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LISTA DE LA COMPRA: VIBRADOR, BRAGA COMESTIBLE Y OSO DE PELUCHE
El martes me encuentro enterrada en papeles y telefoneando a la gestoría por el maldito cierre fiscal. Joel entra cada diez minutos en mi despacho y apila carpetas a mi lado, sobre la mesa, en el suelo… Miro alrededor y me tapo los ojos con las manos intentando que todo el caos desaparezca, pero cuando los abro siguen ahí. Mi ayudante de pelo verde me anima invitándome a comer en Manolitos y prometiéndome que ni él ni Mía se irán a casa hoy si no conseguimos terminar a tiempo todo el trabajo atrasado. Para colmo, los Serrano, una familia muy adinerada e influyente de la ciudad, nos ha contratado a última hora para que organicemos su comida de Navidad familiar dentro de… ¡dos días! Le pido a Joel que centre sus esfuerzos en cerrar ese tema y que yo me encargo de todo lo demás. Uno de los gestores aparece una hora después y me salva de morir ahogada entre tanto papeleo. Se lo lleva todo en un carrito y por fin puedo ver mi mesa despejada. Apoyo la frente sobre la madera y respiro hondo, pensando en lo bien que me vendría un fin de semana de tranquilidad, pero no me da tiempo a relajarme, una llamada en mi teléfono móvil me obliga a levantar la cabeza y volver a la realidad. El número desconocido hace plantearme si cogerlo o no, no suelo dar mi teléfono personal para temas de trabajo, así que dudo que se trate de un cliente; normalmente llaman a la oficina, a Joel o a Mía. Aún sabiendo esto, descuelgo sin dar demasiado importancia al hecho de no tener ni idea de quién puede tratarse.
—Buenas tardes, ¿Nerea? —escucho una voz muy varonil al otro lado.
—Si, hola. ¿Quién es?
—¿Que no recuerdes mi voz debería molestarme? Tal vez estés haciéndote la interesante… y déjame decirte que se te da muy bien.
—Lo siento, pero sigo sin saber quién eres —levanto el semblante al escuchar que la puerta de mi despacho se abre. Joel entra cargado de papeles. Le pido silencio llevándome el dedo índice a los labios y él toma asiento frente a mi mesa. Pulso el manos libres para que mi ayudante escuche la conversación y me ayude a descifrar el enigma.
—Me dejas el ego herido —dice con una seguridad aplastante. Dudo que ese ego pueda verse afectado por nada—. Espero que me ayudes a recuperarlo cenando conmigo esta noche —Joel levanta las cejas y abre muchos los ojos. Leo en sus labios «¿Quién es?». Me encojo de hombros y sigo.
—No salgo con desconocidos.
—Me alegra no ser uno de ellos. Te recojo a las diez —y cuelga.
—Pero, ¡Reina! ¿Quién es el dueño de esa sensual voz? —pregunta Joel, interesado, casi más que yo. Voy a contestarle cuando mi móvil vibra a la vez que suena sobre la mesa. Lo miro y un mensaje de texto parpadea en su pantalla.
«Soy Michelle. Ahora tengo muchas más ganas de conocerte». El desconocido ya tiene nombre. El trabajo me ha absorbido tanto estos días que ni siquiera he reparado en que no me había llamado tal y como prometió. Mi asistente, al verme la sonrisilla en los labios, insiste y vuelve a preguntarme quién es.
—Y no me digas que no lo sabes. ¿A qué viene esa sonrisa? ¿Está bueno?
En un principio decido callarme, cerrar el pico y no contarle nada, sin embargo, pierdo la guerra unos segundos después. Joel sabe sonsacarme cualquier información sin necesidad de torturas chinas. Él me mira, suelta dos o tres frescas que dan justo en el clavo y yo acabo cantando y recitando hasta El Quijote. Así que hablamos sobre mi cita de esta noche: el hombre misterioso, atractivo, decidido y seductor que los dos conocimos en la puerta de un gastrobar hace unas semanas. Al saber de quién se trata, me anima a pasarlo bien y a darlo todo esta noche. Se ofrece a acompañarme y ayudarme con el modelito que llevaré en la cita.
A pesar de la cantidad de trabajo que aún nos espera a los tres el resto de la tarde, decidimos salir a comer a Manolitos. Mía nos cuenta que su novio la ha llevado este fin de semana a Valencia a conocer a sus suegros y que lo ha pasado fatal tratando de entender el humor negro del padre de Fran. Volvemos a la oficina a eso de las tres y media, después de dos tapas engullidas mal y rápido. Abro la puerta del despacho y dejo el bolso negro de Chanel sobre la mesa. No me da tiempo a sentarme cuando el móvil comienza a sonar. Lo saco y leo en la pantalla el nombre de Carol. Me parece raro que me llame aunque no descabellado, pero hablé con ella esta mañana mientras desayunaba y quedamos en vernos el jueves, día de Nochebuena, al mediodía para tomar un vino y celebrar el día.
—Hola, cariño. ¿Ocurre algo?
Al otro lado de la línea solo escucho sollozos y lamentos. Me asusto y me llevo la mano al pecho.
—Carol, ¿estás bien? ¿Qué ha ocurrido? —repito insistentemente.
—An… An… —no escucho mucho más.
—¿Los niños están bien? —alzo la voz, preocupada—. ¿Tú estás bien?
—Si… si… —sigue llorando—… ¿Puedes…? ¿Puedes… venir a casa ahora?
—Por supuesto que sí, pero dime qué ha pasado.
—An… Andrés… Creo que Andrés me engaña.
—Pero… ¿qué dices? —No entiendo muy bien de qué habla. Andrés la engaña… ¿en qué sentido? ¿Está con otra? ¿Tiene una amante? No me lo creo. No le pega nada.
—Pues eso… No… No…
—Está bien. Estoy allí en veinte minutos. Tranquilízate.
Me despido de Joel y Mía y me disculpo con ellos por tener que desaparecer así con todo el trabajo que aún nos queda hoy, pero deben verme la cara desencajada y preocupada porque no me preguntan si quiera si pienso volver o no. Paro un taxi que cruza la avenida y llamo a Rocío para contarle la extraña llamada que me acaba de hacer Carol. Ella se queda tan estupefacta como yo y me promete que nos veremos en casa de nuestra amiga en pocos minutos. Dudo mucho que Andrés le esté siendo infiel a Carol, pero esta no se altera por nada, algo debe de haber descubierto para reaccionar así.
Cuando entro en su casa la encuentro mucho más tranquila. Sigue sollozando, pero al menos puede hablar y no balbucea como si tuviera una naranja en la boca. Le doy un beso y un abrazo y preparo café mientras ella se ducha y a Ro le da por aparecer.
—¿Cómo está? ¿Te ha contado ya lo que ha pasado? —me pregunta Rocío mientras se quita el abrigo y yo cierro la puerta detrás.
—Estamos esperándote. No tengo ni idea.
—Y parecía tonto —se refiere a Andrés—. Todos son iguales… al final, te la dan con queso.
—No digas estupideces —le reprendo. Entro en la cocina y ella lo hace detrás—. No sabemos qué ha ocurrido y dudo mucho que Andrés sea de esos. Tiene que haber una explicación. ¿Quieres té?
—Una Coca Cola.
Abro el frigorífico, cojo una y la sirvo en un vaso con hielo. Se la ofrezco y ella bebe.
—No es natural que solo tengamos una pareja sexual… ni sano.
—Calla, loca. Claro que lo es.
Carol llega al salón al mismo tiempo que nosotras, le pongo el café delante y tomamos asiento una en cada sillón. Ro en medio de las dos.
—Carol, cariño. ¿Puedes explicarme por qué piensas que tu marido te engaña con otra? —pregunto a través de la humeante taza que aguanto con las dos manos. Ella se levanta y, sin decir una palabra, se acerca al mueble del televisor, coge lo que parece un papel y me lo da para que lo lea. Parece un ticket de compra de una tienda de artículos y juegos sexuales muy conocida. Hay de todo, desde un mini vibrador, lubricante, bragas comestibles, látigo de piel… hasta…
—Lo que no entiendo es lo del oso de peluche —habla ella quitándome las palabras de la boca. Iba a decir lo mismo.
—¿Qué es esto? —pregunto, desorientada. Rocío me lo quita de las manos y le echa un vistazo.
—Eso mismo me pregunto yo. Lo he encontrado en una bolsa de plástico en la que Andrés trajo carpetas anoche.
La miro con sorpresa.
—Joder —suelta Ro.
—No pongas esa cara. Nosotros no utilizamos esas cosas… Dime tú… Dame una explicación lógica de por qué o para qué lo ha comprado.
—Tal vez no sea de él. —No me imagino al serio Andrés entrando en un Sex-shop y adquiriendo todos estos artículos sexuales y ¡mucho menos utilizándolos! No digo yo que no sea un pervertido en la cama, pero Carol hubiera hecho alusión a ello en algún momento de nuestras largas charlas, o tal vez ha decidido no contarlo. En la cama cada uno hace lo que quiere. Ni me he metido nunca ni lo voy a hacer ahora, sin embargo, algo me dice que el marido de mi amiga no innova demasiado en ese sentido. Una vez me contó que le roció el cuerpo con nata y que le sorprendió bastante, por ello, descarto la idea de que Andrés haya comprado todo eso.
—Maldito mal nacido… —la andaluza sigue echando espuma por la boca. Ahora mismo le estará deseando una gripe aviar.
—¿Y de quién va a ser? ¿Por qué viene en su bolsa? —se hace preguntas en voz alta que yo no puedo contestar.
—Cariño, pensemos las cosas. Estoy segura que Andrés no te engaña con otra. Tiene que haber una explicación lógica a todo esto. Habla con él, seguro que…
—Seguro que nada. ¿Para qué quiere él un vibrador? O… ¿un látigo? —pregunta con sorpresa— ¿Os va el sado? —abre tanto los ojos que se le van a salir de las órbitas. En ese momento, Andrés abre la puerta del piso y entra en el salón con un maletín en una mano y unos papeles que lee en otra. Levanta la cabeza, nos ve y nos saluda.
—¿Reunión de chicas? No sabía nada —sonríe, cálido.
En ese momento, Carol coge un jarrón de encima de la mesa y se lo tira con todas sus fuerzas a la cabeza, Andrés lo esquiva en el último momento y este se estrella contra el suelo del vestíbulo haciendo un ruido estrepitoso. La cara del hombre lo dice todo, mezcla de susto, sorpresa y confusión.
—Pero…
—Tú, ¡eres un cabrón! —lo señala con el dedo—. Pero ¿cómo se te ocurre engañarme de esa forma?
La mirada de Andrés va de su mujer a mí, de mí a Rocío, de Rocío a su mujer y vuelta a empezar. Todo sucede en un segundo, pero veo a Ro llegar hasta él, darle un guantazo y una patada en los huevos. El hombre reacciona retorciéndose de dolor y agachándose a comprobar que sus gónadas siguen en su sitio.
—La bofetada es por listo, la patada por engañar a mi amiga con alguna puta de tres al cuarto ¡listo!, ¡que eres un listo!
Tras unos segundos de confusión, el apaleado coge aire, se incorpora y logra decir una frase completa después de que casi se quede eunuco de por vida.
—Pero ¿se puede saber de qué cojones estáis hablando?
Carol coge el ticket de encima de la mesa, camina hasta él y se lo tira a la cara. Éste lo caza al vuelo y lo lee.
—De esto. ¿Creías que no me iba a enterar? ¿Desde cuándo llevas engañándome? Por dios, Andrés. ¡Los niños! —Levanta la mano, desesperada.
El marido de la afectada, camina hasta una silla, se sienta y deja el papelito (prueba fehaciente del delito) sobre la mesa del comedor.
—A ver que me aclare —nos mira a todas—. Creéis que tengo una amante —afirma; y nosotras no decimos nada—. Creéis que tengo una amante —repite—. Y supongo que todo esto lo he comprado para utilizarlo con ella. ¿Me equivoco en algo? —Rocío va a contestarle, pero como sé que lo único que saldría por esa boca en estos momentos sería una fresca, la paro con la mano y seguimos calladas. Él se saca el teléfono del bolsillo de la chaqueta y realiza una llamada.
—Virginia, por favor. ¿Podrías enviarme una copia de la factura de la compra que hiciste ayer de todos los empleados para el amigo invisible? … Si, la de la cena de mañana… No, envíamela al WhatsApp… Una foto está bien. Sólo quiero comprobar una cosa… De acuerdo. Gracias.
Unos segundos después un pitido avisa de que le acaba de llegar un mensaje. Se levanta, le da el teléfono a su mujer y desaparece por el pasillo que va hacia las habitaciones. En cuanto dejamos de verlo, Ro y yo nos acercamos a nuestra amiga a comprobar qué ha recibido.
Mientras me arreglo para mi cita, hablo con Carol por el manos libre y me termina de explicar lo que ha ocurrido. Justo después de darnos cuenta de que habíamos metido la pata, –ellas dos más que yo (yo confiaba en que Andrés no la estaba engañando)–, nos fuimos con el rabo entre las piernas cada una a nuestra casa. Resulta que todo el departamento encargó a la secretaria de planta que comprase los regalos para el amigo invisible de la cena de la empresa que se celebrará mañana. Convinieron entre todos que se tratase de bromas más que regalos y a uno se le ocurrió la gran idea de enviarla al sex-shop. Andrés cogió la primera bolsa que vio más a mano para meter las carpetas que anoche debía traer a casa para poder seguir trabajando en un caso importante que le trae de cabeza; y el ticket estaba dentro. Creíble, ¿no? A mí me lo parece, así que me despido de ella haciendo alusión a mi confianza en su marido y le recuerdo que hemos quedado pasado mañana. Me hago una foto de cuerpo entero y se la envío a Joel. En un principio iba a ayudarme para la cena, pero la tarde se complicó y él no confía mucho en mi gusto a la hora de elegir modelito. Recibo su beneplácito en forma de emoji sonriente y con corazones en vez de ojos. Me quedo más tranquila después de escuchar (ver) su opinión y termino de maquillarme los ojos. Dejo el lápiz de labios dentro del bolso negro a juego con mi vestido negro ajustado cortado por encima de las rodillas, mangas largas y escote redondo, dejando entrever mucha piel por encima de mis pechos. Escucho el portero automático y camino hasta él para descolgarlo. Escucho su voz a través del mismo y aviso de que bajo en un minuto. Me echo un vistazo frente al espejo que tengo delante y me cubro con un abrigo rojo conjunto con mi labial. Me atuso el pelo que he dejado suelto y ondulado y me dispongo a salir. Cierro la puerta de un portazo y llamo al ascensor. Salgo a la calle y busco a Michelle junto a la acera. No lo encuentro por ningún sitio.
—¿Nerea? —Esta vez, la voz, me eriza los vellos de la piel. Pablo, a mi derecha, me mira dislocado—. Estás… estás… ¡wow! —levanta la mano señalándome. Yo me sonrojo y no consigo decir nada—. ¿Sales un miércoles? Chica mala… —sonríe—. Yo que pensaba invitarte a helado —levanta una bolsa que agarra con una mano. Muy buen truco, Pablito, pero no me harás creer que ahí llevas helado y que lo has comprado expresamente para mí.
—En otra ocasión, tengo que irme. —Intento despedirme de mi vecino cañón y salir corriendo (confiando que los zapatos de tacón de diez centímetros de altura me permitieran hacerlo), pero en ese momento, Michelle llega hasta nosotros.
—Buenas noches, Nerea —me da un beso en la mejilla—. Estás preciosa. —No se me escapa la cara de sorpresa de Pablo, que nos mira como si hubiera visto un fantasma… un fantasma desnudo—. Disculpe —se dirige ahora a Pablo—, tenemos mucha prisa —me agarra de la mano y tira de mí, llevándome con él.
Como un caballero, me abre la puerta del coche y subo. Espero a que tome asiento al otro lado y miro hacia donde aún se encuentra Pablo, de pie, sin perder detalle de la situación. Michelle arranca y me dice que llegaremos enseguida. Desconecto mi mirada de la de «Pecado Mortal» y atiendo a mi cita como se merece.
La noche pasa distendida. Cenamos en un restaurante muy exclusivo de las afueras de Madrid, en una sala solitaria, iluminada con velas y con un camarero para nosotros solos. Me cuenta que nació en Chicago, allí realizó sus primeros estudios de leyes, pero en un viaje con amigos a España se enamoró del país y decidió terminar de formarse aquí y trasladarse definitivamente a Madrid un par de años después de que su hermano pequeño también lo hiciera. En un principio pienso en ahorrarle los desafortunados detalles de mi vida privada, pero no sirvo para mentir, ni siquiera para esconder cosas, así que le hago partícipe de mi reciente separación y él me coge de la mano, me dice que, si necesito apoyo de cualquier forma (incluso jurídico) cuente con él y que todo saldrá bien.
—Me he divorciado dos veces. —La noticia me sorprende, no puedo negarlo.
—Lo siento —le miro a los ojos.
—No lo sientas. Lo volvería a hacer.
—¿Divorciarte? —levanto una ceja, divertida.
—¡Casarme! Soy un romántico empedernido —sonríe y le da un sorbo a su copa de vino sin dejar de mirarme, enigmático.
Me despido de Michelle en la puerta, no se me ocurre invitarlo a subir y, afortunadamente, él no lo insinúa. Lo puedo describir como un hombre educado, amable, seductor y buen conversador, lo he pasado bien, pero de ahí a querer acostarme con él… hay un abismo infinito. No descarto la idea, le he prometido que habrá una próxima vez, sin embargo, no estoy preparada para meter a ningún hombre en mi cama. No todavía. Mientras abro la puerta de mi apartamento escucho música en el piso de al lado, durante un segundo la idea de llamar al timbre y aceptar la proposición del helado no me parece muy descabellada, pero la descarto al caer en la cuenta de que tal vez haya cambiado de plan y ahora tenga alrededor de su cintura dos largas, delgadas y bronceadas piernas.