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PÓRTATE MAL. TOTAL, NOS VAMOS A MORIR IGUAL

Pablo Pablito Cara de Pito, ese niño que siempre corría detrás de un balón, ahora canta delante de una multitud considerable de personas sin pudor y con maestría. Todos los aquí presentes lo miran, admirando cada uno de sus gestos, sin dejar de escuchar con atención su voz, alabando su arte y la letra de una preciosa canción.

Pero… ¿qué coño?

—Vámonos —mascullo a Joel, abrochándome el abrigo. Me giro y comienzo a caminar hasta la salida. Él corre detrás de mí.

—Pero Reina, ¿no ibas a quedarte con ese dios?

Llego hasta el coche y, entre gruñidos, busco la llave dentro de mi bolso. Casi lo vuelco en el capó, no las encuentro por ningún lado y mira que es pequeñito.

—Mierda, ¡joder! —pataleo sobre el empedrado y suspiro.

—La tengo yo —me la enseña y, de un tirón, se la quito de las manos.

—La mala hostia que gastas a veces.

Ignoro su comentario y subo al coche. Él lo hace a la misma vez que yo, arranco y salgo del chalet de lujo a toda velocidad, casi derrapando.

—No entiendo tu enfado.

Gruño como respuesta y acelero un poco más, incorporándome a la autopista.

—Me gustaría llegar vivo a casa. Si no es mucho pedir —se agarra al cinturón como si ese acto fuera a salvarle la vida—. ¿Por qué estás tan enfadada?

—Ese niñato creído cree que puede quedarse conmigo —adelanto a un coche—. Me ha mentido —vuelvo al carril de la derecha con un desplazamiento muy brusco.

—¿En qué te ha mentido exactamente? —toca el salpicadero buscando algo. No lo miro, pero su tez blanca y lívida brilla reflejándose en el cristal. Va muerto de miedo.

—¡En todo! —doy un grito seco a la vez que golpeo el volante.

—Tranquilízate, diva. Soy muy joven para morir —se remueve en el asiento y frena imaginariamente con sus pies—. ¿Por qué no paras en el arcén y me dejas conducir a mí?

—¡Ja! ¡Cree que soy imbécil! Pues va listo si piensa que voy a ser una de sus zorras. ¿Cómo he estado tan ciega? Su groupie… ya.

—Creo que me estoy perdiendo algo. ¿Quieres hacer el favor de explicarte?

El resto del camino lo paso contándole a Joel lo que ha pasado; no hoy, sino en las últimas semanas. Se asombra de que lo conozca desde pequeño, que fuera mi vecino entonces y que lo sea ahora. Me llama «Jodida», «Perrísima con suerte» y cosas muy hirientes que prefiero olvidar porque sé que lo dice con amor, además de no creerse que no supiera quién era. Por lo visto han triunfado en Reino Unido y su primer single en España está siendo todo un éxito. Lo dejo en su casa a eso de las cuatro de la mañana y yo llego a la mía una hora después. Me urge encontrar un garaje.

Al día siguiente me levanto pensando que es una gran idea ir a comer a casa de Cristina y pedirle explicaciones sobre la profesión de su amiguito y, más concretamente, de por qué nadie me ha informado de nada. Por supuesto, debería llamar a la puerta de al lado y hablar directamente con la persona que me ha engañado o que se ha callado cosas importantes, pero he decidido no acercarme a la tentación hecha carne y hueso. Llamo al timbre repetidas veces hasta que mi hermana me abre con muy mala cara (tipo Eduard Cullen, que, aunque se diga que luce espléndido en la película, a mí esa tez tan blanca no me mola nada) y con voz de haber estado gritando como una desequilibrada hasta altas horas de la madrugada. Ya me la imagino, bebiendo chupitos, subida en el capó de un coche y gritando que Ariana Grande no es solo una cara bonita, sino la artista más grande de todos los tiempos. Lleva el pelo como un nido de pájaros en los que los animalitos se han cagado repetidamente y la pintura de labios le llega a la oreja derecha. Camina hasta el sofá como si de un Caminante de The Walking Dead se tratara, se tira boca abajo sin medir su peso y la inercia al caer lo empuja y choca contra la pared. Le doy tiempo al zombi para que se recupere y meto en el frigorífico la comida que acabo de comprar de camino hasta aquí. Supongo que nadie había pensado que Cristina iba a cocinar.

—¿Tan gorda fue la de anoche? —pregunto levantando una persiana.

La escucho quejarse, pero no logro discernir qué quiere decir. Tiene la cara contra un cojín.

—Venga, date una ducha y te espabilas. Tenemos que hablar —me siento en una silla y cruzo los brazos.

Ella se gira y se pone boca arriba con los ojos cerrados.

—¿Por qué suena a regañina? —habla con voz de camionero de cincuenta años, obeso y fumador empedernido.

—Porque lo va a ser. Levanta. —La cojo por debajo del brazo y la llevo al cuarto de baño. Le pregunto si puede bañarse sola y le dejo un poco de intimidad. Mientras, yo preparo la mesa y caliento la comida. La espero sentada en el sofá, bebiendo un poco de agua, tratando de calmar la sed que me ha dado al recordar lo que pasó anoche. Soy una maldita inconsciente, estaba trabajando y me enrollé con un tío ocho años menor que yo, amigo de mi hermana, en la piscina de una casa de lujo. ¿Dónde estaba yo y quién se adueñó de mi cuerpo? Cris se sienta a mi lado bastante más recuperada, pero con la misma mala cara.

—¿Tú no saliste ayer? —me pregunta—. Se te ve muy despierta para ser Año Nuevo.

—Estuve trabajando en un evento, al que por cierto asistía tu amigo Pablo.

—Últimamente coincidís mucho —se masajea la sien.

Si yo te contara…

—¿Por qué no me dijiste que es el cantante de una banda de rock? —lleno su vaso de agua, intentando que no se me note el nerviosismo, pero ¿queréis saber una cosa? Tiemblo como si estuviera muerta de frío y, claro, derramo casi todo fuera. Lo limpio antes de que se dé cuenta y la miro. Ella se encoje de hombros y se incorpora para coger una patata.

—Yo que sé. Creí que lo sabías. No has preguntado.

—Cris, es tu mejor amigo y ahora es mi vecino. Por Dios, ¡es el jodido cantante de The Fox’s Lair!

—¡Ay! No grites —se encoge y guiña los ojos—. Ya lo sé, ¿y qué?

¿Y qué? Pues nada, que casi me lo tiro dos veces, pero eso tú no lo sabes y yo no te lo pienso decir. Callo durante unos segundos.

—Nada, Cristina. Que… que me ha sorprendido. No me lo esperaba. Nunca has comentado nada.

—Algunas veces tienes unas cosas. No voy por ahí pregonando que Pablo Aragón es mi mejor amigo. No tendría sentido.

—Pero yo soy tu hermana —replico.

—Para mí es Pablo —le da un sorbo al agua—. La mayor parte del tiempo ni recuerdo que canta, o que está nominado a los Brits Awards o que se tira a tres grupies cada fin de semana. —Esto último se lo podía haber ahorrado, no necesito saberlo; pero… ¿está nominado a los premios más importantes de la música inglesa? No doy crédito. No es que crea que no lo merezca, no sé nada de él y cada vez me doy más cuenta de ello; sin embargo, no entiendo cómo no me he enterado de lo que sucedía a mi alrededor—. Oye, no sé por qué le das tanta importancia.

Lleva razón, no la tiene, y no cambia nada. Si antes huía de él como de la peste por ser el mejor amigo de Cristina y mucho menor que yo, ahora solo correré más rápido y con las zancadas mucho más largas. ¿Un cantante de rock?

—¿Un cantante de qué? —Carol abre los ojos de par en par levantando mucho las cejas.

—De rock, nena. De rock —contesta Rocío, por el contrario, muy ilusionada.

—Y te diste cuenta justo después de casi tirártelo en una piscina. Corrígeme si me equivoco.

—Os lo acabo de contar —replico, molesta ante su tono.

El camarero nos trae los cafés y los deja sobre la mesa. Me entretengo abriendo el sobre de azúcar, echándolo en el líquido y removiéndolo hasta marearlo.

—Tengo una pregunta —sigue, impertinente. La miro y le hago un gesto dándole permiso. (Como si de lo contrario no fuera a realizarla)—. ¿Por qué no os acostasteis? Tal y como lo cuentas, no entiendo cómo no pasó.

—No sé —me encojo de hombros—. No surgió.

—Oh, pensé que tu sentido común te persuadió de cometer una locura —replica con cinismo.

—¡Déjala en paz! —Ro le regaña—. Puede hacer lo que le dé la gana.

—Sigue casada —sentencia.

—No tiene que darle explicaciones a nadie —discuten, obviando mi presencia.

—Chicas, estoy aquí. Por si se os ha olvidado —las interrumpo.

—Cariño —Carol me coge la mano en un gesto de afecto—, no lo digo por Sebastian, él me da igual. Me preocupas tú, creo que no estás preparada para mantener una relación tan pronto.

—¿Quién está hablando de una relación? Déjala que folle y disfrute —manifiesta Rocío.

—Carol, gracias por preocuparte. Si fuera al contrario, yo también lo haría. Pero Ro lleva razón. Nunca me plantearía tener una relación con alguien como Pablo, no estoy tan loca —afirmo convencida—. Es más, preferiría no volver a tener nada que ver con él.

Manel, que dormía en el carrito, comienza a llorar y nos impide seguir con la conversación de un modo coherente. Su madre lo coge y comprueba que le tiene que cambiar el pañal. Se disculpa y va al baño, dejándonos solas.

—Ne, no le hagas caso. Pásalo bien, te lo mereces. Tírate a Pablo si te apetece y luego pasa de él. Tírate a otro, acuéstate con quien te apetezca. La vida es muy corta para pararte a pensar en lo que debes hacer. Haz lo que te plazca y te haga sentir bien. No pienses en Sebastian ni en Carol ni en mí ni en nadie más que en ti. Hazte un favor y aprovecha los orgasmos que ese muchacho quiere darte. Por una vez, ¡diviértete! Deja de comerte el coco —me da golpecitos en la sien con el dedo.

Carol vuelve poco después y seguimos conversando, afortunadamente, de otros temas. A Carol se le hace tarde y se despide de nosotras hasta otro día. Tiene que bañar a los niños, hacer la cena y preparar la comida para mañana. Abre la cartera y deja un billete de cinco euros sobre la mesa. Lo cojo y se lo devuelvo.

—Ya pagamos nosotras. Anda, vete. Andrés se preguntará donde te has escondido toda la tarde de un lunes —le doy un beso a Manel, que juega con una bicicleta de goma y me llena toda la cara de babas.

Rocío y yo nos quedamos un rato más hablando de todo. No se me ha olvidado que el fin de semana lo pasaré con Sebastian, no he querido informar a estas dos hienas que tardarían dos segundos en despedazarme y dejarme destrozada; cada una a su manera. Así que me callo la noticia (irrelevante, por otra parte) y dejo que me cuente sus días rodando una serie para televisión. Le pido, por favor, que me lleve un día de estos al set de rodaje y me presente a ese actor tan guapo con el que trabaja. Me deja en la puerta de mi casa a eso de las nueve de la tarde, la hago prometer que la semana que viene me llevará con ella a los estudios y le doy un beso en la mejilla dándole las gracias por ello.

Subo en el ascensor pidiendo al karma, el destino o a cualquiera que interfiera en estas cosas y maneje los hilos de nuestro sino, no encontrarme con Pablo en ningún sitio. Meto las llaves en la cerradura, giro y plaf. ¡Se rompe! Quedándose dentro la mitad. No me lo puedo creer. Y ahora ¿qué hago? Llamo a Pedro, mi casero, y éste, muy amable, me dice que enviará un cerrajero a que cambie el bombín y me dé las llaves nuevas, que tardará una hora más o menos. Me resigno, se lo agradezco y le doy una patada a la puerta (esto último no tiene explicación alguna, pero me deja más relajada). Maldita puerta, tengo ganas de darme una ducha, cenar y acostarme.

No me apetece bajar y salir a la calle, sin embargo, aquí no hago nada, quedarme solo aumentará las posibilidades de encontrarme con el niñato, así que aprovecho y ceno en el bar de enfrente. A las diez y media me extraño de que ni Pedro ni el cerrajero me hayan llamado, miro la pantalla del móvil varias veces y telefoneo a mi casero. Me informa que envió al mecánico a arreglar la puerta y debe estar arriba. Pago la cuenta a Paula, la camarera que me ha atendido esta noche, y subo a ver qué ocurre con la puta cerradura. (La palabrota la he dicho para mis adentros, no vaya a creerse Carol que sus hijos son unos malhablados por mi culpa). Para mi ingrata sorpresa, la llave sigue rota dentro del agujero y no veo a nadie pon ninguna parte. Llamo de nuevo e investigo qué pasa. Cuelgo y suspiro, desanimada. Apoyo la espalda en la madera y me deslizo hasta terminar sentada en el suelo. Hoy ha sido un día agotador, sobre todo porque anoche casi no pude pegar ojo. El teléfono suena en mi mano y leo «Michelle». Me pienso si cogerlo o no, al final, descuelgo con una sonrisa en los labios.

—Pensaba que pasarías de mí —escucho al otro lado.

—¿Por qué debería hacer eso?

—Porque ya te has dado cuenta que no soy un hombre de fiar.

—Ningún abogado lo es, pero contigo voy a hacer un acto de fe.

—Hazlo cenando conmigo el miércoles.

—Mmm… no sé —me hago la interesante—. Tal vez no pueda.

—Tal vez te obligue.

—¿Cómo?

—Jamás desvelaría mis tácticas de seducción. Tú cena conmigo y hazme el hombre más dichoso del planeta —su voz suena sensual y muy varonil.

—Eres un adulador.

—Lo sé. Te recojo a las nueve y media —termina y cuelga.

Miro el móvil con una sonrisilla en los labios y me sorprendo de mí misma. A cualquier otra persona la hubiera mandado a freír espárragos (a la mierda, pero dicho más finamente) en la segunda frase, pero Michelle tiene algo especial. Lo pasamos bien cenando la última (y única) vez que quedamos, sabe lo que quiere y va a por ello, una persona segura de sí misma que no se anda con rodeos. Conoce su atractivo y lo utiliza para conseguir su objetivo. Podría calificarlo de creído e incluso de petulante, sin embargo, su forma de ser cuadra a la perfección con su estilo y físico. Entiendes que sea así y no de cualquier otra manera.

Una segunda llamada corta el hilo de mis pensamientos y me cabrea sobremanera. El cerrajero tardará todavía un par de horas. Parece que hoy ha sido mal día para las cerraduras y para las personas que deseamos llegar a casa y vaguear sobre el sofá. El técnico se ha visto desbordado de trabajo.

Se abre el ascensor y a mí se me corta la respiración. Lo primero que veo (sobre todo porque está a la altura de mi cara) son sus botas negras de cordones. Intento disimular el nerviosismo que desprende todo mi cuerpo, pero, cuando me encuentro con sus ojos, doy la batalla por perdida. Me saluda con un escueto «Buenas noches» y yo respondo exactamente con lo mismo.

—¿Qué haces ahí sentada? —sonríe a la vez que arruga el ceño, extrañado.

—Estoy esperando al cerrajero, se me ha roto la llave y se ha quedado dentro —me quedo sentada, no veo forma de levantarme sin hacer un ridículo descomunal. O ruedo sobre el suelo o… ruedo sobre el suelo. No hay más opciones.

Él me ofrece la mano, que agarro para impulsarme y ponerme de pie. Le doy las gracias mientras me sacudo las pelusillas que la alfombrilla ha dejado pegadas a mi culo.

—¿Puedo ayudar en algo? —pregunta mientras se agacha y observa el destrozo.

Se me ocurren un millón de cosas que pedirle a Pablo y todas ellas terminan con un gran y descomunal orgasmo. Me arden hasta las orejas. Sí, lo sé. Si yo no quiero que lo de la otra noche se repita (digo esto mirando hacia otro lado, disimulando la gran mentira que acabo de decir, o pensar) por un millón de razones, entre ellas: me mintió.

—No. Estará al llegar. Pedro me ha dicho que lo envió hace más de dos horas —aparto mis pensamientos de un manotazo.

—Me parece extraño que no esté aquí ya —saca las llaves del bolsillo de su chaqueta negra de cuero estilo motero. Abre la puerta de su casa y me mira—. Entra, llamaremos a ver qué ocurre.

—No te preocupes. Esperaré aquí fuera. —Ni de coña entro en ese piso los dos solos. Me tiraría sobre él antes de llegar al salón, los pantalones vaqueros grises le quedan de mueeeerte.

—Nerea, no voy a dejarte aquí. ¿Por quién me tomas?

Por un depravado que me tiene loca.

—¿Y si viene y no me entero?

—Seguro que lo escuchamos. Hará mucho ruido con las herramientas.

Lo pienso. Él me ve dudar.

—Anda, entra. Te prometo que me portaré bien —sonríe de una forma demencial y perversa. Mis bragas (como las de cualquiera en mi situación) comienzan a arder y cierro la boca para no suspirar.

¡Pórtate mal, Pablo! Haz conmigo lo que quieras.

Bilogía

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