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VIDA NUEVA, SOFÁ NUEVO
El tío enorme, guapo y atractivo hasta casi rabiar que me mira sonriente es Pablito. El niño que rondaba por mi casa corriendo junto a Cris. Su mejor amigo desde los cuatro años, hijo de nuestros vecinos y un incordio para mí. Siempre me perseguían a todos lados, yo los echaba de muy malas maneras y, al cabo de un rato, me los volvía a encontrar. Lo miro de arriba abajo, durante demasiado tiempo y muy descarada, tanto que, cuando llego a su cara, sus ojos me esperan clavados en los míos. Aparto la mirada, avergonzada, y trato de disimular lo mucho que me ha impresionado. Pablo ha crecido. Y mucho.
Me quedo muda, prácticamente sin nada que decir. Pablo se acerca a mí, me agarra de la cintura y se agacha hasta juntar nuestras mejillas y darme dos besos que recordaré mientras viva. Sus labios, cálidos, rozan mi piel erizando todos los vellos de mi cuerpo. Yo diría que se entretiene demasiado y que alarga el contacto más de lo necesario, pero no me quejo. Me da tiempo a sentirlo en muchas partes de mi cuerpo, noto su fuerte mano apretar sobre la parte alta de mi cadera, la otra me acaricia el cuello aprovechando que me aparta un mechón de pelo de la mejilla, sus calientes labios demasiado cerca de los míos y su pecho rozando mi hombro izquierdo… uff qué calor me entra, casi ardo ante su cercanía. ¿Qué me pasa? Parezco una quinceañera con las hormonas revolucionadas. Nunca me he sentido así antes, ni siquiera cuando conocí a Sebastian, que me gustó desde el primer momento.
Cuando se retira, me mira, divertido.
—No nos vemos desde hace mucho —dice sin soltarme de la cintura.
Lo sé, creo que la última vez él lleva ortodoncia y yo el pelo por la cintura.
—¿Te ha comido la lengua el gato? —pregunta divertido.
Doy un paso atrás y me separo interponiendo distancia entre los dos.
—Salgo a dar una vuelta. Querréis hablar de vuestras… cosas.
—Vamos a beber cerveza y escuchar música —Cristina saca una del frigorífico y se la ofrece a su amigo.
—No quiero molestar. Mejor me voy.
—Vamos, quédate —me pide Pablo—, si te vas ahora, me sentiré fatal —la abre y le da un trago—, parece que lo haces por mí —sonríe y… ¡Madre mía qué sonrisa! Preocupado porque me vaya no lo veo.
—Déjala. Necesita que le dé un poco el aire —Cris sonríe sardónica. Sabe que algo me pasa.
Me meto en la habitación, cojo la chaqueta bomber negra, me la pongo y salgo de nuevo. Cris y Pablo ríen a carcajadas sentados en el sofá. Casi ni se dan cuenta de que me marcho.
Ya en la calle respiro varias veces antes de comenzar a caminar. Me mareo un poco al ver tanto espacio abierto ante mí. Llevo más de una semana metida en una lata de atún de treinta metros cuadrados. Madrid, la ciudad en la que llevo treinta y cuatro años viviendo, la que me ha visto nacer, por la que he paseado incontables veces, esa que disfruto al máximo y que me enamora cada día, ahora se me antoja demasiado grande. Cierro los ojos y aprieto los puños. Me digo que no pasa nada, que todo se arreglará de una forma u otra y volveré a querer comerme la vida como siempre he deseado. Algún día, no muy lejano, Nerea regresará con más fuerza que nunca.
No recuerdo muy bien por donde camino. Me dedico a dar un paso detrás de otro sin pensar demasiado. Respiro, parpadeo y me muevo. El frío me corta la cara mientras trato de no parar, si lo hago, estoy casi segura que no podría volver. Me da miedo detenerme y darme cuenta de todo lo que he perdido, de todo lo que dejo atrás. Tengo que centrarme y pensar en todo lo que me queda por ganar.
Vuelvo al apartamento un rato después, no sé si una hora, dos o tres. El sol se ha escondido tras el skyline convirtiendo el cielo de la ciudad en un precioso óleo de colores naranjas, amarillos, rosas y morados. Entro en el piso y Cristina y Pablo siguen en el salón, esta vez sentados sobre la alfombra que cubre casi todo el suelo. Ríen tanto o más que cuando los he dejado. Sobre la mesita baja yacen cinco o seis botellines vacíos junto a un par de paquetes de patatas sabor jamón y un cuenco con aceitunas.
—Hola —saludo, intentando convertir mi rostro en una cara afable.
—Estábamos a punto de salir a buscarte o llamar a los GEOS, has tardado demasiado —dice Cristina sin un atisbo de preocupación en la voz.
—Si, ya —murmuro para mí.
—Déjala, ya es mayorcita —contesta Pablo, sonriendo, casi al mismo tiempo que yo. No sé explicar cómo me sienta la frase. A primera vista puede parecer que me defiende (y si tuviera quince años, sería así), pero no, yo tengo treinta y cuatro y muy pocas ganas de bromear. Vivo, según palabras textuales de mi querida hermanita, con un palo metido por el culo que me cuesta mucho sacar. En fin, que la cara que le pongo debe ser como la de la niña del exorcista dando vueltas sobre la cama pero sin darlas. Incluso me atrevo a decir que se asusta, sin saber todavía que Pablo no se asusta con casi nada, solo con él mismo. Esa sonrisa impertinente con la que me habla se le corta, y, menos mal, porque a mí me sobran ganas de borrársela con una buena bofetada.
«Niño, esas bromas no se hacen a una mujer mayor de treinta, recién separada y con la autoestima tres metros por debajo del nivel del mar».
—¿Tienes hambre? —media mi hermana, levantándose del suelo con una velocidad y agilidad que también me fastidian. Argg. Me odio hasta yo misma.
«No, gracias. El niñato este me ha quitado el poco apetito que tenía».
—No me apetece comer nada —me quito el abrigo y lo dejo sobre una silla.
—Vamos a pedir comida japonesa —trata de convencerme sabiendo lo que me gusta. En otras ocasiones ese truco le ha funcionado muy bien, cada vez que nos enfadamos, se presenta en casa con dos karéraisu y sashimi que, junto con un «te quiero», me gana sin tener que hacer o decir mucho más.
Cuando termina la frase, me encuentro ya en la habitación deseando que llegue la hora de dormir, despertarme por la mañana y empezar con la lista de tareas que he pospuesto para el lunes, día designado para dejar de autocompadecerme y volver a ser una mujer de esas que pueden con todo y no llora ni rumia las penas por las esquinas. Nueve días tienen que ser suficientes para hacer borrón y cuenta nueva. Los nueve días que llevo sin noticias de Sebastian.
Una semana hace que no me alimento en condiciones, así que creo que haré exactamente lo mismo (básicamente, no comer), pero mi estómago empieza a rugir desesperado. Espero a que pase la mala hora, sin embargo, reacciona con unos dolores abdominales que me merezco. Lo estoy tratando fatal. Salgo de debajo de la colcha de cerezas en pijama y con un moño desaliñado del que escapan varios mechones que caen sobre mi cara, escucho a Cris en la ducha al pasar por la puerta del baño y entro en la cocina. Me llevo un susto de muerte, no me esperaba encontrar a Pablo fregando los platos en la diminuta estancia a esas horas.
—¡Mierda!
—¡Joder! —dice a la vez que me agarra de los hombros con fuerza.
Levanto el mentón y nuestras miradas conectan. Descalza como me encuentro, la diferencia de altura se acrecienta, en ese momento me parece que mide más de dos metros. Durante unos segundos no reacciono, sus ojos y su eterna sonrisa me transportan a otro lugar donde nada ni nadie (ni mi yo actual) existimos. Poco después protesto.
—Qué susto me has dado.
—Lo mismo digo —responde a la vez que se seca las manos con un trapo.
—¿Quieres dejar de atropellarme? —me aparto dándole un pequeño empujón.
—¡Eh! Has sido tú, yo no me he movido —contesta. Lo sobrepaso y él se gira en mi dirección.
—Ponte un puto cascabel —musito entre dientes mientras abro el frigorífico, pero no me escucha o no quiere hacerlo.
—Cris te ha dejado sushi en la primera balda.
—Es un poco tarde, ¿no tienes casa? —saco el plato y me giro para dejarlo en la encimera, sin embargo, vuelvo a encontrarme con su cuerpo de frente muy cerca del mío. ¿Pero a este niño no le han enseñado a no asaltar el espacio personal de las personas? Vale que la cocina mide metro y medio cuadrado, pero no tenemos que rozarnos cada vez que nos movemos.
—Si te dijera que malvivo debajo de un puente… ¿me dejarías dormir aquí? —y su voz me parece sensual a la vez que impertinente, tal vez esto último sea reflejo de la maldita sonrisa que le acompaña.
—Esta no es mi casa, si Cris deja que te quedes en el sofá, yo no tengo nada que objetar —trato de que suene como lo siento, me da completamente igual. Doy un paso a la derecha para salir de allí, pero él se mueve en la misma dirección, cortándome el paso.
—Me refiero contigo, en tu cama —y esta vez su voz es un sonido áspero y sexual de esos que se te meten en las entrañas y te explotan sin avisar porque además denota una seguridad aplastante. Trago con dificultad y contesto todo lo ingeniosa que sé: sin genialidad ninguna.
—Mi cama está muy lejos de aquí y, créeme, te perderías en ella.
—¿Qué te hace pensar eso?
Dudo si contestarle o no, pero mi perorata terminaría con un «solo eres un niñato que mide casi dos metros de altura, pero no tienes ni puta idea de la vida» y no tengo ganas ni fuerzas de discutir con nadie.
—Déjame pasar, tengo hambre.
—¿Por qué te caigo tan mal? —cambia el tono por uno más rudo.
—No me caes mal, casi no te conozco.
—En eso llevas razón, lo que no entiendo es por qué no quieres hacerlo.
—Eres amigo de Cristina, no mío.
—Podríamos serlo si tú quisieras.
—Envíame una solicitud al Facebook y me lo pienso —contesto de forma muy irónica. Tanto que sin decir nada más se aparta, deja caer su escultural cuerpo sobre la pared, se mete las manos en los bolsillos y me deja pasar.
Me siento en el sofá con las piernas cruzadas y el plato sobre ellas, enciendo el televisor y sintonizo uno de los canales donde emiten una serie detrás de otra intentando ignorar a Pablo que sale de la cocina. En ese momento entra Cristina con unos vaqueros, un abrigo verde botella y el pelo recogido en una coleta alta.
—¿Te vas? —pregunto mientras su amigo se pone la chaqueta. Son más de las once de la noche.
—Me han llamado de la revista, ha habido un problema de última hora con las fotos y hay que arreglarlo antes de que esta noche entre en rotativas. Pablo va a acompañarme —se agacha y me besa en la mejilla—. No creo que vuelva, su casa me pilla más cerca.
No estoy segura de por qué, mis ojos se desvían buscando los suyos y se encuentran. Dura un segundo, pero a mí me ha parecido mucho más. Me da tiempo a darme cuenta del brillo que desprenden, de las motas anaranjadas que rodean sus pupilas, de la pequeña brecha en el mentón y de cómo moja sus labios con la punta de la lengua para luego esbozar otra sonrisa. Maldito cabrón, sabe el efecto que tiene en las mujeres. Pues conmigo va listo el muchacho.
—¿Estarás aquí cuándo vuelva mañana?
—Pasaré el día en la oficina —contesto, desconectando mi mirada de la de Pablo, sin embargo, no dejo de observarlo discretamente.
—Llámame si necesitas algo.
—Tranquila. Estaré con Joel.
Esa noche duermo mucho mejor que todas las anteriores, no necesito pastilla, la que me deja grogui durante más de diez horas. Y aunque sólo han sido seis, me siento tan satisfecha que a las ocho de la mañana desayuno en la cafetería de la esquina, engalanada con un vestido negro ajustado hasta media pierna de canalé y mangas largas con un escote de pico que me hace unos pechos considerables, un abrigo de corte clásico con cuello alzado beige y unos zapatos negros de salón de ocho centímetros de altura. El pelo rubio lo dejo secar al viento y lo llevo al natural, despeinado en rizos incontrolables. Me siento atractiva conforme me arreglo esta mañana.
Entro en la oficina pisando fuerte y enorgulleciéndome de ella. Toda una planta en la calle Marqués de Cubas. Me ha costado años de trabajo y esfuerzo conseguirla. Aún recuerdo el día en el que Sebastian me acompañó tan ilusionado como yo a verla. Siempre me decía que se enorgullecía de mí y me animaba a crecer profesionalmente. Me apoyaba en las decisiones y me aconsejaba si lo creía conveniente. Hace tanto de eso que me parece que fue en otra vida.
La finca aún tiene una hipoteca considerable que sigo pagando, pero no me arrepiento de ello, la empresa es como una parte de mí. Una importante, de esas que te hacen feliz, de las que notas si te faltan. De las que tiran de ti cuando tú no encuentras las ganas de seguir. No tengo muchos trabajadores, no me hace falta. Casi todo lo ocupa la exposición en la que le enseñamos al público lo que somos capaces de hacer. No vemos imposibles y queremos que el resto del mundo lo sepa. Nuestros clientes siempre quedan más que satisfechos y encantados con el resultado de nuestros esfuerzos.
Saludo a Mía, mi secretaria, nada más cruzar el vestíbulo. Es evidente su sorpresa al verme allí, llevo casi dos semanas desaparecida, pero la alegría supera la anterior emoción. Se levanta y me abraza. No he avisado de mi llegada, ni siquiera Joel, mi ayudante y mano derecha, está al tanto de mi decisión. Llamo a la puerta de su despacho por cortesía (y por prudencia), antes nunca lo hacía, sin embargo, una tarde me lo encontré con los pantalones bajados y cara de satisfacción mientras Toni, su novio desde hace más de dos años, se lo trabajaba de rodillas (ya me entendéis). Tuvimos una pelotera al respecto y me prometió que jamás volvería a hacerlo, había sido un arrebato después de una discusión y, como todos sabemos, la tan deseada reconciliación. Lo comprendí, pero le pedí que dejara esas cosas para la intimidad de su hogar o de un cuarto de baño lejos de donde yo estuviera. La imagen me castigó durante semanas. Fue una de las normas que impuse después de esa experiencia: nada de sexo en la oficina.
—Dichoso son los ojos que te ven —mi ayudante se levanta y me da un abrazo que casi me rompe.
—¿Te has vuelto a cambiar el color de pelo?
—El morado ha pasado de moda, ahora el verde es lo más cool —termina el saludo dándome dos besos al aire—. Cuéntame, Virgen de los Dolores ¿qué es lo que ha pasado?
—No tengo ganas de hablar de ello —dejo el bolso negro de terciopelo sobre la mesa.
—Dime al menos que estás bien, queen, y que se la cortaste antes de largarte de casa —hace el gesto con la mano a la vez que lo dice.
—Ganas no me faltaron. ¿Cómo va todo por aquí?
—Eres una mala pécora, ni siquiera has contestado a mis llamadas esta semana —me recuerda que aún no he encendido el móvil—. He necesitado que decidieras sobre temas importantes en varias ocasiones, he estado a punto de perder el pelo durante estos días. Te perdono si me regalas un tratamiento de esos que cuestan un dineral en la calle Serrano —dice en serio. Camina hasta su agenda y la abre sin mirarla—. Dejarme solo ante el peligro poco más de un mes antes de navidad ¡Qué horror! Mira —alarga las manos y me las enseña—, me he estado comiendo las uñas ¡Esto ya no se lleva! Y he debido perder dos kilos, eso te lo tengo que agradecer.
—Pero si tú eres delgado —sonrío. Me encanta su frescura y su forma de hablar. Joel siempre ha sido una persona que transmite alegría y positivismo aunque te esté contando que al mundo le quedan pocos segundos para explotar.
—Ne, reina, no hurgues. Me estaba saliendo barriga cervecera —pone los ojos en blanco—. Bueno, a lo que iba —posa la vista sobre su agenda de brillantes swaroskis rosas—. Hoy tenemos reunión con el señor Almagra a las diez, piensa que estás de viaje, se alegrará de verte. Por cierto, si te preguntan, has estado tomando el sol en una isla desierta, alimentándote de cocos y bebiendo daiquiris—ahí me habría gustado estar. Sí señor—. A las doce, el señor y la señora “Reinas de Inglaterra” —así llama a una pareja de ancianos que celebrarán sus bodas de oro en Marzo y que tanto ella como él tienen un parecido razonable con Isabel II. Si, los dos.— nos enseñarán las sillas y mesas que desean para el evento, necesitan el visto bueno. Y después hemos quedado para comer con Toni.
—Te lo agradezco, pero me quedaré aquí a adelantar trabajo. Comeré una ensalada de Manolitos.
—Pero ¿por quién me tomas? —levanta los brazos, escandalizado—. No hay trabajo que adelantar. Lo he llevado todo al día. Puedes estar orgullosa de mí. Nos acompañas en el almuerzo y te cuento todo lo que ha pasado mientras tú estabas de vacaciones. Y mi amor se queda tranquilo, nos has tenido muy preocupados.
La mañana pasa rápida y recuerdo lo que me gusta mi trabajo. El trasiego, el contacto con la gente, las prisas, tomar decisiones, actuar con vehemencia aunque esté un poco perdida. Vuelvo a ser yo aunque solo sea durante unas horas. Ir a esa comida a uno de los restaurantes preferidos de mi ex marido me demuestra que he perdido un poco el norte. Lo pienso, no es tan descabellada la idea de poder encontrarlo allí, pero coño ¿tan mala suerte voy a tener? Desecho la idea y me animo a pasar un rato agradable con Joel y Toni en el Ten Con Ten.
Mala suerte es mi segundo nombre.
Cuando llego, Toni me abraza con fuerza y me giro en lo que a mí me parece una vuelta demasiado rápida y a demasiada altura. Total, que bajo mareada, nunca me han gustado las atracciones de feria y parece que acabo de subir en una de ellas. El novio de Joel es un hombre de unos cuarenta años, diez más que él, con la cabeza rapada, músculos de gimnasio y un tatuaje en la mano derecha que no sé qué significa y nunca me ha dado por preguntar. Se dedica a la enfermería, una gran persona y muy cariñoso.
—Estás delgadísima, Diva Elsa —siempre me llama así. Dice que me parezco a Elsa Pataki. A mí me hace mucha gracia. Pataki y yo solo tenemos en común que somos hembras humanas. Y la altura, eso es cierto.
—Gracias, Toni, por el doble cumplido —me agarro a su brazo para no caer al suelo. Aún me siento bastante mareada.
Joel y él se funden en un abrazo y se dan un corto pero amoroso beso que me da hasta un poco de envidia, de la sana, no os creáis. Me alegra ver a la gente tan feliz. Yo no recuerdo la última vez que Sebas me besó así. De una forma breve pero intensa, deseada. Como si esa mañana se hubieran levantado sólo para poder vivir ese momento y entregarse todo en un gesto tan sencillo y cotidiano para una pareja.
El restaurante se encuentra a reventar, como cada día a esta hora. No tenemos un sitio muy íntimo y apartado, desde donde estamos se ve la barra e incluso la puerta de entrada. Joel me habla sobre nuestro trabajo más importante antes de que termine el año, la preparación de una cena de Navidad de una de las empresas más importantes de todo el país que se celebrará dentro de un mes, cuando atisbo su pelo detrás del cristal de uno de los ventanales.