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LO QUE CREES, Y LO QUE ES
Mierda. Así es como me siento. Como una auténtica y enorme mierda. Una colosal boñiga. Entra en el restaurante sonriendo, hablando con lo que supongo que es uno de esos ejecutivos con millones en la cuenta bancaria con los que se codea y seguido por su tetona y pava secretaria. Está guapísimo, con un traje de dos piezas azul oscuro y una camisa más clara, sobre la que reposa una corbata de un tono intermedio. Recién afeitado. Sebastian no es demasiado alto. No llega al metro ochenta de estatura, pero no le hace falta. Tiene una forma de ser arrolladora y ese aire de lord inglés que te guía en la dirección que al él le convenga. Conmigo lo hizo durante años. Lleva el pelo negro muy corto y a juego con sus ojos oscuros. Un camarero los aguarda junto a la barra y los acompaña hasta una mesa donde los espera otra mujer, ésta un poco mayor que todos ellos.
Parece, o esa es mi impresión, que nada le ha ocurrido hace poco. Como si yo no hubiera existido en su vida y no me hubiese marchado de casa diez días antes. No parece estar preocupado ni que le falten horas de sueño como a mí. No. Nadie habría apostado porque a ese hombre de ahí, que ahora le aparta la silla a su secretaria para que se siente, le ha abandonado su mujer hace menos de dos semanas. Yo a él, él a mí. Yo tampoco lo tengo muy claro. Yo me fui y él no hizo nada por detenerme. Que cada uno saque sus propias conclusiones.
—Diva ¿te ocurre algo? Parece que hayas visto un fantasma —me pregunta Toni mientras Joel ojea la carta.
—Ehh, acabo de recordar que… ehhh… Tengo algo urgente que hacer —contesto tratando de no tartamudear sin conseguirlo. Joel saca la cabeza por encima de la carta y me mira extrañado.
—Amore, pero si todavía no hemos comido nada.
—Pillaré algo de camino —me levanto haciendo demasiado ruido con la silla y miro hacia donde Sebastian se encuentra para cerciorarme de que no se ha percatado de mi presencia—. No os preocupéis. Después nos vemos en la oficina. Toni, siento dejaros plantados, te debo una comida.
—No te preocupes, pero ¿seguro que no pasa nada?
—No, no. Solo creo que… —doy un paso hacia atrás con tan mala suerte de chocar con un camarero que lleva un par de tazas de té, una en cada mano, y las tira al suelo.
Me agacho a ayudar a recogerlo (y a esconderme de todos los pares de ojos que ahora están puestos sobre mí), pero no me sirve de nada. Me incorporo y me encuentro con la cara de Sebas que me mira sorprendido. Cojo el bolso y salgo de allí como alma que lleva el diablo esquivando todo tipo de obstáculos por el camino. Llego a la calle y cojo aire con fuerzas. Nunca he sido una persona que le tenga miedo a todo, pero en ese momento, no estoy segura de quién soy en realidad, así que mi primera reacción es huir. Doy dos pasos sobre los adoquines de la acera hasta que su voz me paraliza.
—Nerea —pronuncia mi nombre con su perfecto español. Parece increíble que sea inglés y que la mayor parte de su vida la haya pasado en Londres. Sebastian es una de las pocas personas, a parte de mis padres, que no acortan mi nombre para referirse a mí.
Me vuelvo y nuestras miradas se encuentran. Está enfadado, pero yo lo estoy mucho más.
—No puedes evitarme eternamente —dice cansado y molesto. ¿No puedo? Pues es lo que pretendo, sinceramente.
—¿Qué quieres?
—Creo que deberíamos hablar.
—Está todo bastante claro. Mi abogado te llamará.
—Llevo toda la semana intentando hablar contigo. Nos merecemos hacer las cosas bien.
—Hace mucho que dejamos de hacer nada juntos. Ni bien ni mal. Lo nuestro terminó hace bastante más de diez días. Hace años que no existo para ti.
—Eso no es verdad, no seas injusta.
—Injusto fue abandonar mi casa y que a mi marido no le importara.
—¿Por eso lo hiciste? ¿Querías que fuera detrás de ti? Crece y sé consecuente con tus actos —me regaña como si fuera una niña pequeña que tiene una de sus tantas pataletas.
Lo atravieso con la mirada. Me giro y trato de escapar, pero me agarra del brazo y me lo impide.
—Nerea, por favor. Nos debemos hacer las cosas bien.
Tal vez lleve razón, pero yo en este momento no veo nada, las lágrimas que intento cazar salen a borbotones de mis ojos y no quiero que me vea llorar, así que me zafo de su agarre y le digo que no quiero verlo más.
Diez años, diez años con una persona a la que desconozco por completo. Me resulta raro tenerlo cerca y no tocarlo, no tratarlo como lo que ha sido durante mucho tiempo, mi amigo, mi confidente, mi compañero. Y, ahora, de la noche a la mañana, ya no es nada. ¿Cómo se digiere eso? Lloro durante dos días. Al tercero me levanto obligada por Ro y Carol que, avisadas por mi hermana, vienen a rescatarme. Tomamos cantidades ingentes de café, té y kilos de dulces que ésta última ha comprado de camino en La Mallorquina.
—Llamó a casa el otro día, quería hablar con Andrés —me mira con cara de circunstancia. Trato de asimilar a lo que se refiere y ella sigue hablando—. Quería que se ocupara del divorcio —tengo que tragar al escuchar aquella palabra. No sé si quiero divorciarme, pero cuesta acostumbrarse a ello—. Por supuesto le dije a mi marido que, si se ponía de su parte en esto, no volvería a vernos ni a mí ni a los niños nunca más. Tendrá que buscarse otro abogado. Por cierto, Andrés te espera el lunes en el despacho para asesorarte.
—Gracias, pero no es necesario…
—Claro que lo es. Entre todos arreglaremos esto lo antes posible para que puedas seguir con tu vida.
—No es que ahora esté muerta —le contesta Ro a la defensiva.
—No me refiero a eso —Carol me mira. Le digo que lo sé con un gesto y que comprendo qué quiere decir—. Un divorcio puede llegar a ser muy traumático, si conseguís llegar a un acuerdo, será lo mejor para los dos.
—Está bien. Dile a Andrés que me pasaré. Que me mande un mensaje y me diga cuándo le viene mejor.
—Eso funcionaría si encendieras el móvil de una vez.
Llevan razón, ya es hora de volver al mundo real de una forma completa y enfrentarme a todos mis temores. Me asusta tanto que Sebastian haya intentado ponerse en contacto conmigo, como que no lo hubiese hecho. Así de trastornada me encuentro.
Voy al dormitorio y vuelvo con el teléfono en la mano. Le meto el pin y empieza a sonar y a vibrar durante más de un minuto. Casi todas las llamadas pertenecen a Sebastian y Joel. Unas cuantas de mis amigas y dos de mis padres. La proporción de los mensajes es exactamente la misma. Voy al principio y solo leo uno de ellos. Es de mi marido, media hora después de abandonar mi casa hace casi dos semanas. No creas que me suplica que no me vaya, sus palabras exactas fueron «Te estás portando como una loca. Vuelve y hagamos esto como dos personas adultas». Vete al carajo, Sebas. Vete lo más lejos que te puedas ir. ¿Plutón sigue siendo un planeta? Me da igual, múdate a vivir allí y no vuelvas.
Las siguientes dos semanas son difíciles. Como las dos anteriores, pero haciendo alarde de mi excepcional higiene personal, profesionalidad y puntualidad. Nada de oler a estercolero. Nada de revolverme entre la desidia y nada de autocompadecerme todo el día. Bueno, esto lo hago, pero no se da cuenta nadie. Me levanto cada día al salir el sol, voy a la oficina cada mañana y no me permito derramar una sola lágrima más por alguien que no se preocupa por mí después de todo lo que hemos pasado juntos.
El lunes decido coger el autobús. El coche lo he dejado aparcado el fin de semana a cinco o seis calles de casa y no tengo muchas ganas de caminar con los Louboutin de estampado floral y ocho centímetros de tacón de la colección de primavera de este año. Estamos en Otoño, pero yo necesito color para sentirme un poco más feliz. No me ha costado demasiado encontrar la parada, y eso que hace mucho que no utilizo este transporte, está justo en frente de la puerta de entrada del edificio en el que actualmente considero mi casa. Sigo viviendo con Cristina. Buscar piso es una de las cosas importantes que tengo pendiente. Terminar de hacer la mudanza otra, pero antes preciso encontrar un sitio donde meterlas.
Quince minutos después, mi paciencia se esfuma. Tres mujeres con una media de edad de ochenta años charlan en el banco de la parada de los ingredientes que debe llevar una auténtica paella valenciana mientras yo me debato entre seguir esperando o parar el primer taxi que pase, ya que, viendo a aquellas señoras, no me voy a poder sentar en el autobús casi con toda probabilidad.
Agarro el bolso con fuerza y me arrimo al borde de la acera a ver si la suerte hace acto de presencia en mi desdichada vida (mátame si sigo quejándome) y aparece un taxi antes de que tanta autocompasión acabe conmigo. Me está convirtiendo en una imbécil. Vislumbro uno que viene no muy deprisa por la izquierda y levanto la mano para que me vea. Para a unos diez metros de donde me encuentro. Camino hasta llegar a él con prisa, dando las gracias porque ni yo misma creo haber conseguido un taxi a esas horas de la mañana. Alargo el brazo para alcanzar la manilla de la puerta y en ese mismo momento otras manos, más robustas y fuertes, agarran las mías. Levanto la vista y me encuentro con unos ojos marrones sorprendidos.
—Este taxi es mío —le informo, tratando de que me suelte la mano que aún tiene cogida, pero no lo hace.
—Déjeme decirle que no le veo mucha pinta de taxista —contesta haciéndose el gracioso.
—Tengo mucha prisa.
—¡Qué bien! Tenemos algo en común —suelta, irónico. Abro la puerta y lo aparto. Tomo asiento y, sin cerrarla, digo:
—A Marqués de Cubas —cierro entonces de un golpe. Caigo en la cuenta a los pocos segundos que el desalmado hombre atractivo enchaquetado y con un pelo envidiable abre la puerta del otro lado, se sienta y cierra después. Lo miro sorprendida. Me clava sus ojazos marrones y sonríe.
—Parece que tenemos en común algo más. A Marqués de Cubas —le indica al taxista. Voy a replicar cuando sigue—. Lo sé, este es su taxi —repite lo que le he dicho hace un escaso minuto—, pero seguro que es una buena persona a la que no le importa ayudar a un pobre hombre estresado. El karma se lo agradecerá de alguna manera.
«El karma es un cabrón retorcido» me entran ganas de responderle. No digo nada porque no me apetece entablar conversación y además soy una señora educada y respetable. Alzo dignamente mi torso y miro al frente. Ignorarlo sería la mejor opción. Y lo es. El taxi para y él se adelanta a pagar la carrera. Le doy las gracias y bajo del coche antes de que pueda hacerlo él. No me gusta que me paguen nada, pero se me ocurre que es la mejor opción para desaparecer mientras él se entretiene con el cambio.
Entro en la oficina con paso firme, saludo a Mía con los acostumbrados buenos días y ella me los devuelve con un gesto de la mano mientras atiende el teléfono. Me paso por el despacho de Joel, pero no lo encuentro. Camino hasta la sala de exposiciones y lo escucho antes de verlo. Le está enseñando el muestrario para bodas a una mujer rubia de interminables piernas.
—Buenos días, queen —me saluda mi ayudante nada más verme. Camina hasta mí y me da dos besos sin tocarme—. Te voy a presentar a Elena Márquez, es la mujer de uno de los abogados mejor pagados de la ciudad —susurra junto a mi oído.
Nos acercamos donde ésta ojea nuestra revista.
—Señorita Márquez, va a tener mucha suerte esta mañana. Le presento a Nerea González Baena, artífice y dueña de esta maravillosa empresa. Nerea, ella es Elena Márquez, una de las mujeres más atractivas de Europa —la susodicha sonríe y éste le devuelve el gesto—. No lo digo yo, lo dijo la revista Elle el otoño pasado.
Lleva razón, Elena es preciosa. Altísima, rubísima, guapísima y muchos más isimas. Tiene los ojos de un azul que te ciega y una nariz pequeña sobre unos labios carnosos, pero no demasiado grandes. Levanta su delgado brazo y me ofrece la mano.
—Encantada de conocerla. Me han hablado maravillas de usted.
—El placer es mío. Gracias. Estaremos con usted durante todo el proceso. ¿Sabe exactamente qué es lo que desea?
—Joel y yo estamos barajando un par de opciones. Quiero algo espectacular. Que se recuerde en la ciudad durante mucho tiempo. El dinero no es problema. No vamos a escatimar en gastos.
—De acuerdo. Empecemos por el principio. ¿Qué día es el acontecimiento?
A la hora de comer salgo con Joel a uno de las decenas de gastrobares que hay en la avenida. Nos decantamos por el Tomates Rojos Fritos, un lugar acogedor y familiar, pero nada barato. Después de degustar varias tapas exquisitas y pagar la desorbitada cuenta entre los dos, nos disponemos a abandonar aquel lugar y, justo cuando voy a salir del restaurante, alguien agarra la puerta por el mismo sitio que yo.
Nos miramos.
Mierda. Otra vez no.
—Vaya, qué bonita casualidad —tuerce la boca en una media sonrisa.
Guapísimo, no puedo negarlo. Y muy alto, siempre me han gustado los hombres altos aunque me casé con uno que no lo era demasiado.
Fuerzo el gesto e intento demostrar amabilidad. No sé si lo logro. Él me suelta la mano que tenemos sobre la puerta e introduce los dedos entre su cabello. Si, es muy atractivo.
Me doy cuenta de que Joel nos mira intrigado y con ganas de que yo deje de ser La Estatua de la Libertad y diga algo, pero no me sale.
—He tenido demasiada suerte. Encontrarte dos veces el mismo día. Estoy seguro de que debería pedirte el teléfono.
—Creo que mejor esperamos a una tercera —abro la puerta, salgo a la calle y no paro de caminar.
Después de unos veinte metros y un minuto, Joel aparece a mi lado, irritado.
—Pero reina ¿qué ha sido eso? ¿Por qué has tratado así a ese King of sex?
—Querrás decir King of danger —contesto sin parar de caminar.
—King de los casquetes sagrados, Diva Elsa. Tú necesitas echar un polvo o se te va a resecar la almeja.
—Qué grosero eres —digo sin acritud.
—Vamos, ese portento de man está deseando llevarte al séptimo cielo.
—No lo necesito.
—Claro que sí. Eres demasiado trágica para ser heterosexual.
—Me parece fatal que digas eso —me detengo y lo miro con cara de reprimenda.
—Gracias por parar. Con lo chiquitina que eres, no veas lo rápido que caminas—respira con dificultad—. Escúchame. No sigas con ese papel de mujer desvalida a la que le da todo igual y se conforma con una vida que no le llena. Sigue teniendo cojones y demuéstrales a todos de qué pasta estás hecha. Comienza de nuevo ya. Cierra página. Dile adiós a Sebastian.
Carol me llama el miércoles por la tarde para salir de compras, me recoge en la puerta de la oficina, aparcamos cerca del centro y esperamos a Ro tomando un café en Lolina Vintage. La tercera en discordia llega poco después gritando exabruptos. Deja las bolsas que trae en las manos junto a la silla donde se sienta con rabia y expone, ante nuestras caras atónitas, que ha parado en una zapatería en la que ha visto anunciadas unas rebajas del copón y ha tenido que pelearse con una «rubia pollo chupa rabos que debe comerse las pollas de cinco en cinco» por el último par de zapatos de su número.
—No tienes que explicarnos más, te entendemos perfectamente —Carol la tranquiliza, identificándose con la situación—. Pero no seas tan mal hablada.
—A ver. Enséñanos los culpables de que vengas echando espuma por la boca —le insto a que abra la caja.
Los zapatos son preciosos, dignos merecedores de una trifulca como la que imaginamos que ha acontecido. Si no se han tirado de los pelos, habrá sido purita casualidad.
Durante las casi dos horas que hemos estado recorriendo tiendas no me he acordado del día tan horroroso que ha sobrevenido, tengo que acostumbrarme aún a todos los cambios ocurridos en mi vida y lidiar con mis transformaciones de humor me desesperan hasta a mí. Tan pronto me encuentro bien, riendo y con ganas de unas cervezas, como con apetencia de ahogarme en un pozo, o gritar a los cuatro vientos lo desgraciada que me siento. A eso de las nueve, Ro comenta algo así como «O paramos a comer algo, o le quito el bocadillo a ese nene», señalando a un niño de siete u ocho años que muerde un sándwich de algo que parece tener muy buena pinta. Caminamos durante cinco minutos y nos sentamos en la cervecería de Chueca más escondida, todas las demás revientan de gente. Esta, en cambio, se encuentra casi vacía.
—Acerca esa silla. No quiero dejar las bolsas sobre este suelo —dice Carol con cara de asco.
Me giro sobre mí misma y le pregunto a la pareja que tengo sentada detrás de mí si la silla que sobra está ocupada. La chica me dice que no con una sonrisa muy bonita y la agarro para volverme de nuevo, pero mis ojos paran en seco, como si hubiera echado el freno de emergencia de un tren, sobre los de él.