pega su frente a la mía.
—Nerea —respira con fuerza.
—¿Qué? —consigo decir.
—Voy a explotar. No puedo tener más cuidado.
—Pues no lo tengas. Haz conmigo lo que quieras.
Suelta todo el aire y me besa como se besa cuando las ganas no te dejan reprimirte. Comienza a salir y a entrar, fuerte, tosco, sin compasión, sin celo. Mis gritos y sus jadeos se enfrentan como nuestros cuerpos que chocan sin medida. Su pelvis contra la mía, su sexo destrozando el mío, sus manos buscando las mías. Las agarra y me las deja sobre la cabeza. Con las piernas rodeo su cintura consiguiendo que llegue más profundo, que aborde mi lugar más recóndito y escondido. El pelo negro le cae sobre la frente, unas gotas de sudor brillan y ruedan por sus mejillas y aprieta los dientes y la mandíbula. Todos los músculos de su cuerpo se tensan convirtiéndolo en un Adonis espectacular. Me besa. Lo beso. Me muerde. Lo muerdo. Lengua. Dientes. Labios. Gemidos. Pablo se mueve de una forma magistral, prolongando el placer. Parando cuando los orgasmos, mío y suyo, asoman por las esquinas de nuestros cuerpos. Acelera el ritmo hasta casi volverme loca y lo aviso de que no puedo más.
—Me voy a correr, Pablo.
Me agarra de las caderas, las aprieta y me levanta la pelvis unos centímetros de la cama para entrar y salir con más facilidad y a un ritmo demencial, rápido, seco, seguro.
Grito a la vez que me dejo llevar. Lo siento derramarse dentro del condón y jadear junto a mi oreja. Se mueve sin parar hasta dejarse caer sobre mí, aguantando su peso sobre sus brazos. Su respiración, alterada, hace juego con la mía.
Unos segundos después, lo siento salir de mi sexo y se tumba a mi lado con un brazo sobre la frente.
—Deberías ser más coherente con tus palabras.
—¿Qué? —le miro, extrañada, y aún respirando con dificultad.
—Cuando has dicho que te ibas y que esto no pasaría jamás —sonríe.
—Yo no he dicho eso —me quejo y le doy un pequeño golpe en la costilla.
—Me alegro, porque quiero volver a repetir.
—¿Ahora? —la voz me sale demasiado aguda, denotando mi inquietud.
—No soy un dios. Dame… dos minutos para recuperarme —me guiña un ojo, se levanta y camina hasta el baño de la habitación.
No tengo ganas de levantarme, pero me hago mucho pis, así que lo sigo y entro detrás de él. La imagen que tengo delante de mí de repente me parece la más erótica que he visto desde hace tiempo: se agarra la base del pene con una mano, con la otra tira del condón, se lo quita y lo tira dentro de una papelera. Mira en mi dirección cuando se da cuenta de mi presencia.
—Disculpa, es que me estoy haciendo mucho pis.
—Todo tuyo —señala el inodoro y abre la ducha.
—¡No voy a mear delante tuya!
—¿Por qué no? Ya te estoy viendo desnuda —me señala.
¡Hombres!
—¿Puedes salir un momento?
—¡No! —me coge de la mano y tira de mí. Mi pecho choca contra el suyo.
—¿Qué haces?
—Vamos a repetir en la ducha —me agarra de la cintura y, en volandas, me deja bajo el chorro—. Date la vuelta.
—No quiero —me hago la dura.
Me coge de las caderas, me da la vuelta y pega mi culo a su miembro ya duro y dispuesto para volver a empezar.
—Aún no han pasado los dos minutos.
—Me has pillado. Sí soy un dios —susurra junto a mi oído y el agua comienza a evaporarse conforme toca mi ardiente piel.
Entro en la cocina y lo primero que percibo es su esencia anegándolo todo, pero hasta su aroma a limpio, feromonas y sexo pervertido queda reducido a cenizas ante su imponente aspecto. Lleva el pelo mojado, un chaleco de lana gris y cuello alto y unos vaqueros negros muy rotos que se le agarran a la cintura como me gustaría hacerlo a mí. Levanta la vista del teléfono cuando me ve llegar y sonríe.
—Tengo sed —señalo… No sé ni donde señalo. Parezco medio lela ahora mismo.
Abre el mueble, coge un vaso y me lo da.
—En el frigorífico —me indica dónde puedo conseguir agua fresca y me pide que me sirva yo misma.
Abro una botella casi congelada que encuentro en la puerta y a punto estoy de pegar el morro y beber directamente de ella, me apetece engullirla entera; no sé si para saciar mi sed o apagar el fuego que sigue muy activo dentro de mí. Pablo sabe cómo llevar a una mujer al límite y hacerla estallar. El niñato tiene muchas tablas en lo que a sexo se refiere. Sabe cómo tocar, dónde tocar y cuánto tocar. Todavía siento su calor en las mejillas y su tacto por toda la piel.
—Estabas sedienta. —Me percato de que ha fijado la mirada en el simple acto de beber. Asiento con la cabeza y dejo el vaso sobre la encimera.
—Vamos. Te llevo a comer algo —hace un gesto con la cabeza para que vaya detrás de él.
—Yo ya he cenado —lo sigo hasta el salón y veo que se guarda una cartera en el bolsillo de la chaqueta.
—¿No te ha dado hambre lo que acabamos de hacer? A mí sí, mucha —levanta una ceja y yo me convierto en un tomate maduro.
—No puedo irme, tengo que esperar a que me arreglen la puerta —me excuso.
Coge un llavero de la mesa, me lo tira y lo cazo al vuelo.
—Ha venido mientras estabas en la ducha. Las ha dejado aquí.
—¿Así? ¿ Un desconocido te ha dado las llaves de mi casa sin más?
—He salido al escuchar los golpes. Le he explicado que te había dejado exhausta en la cama después de echarte tres polvos y que yo te las haría llegar.
La mandíbula me llega al suelo y los ojos se me van a salir de las órbitas. Supongo que no le ha contestado eso al cerrajero, sin embargo, una parte de mí, esa que comienza a conocer de verdad a Pablo, me susurra al oído que no dé nada por sentado en lo que a él se refiere. Me mira con una sonrisa socarrona, camina hasta la puerta y la abre.
—Como no nos demos prisa, no vamos a pillar nada aceptable abierto —me insta a que salga, pero yo no me muevo del sitio.
¿De qué va todo esto?
—No te estoy pidiendo una cita. Solo tengo hambre —precisa.
Y a mí me queda bastante claro.