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3.2. Excurso sobre la causa de la obligación y los artículos 1261.3.° y 1274 CC

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El artículo 1261.3.° CC exige, como último requisito sine qua non del contrato, la concurrencia de una “causa de la obligación que se establezca”, elemento cuyo régimen jurídico viene desarrollado en los artículos 1274 a 1277.

El primero de tales preceptos, abundando en la misma dirección, define qué sea la “causa de la obligación”: “En los contratos onerosos se entiende por causa, para cada parte contratante, la prestación o promesa de una cosa o servicio por la otra parte; en los remuneratorios, el servicio o beneficio que se remunera, y en los de pura beneficencia, la mera liberalidad del bienhechor”.

Por tanto, de los artículos 1261.3.° y 1274 CC se colige rectamente que la causa es un requisito de la obligación nacida del contrato, y no de este en sí.

Sin embargo, esta conclusión, que en principio se aparece tan clara a la luz de los textos citados, deviene oscura cuando se contrastan los restantes preceptos consagrados a la materia, ya que en ellos, contrariamente, la causa parece concebirse como un requisito, no de la obligación contractual, sino del contrato en tanto que negocio jurídico. Así lo pondría igualmente de manifiesto la rúbrica de la sección que integran los artículos 1274 a 1277 (que es la tercera del capítulo II, título II, libro IV), puesto que en ella se lee el siguiente lema: “De la causa de los contratos” (y no de la obligación contractual).

Semejante disparidad de perspectivas ha propiciado una honda división doctrinal a la hora de describir y definir el elemento que nos ocupa, de suerte que mientras algunos autores ponen el acento en la letra de los artículos 1261.3.° y 1274 –estimando consiguientemente que la causa es un requisito de la obligación–, otros (y la jurisprudencia con ellos) hacen hincapié en las demás normas que el Código dedica a la cuestión –entendiendo de esta guisa que la causa es un requisito del contrato–. Mas ambas tesis tienen un punto de razón, porque un cuidado análisis de los precedentes revela que el Código acoge en su seno dos diferentes acepciones del término, las cuales son el fruto de un largo devenir histórico: la primera, que refiere ciertamente este elemento a la obligación contractual, encuentra reflejo en los artículos 1261.3.° y 1274 CC y tiene su origen en las tesis de los dos grandes juristas franceses que idearon este concepto, a saber, DOMAT (siglo XVII) y POTHIER (siglo XVIII); la segunda, la causa del contrato, aparece en cambio aludida en los artículos 1262, 1275, 1276 y 1301, y es, por su parte, el resultado de una no muy acertada intelección por los redactores del Code francés de 1804 de las enseñanzas de aquellos dos autores. Ambas nociones terminaron confluyendo en nuestro Código civil por obra y gracia de GARCÍA GOYENA y del proyecto isabelino de 185171.

Según es sabido, los defensores de la causa como requisito de la obligación entienden que, cuando los artículos 1261.3.° y 1274 exigen “una causa de la obligación que se establezca” lo que están exigiendo, en realidad, es la concurrencia de una razón que explique el porqué de su asunción por el deudor. Pues en la medida en que la obligación derivada del contrato supone una atribución patrimonial para el acreedor –en tanto le confiere un derecho a exigir, que aumenta su patrimonio y le enriquece– debe contar con un fundamento justificativo. La causa de la obligación no sería, entonces, más que una simple reiteración (para el ámbito del contrato) de uno de los principios generales que inspiran el Derecho civil patrimonial español, principio conforme al cual toda atribución de este tipo (de carácter patrimonial) debe contar con un fundamento o “causa” que explique o justifique el desplazamiento que (actualmente o en potencia) ella comporta72.

A partir de esta premisa –sigue diciendo la communis opinio–, el Código, al definir la causa de la obligación en su artículo 1274, estaría haciendo dos cosas: en primer lugar, estaría objetivándola, esto es, prescindiendo de las razones personales o motivos que hubiesen podido inducir a cada parte a obligarse y considerando como causa, entonces, una razón jurídica tipo: siempre idéntica para cada clase de contrato; y, en segundo lugar, estaría aclarando que, al ser la causa un requisito de la obligación, en cada contrato deben existir tantas causas como obligaciones asuma cada parte.

En concreto, aquella razón jurídica tipo sería la siguiente: a) en los contratos sinalagmáticos, la causa de la obligación que asume cada contratante consiste en la contraída por la otra: cada una de ambas obligaciones sinalagmáticas o interdependientes actúa como razón jurídica o “causa” de la correspectiva73, lo que explicaría, precisamente, tanto la posibilidad de instar la resolución del contrato en caso de incumplimiento (art. 1124 CC) como la de pretender la modificación ulterior del contrato si se produjera una alteración sobrevenida de las circunstancias de tal calibre (respecto de las tomadas en consideración al momento de contratar) que diera lugar a una auténtica quiebra en su economía (cláusula rebus sic stantibus); b) en cambio, en los contratos de pura beneficencia, es decir, en las donaciones puras, la causa de la atribución vendría suministrada por la mera liberalidad del bienhechor, o sea, por la simple voluntad del atribuyente y, en consecuencia, sin necesidad de ningún correspectivo; de esta guisa, lo que el Código vendría a establecer respecto de ellas es que la obligación de dar contraída o la atribución realizada a título gratuito no dependen institucionalmente en su existencia o subsistencia de otra atribución o promesa74; c) en fin, en los contratos remuneratorios, entendiendo por tales las donaciones remuneratorias, la causa consistiría en el servicio o en el beneficio remunerados, puesto que lo que caracteriza a este tipo de donaciones es el hecho de que a la razón de querer proporcionar una ventaja a la otra parte se añade un motivo singular que justifica la liberalidad: recompensar un servicio o tarea que el gratificante recibió en el pasado del gratificado y que, o bien era inexigible (art. 619 CC), o bien se prestó desinteresadamente y sin pedir entonces ninguna retribución.

Sin embargo, esta forma de entender la causa de la obligación la transmuta en un elemento superfluo, y ello por las siguientes razones75: 1.ª En lo que atañe a los contratos onerosos, porque la causa de la obligación, así concebida, no añade nada a las previsiones ya contenidas en los dos primeros apartados del artículo 1261: la cosa o el servicio a prestar por cada parte conforman el objeto de la prestación, y en cuanto tal objeto han de reunir las cualidades de existencia y posibilidad (actual o futura) impuestas por la ley76. 2.ª En lo que respecta a los contratos gratuitos, porque la mera liberalidad del bienhechor no es otra cosa que el móvil que impulsa la disposición, es decir, una circunstancia que lleva al atribuyente a querer el acto, con lo que se estaría llamando “causa” a algo que, en verdad, es un elemento integrante del consentimiento (art. 1261.1.°).

Frente a este parecer, ha de afirmarse que lo que los artículos 1261.3.° y 1274 CC exigen no es la presencia de una razón jurídica “objetiva” o de un porqué de la obligación asumida por el deudor mediante contrato cualquiera que sea la clase de esta, pues semejante cuestión ya está contemplada en el apartado primero de aquella norma. El problema que el legislador se representa en ellos es otro. Pero, para mejor comprenderlo, conviene realizar dos apuntes previos:

1.° El primero consiste en advertir que, contra lo que es creencia mayoritaria, el artículo 1274 CC no alude con la expresión “contratos remuneratorios” a las donaciones de tal clase. Así lo demuestran los comentarios que GARCÍA GOYENA dedicara a los artículos 940, 976 y 977 del proyecto de 185177, pues para él las donaciones remuneratorias eran simples donaciones, debiendo quedar sometidas en todo a las disposiciones generales establecidas para ellas. Por el contrario, con aquella locución (empleada igualmente en el art. 997 del proyecto, antecedente del actual 1274) el jurista navarro se refería a los contratos que, si bien en principio son unilaterales y gratuitos por naturaleza (al surgir de ellos obligaciones solo a cargo de una de las partes), transmutan en onerosos por voluntad de los contratantes: tal sería el caso, verbigracia, del préstamo a interés o del depósito remunerado. De donde se deriva que el servicio o el beneficio que se remunera no es, en el artículo 1274, uno que no conforma deuda exigible (cfr. art. 619), sino el que una de las partes proporciona a la otra, precisamente, a través del contrato comprometiendo su integridad económica o personal: por ejemplo, el servicio que el depositario ofrece al depositante mediante la custodia de la cosa objeto del contrato, o el beneficio que el prestamista proporciona al prestatario mediante la inversión o empleo de la suma que le ha prestado. Tales son el servicio y el beneficio que, aun cuando normalmente se suministren sin contraprestación, son susceptibles de ser remunerados y generar una obligación a cargo de quien los recibe (conformando su “causa”); por ello, o sea, por no conllevar estructuralmente en modo necesario sacrificios para ambas partes, estos contratos son, en el precepto, objeto de categorización separada respecto de los naturalmente onerosos (los sinalagmáticos). En resumen, la causa en los contratos remuneratorios no es la causa de las donaciones remuneratorias, negocio, este, de pura y simple beneficencia. El artículo 1274 apunta cuál sea la causa, ya en los contratos necesariamente onerosos (los que per se son bilaterales o sinalagmáticos), ya en los que lleguen a serlo únicamente por acuerdo de los intervinientes (los unilaterales que, sin embargo, vienen tintados de onerosidad por pacto), ya en los gratuitos.

2.° Es verdad que toda obligación conlleva un correlativo derecho del acreedor a exigir el cumplimiento de la prestación, así como un poder de agresión sobre el patrimonio del deudor para hacerla efectiva. En este amplio sentido, puede aseverarse que la obligación constituye una atribución patrimonial al acreedor, atribución que, en el ordenamiento español, ha de contar con un fundamento justificativo o, lo que es igual, con una causa justificativa que explique la adquisición de tal posición jurídica, tal cual sucede también en el ámbito de los derechos reales (art. 609): así, un contrato válido o una expresa disposición legal (art. 1089). Ahora bien, lo que no es en absoluto cierto es que, por aquel mero hecho, toda obligación suponga un enriquecimiento para el acreedor, es decir, un efectivo beneficio que aumenta su patrimonio, pues hay algunas obligaciones contractuales que, por su consistencia, no implican el ingreso de un elemento nuevo en el haber del titular del crédito, ni una pérdida efectiva ni real desventaja para el deudor: tal es el caso, por ejemplo, de una obligación de contenido netamente patrimonial como la de restitución de la cosa infungible cuyo uso se prestó o la de la fungible cuya propiedad se adquirió con el compromiso de devolver otro tanto, la cual tiene por finalidad reequilibrar un desplazamiento previo, pero que, por voluntad de las partes, ostentaba carácter provisional. Por tanto, es lícito concluir que, en este nivel más específico, no toda obligación conlleva per se una atribución para el acreedor, es decir, el ingreso de una ventaja de la que hasta entonces carecía y que verdaderamente le favorece; o sea, hay obligaciones atributivas junto a otras que no lo son78.

Si se tienen presentes estas dos consideraciones, enseguida se echa de ver cuáles son exactamente el sentido y la función del artículo 1274 CC79: la norma no piensa para nada en la razón o el motivo por el que el deudor asume una obligación cualquiera mediante contrato (cuestión que atañe únicamente al consentimiento: art. 1261.1.°), sino que centra su atención en el empobrecimiento que, en ocasiones, su asunción lleva aparejada para aquel, exigiendo, en tales casos (y solo respecto de ellos), la concurrencia de un fundamento que lo justifique. Explicado de otro modo: si bien es cierto que toda obligación constituye una atribución patrimonial para el acreedor (en la medida en que le otorga el derecho de exigir al deudor el cumplimiento de una prestación), y que, por tanto, ha de contar siempre para su existencia con una fuente, fundamento u origen de índole legal o voluntario (“causa de la atribución” en sentido amplio), no cualquier obligación supone su enriquecimiento, es decir, el ingreso en su patrimonio de una ventaja o beneficio nuevos. Pues bien, el artículo 1274 CC, rectamente interpretado, alude única y exclusivamente a las obligaciones convencionales que conlleven tal enriquecimiento, y es solo respecto de ellas que exige la concurrencia de una causa (“causa de la obligación” en sentido específico) para que puedan nacer válidamente por vía contractual. De esta guisa, en los contratos necesariamente onerosos, el fundamento del sacrificio que padece el deudor se halla en el correspectivo (o expectativa de él) que percibe en cambio y que tiene la virtud de nivelar tal merma; en los remuneratorios, esto es, en aquellos que son circunstancialmente onerosos, el fundamento del sacrificio que padece el gravado con la obligación de retribuir se localiza en el servicio (depósito, mandato) o beneficio (mutuo) que obtiene de la otra parte negocial; en fin, en los de pura beneficencia, en los que no se recibe ninguna compensación por la atribución que se confiere –sea de índole dispositiva (donación), sea de otro carácter (servicios o beneficios facilitados al otro contratante)– el empobrecimiento encuentra sustento, simplemente, en el ánimo liberal del sacrificado. Viceversa, cualquier otro tipo de obligación contractual que no comporte una real y nueva ventaja para el acreedor, ni un efectivo y nuevo sacrificio del deudor, no requiere de una causa o justificación especial al instante de su creación por voluntad de las partes; por ejemplo, la que consiste en la restitución de la cosa arrendada, prestada, pignorada o depositada, la cual únicamente exige un presupuesto lógico para su efectividad –la previa entrega–, pero no una causa que sustente una inexistente atribución patrimonial80.

En definitiva, el requisito de la causa de la obligación ex artículos 1261.3.° y 1274 CC solo ostenta un sentido, resumible en lo siguiente: para que el contrato tenga la virtualidad de generar obligaciones que supongan, ex novo, sacrificios económicos o personales para una o ambas partes, estos, o bien han de estar compensados por una ventaja específicamente destinada a suplirlos, o bien han de obedecer al ánimo liberal del deudor que los padece; o sea: cuando la obligación pactada importe una efectiva atribución para el acreedor y un correlativo sacrificio para el deudor, debe detectarse necesariamente un fundamento (causa) de ella, fundamento que solo viene suministrado, a tenor del artículo 1274, ya por la obtención de una ventaja paralela que tenga por fin sustituir en concreto el sacrificio, ya por la simple liberalidad del (en tal hipótesis) bienhechor. Sin embargo, si la obligación convenida no conlleva ni atribución para el acreedor –la adquisición por este de un quid nuevo e inexistente en su patrimonio hasta el instante de la celebración del negocio–, ni sacrificio para el deudor –un gravamen igualmente nuevo sobre su patrimonio–, no será necesaria una causa o fundamento singular para su generación mediante contrato.

De lo expuesto se sigue que el requisito previsto en los artículos 1261.3.° y 1274 CC, a diferencia de lo que ocurre con el consentimiento o con el objeto, no tiene la consistencia de un elemento contractual, ni es un componente constitutivo de la obligación. Se trata, simplemente, de un límite a la autonomía de la voluntad, un filtrado de la aptitud del contrato en lo que atañe a la generación misma de la obligación atributiva, por medio del cual el legislador evita que el empobrecimiento de los particulares ocurra en cualquier modo o manera: las transacciones económicas acordadas entre ellos únicamente han de tener la virtualidad de afectar a la consistencia de sus respectivos patrimonios cuando las atribuciones que importan cuenten con un quid que reequilibre la merma padecida, pues, de otro modo, solo la intención liberal constituirá causa suficiente de semejante efecto.

Conviene cerrar esta exposición acerca del significado de la causa de la obligación con dos precisiones:

1.ª Su función se desenvuelve y, a la par, se agota, en el preciso instante de convenirse la obligación o, lo que es igual, en el preciso instante de perfeccionarse el contrato: si la obligación atributiva satisface este requisito, nacerá a la vida jurídica y el contrato será de todo punto regular, siempre, claro está, que concurran asimismo el consentimiento de los celebrantes y un “objeto cierto” que constituya su “materia”; en cambio, si rebasa el límite causal, la obligación no podrá surgir válidamente y el contrato habrá de decaer, siempre que la obligación defectuosa merezca la consideración de principal. Esto es lo que el legislador –que fija su atención en obligaciones de tal calibre, o sea, en obligaciones principales (art. 1274)– quiere significar cuando dispone que “no hay contrato” en ausencia de una “causa de la obligación que se establezca” (art. 1261). Pero para que lo haya basta con que se haya convenido el ingreso en el patrimonio del deudor de un correspectivo o promesa de él específicamente destinado a corregir su pérdida o con que, de otro modo, concurra su ánimo liberal. Así pues, una vez superado ese trance, el requisito causal ya no desempeña misión alguna y, por ende, no ejerce influjo de ningún tipo en la vida –en el desenvolvimiento ulterior– del contrato o de la obligación misma. Expresado de otra forma: comoquiera que la causa no supone más que una restricción a la autonomía de la voluntad, la única pregunta formulable a su respecto es la de si ha sido o no respetada; sin embargo, sería absurdo, una vez obtenida una respuesta positiva, cuestionarse la posibilidad de una desaparición “sobrevenida” de la causa.

Es por ello que, tratándose de obligaciones sinalagmáticas, ninguna deficiencia jurídica cabe apreciar en el plano estructural o de validez del negocio, ni de las obligaciones que de él derivan, por el hecho de que alguna resulte incumplida, ora culposamente, ora al haber devenido imposible la realización de la prestación. Este problema incumbe, en puridad, a un contrato perfecto y a una obligación ya nacida, y pertenece, entonces, a un orden lógico distinto de aquel en el que se sitúa el requisito causal; o sea, es un problema que se ubica en otro nivel: obviamente, el del cumplimiento contractual; el de la economía del contrato. Esta afirmación condice, por lo demás, con la forma en que operan los remedios articulados por el legislador para las hipótesis de inejecución (acción resolutoria, exceptio non adimpleti contractus): ellos no conllevan jamás la aniquilación absoluta del negocio, ni ponen en entredicho su subsistencia, sino solo la de la relación jurídica de él derivada.

2.ª Si, fuera de las hipótesis en que concurra la mera liberalidad del bienhechor, la causa de la obligación atributiva solo puede venir suministrada por una ventaja paralela adquirida por el deudor que palie su empobrecimiento (art. 1274 CC), forzosamente hay que concluir que tal ventaja ha de presentar una muy determinada consistencia para que el límite causal pueda estimarse satisfecho: ha de tratarse de un beneficio que vaya específicamente dirigido a compensar o reemplazar patrimonialmente la pérdida que padece el obligado o, lo que es igual, ha de tratarse de un beneficio que tenga por fin sustituir en concreto el sacrificio en cuestión. Ahora bien, que la prestación, la promesa, el servicio o el beneficio percibidos por el deudor hayan de estar singularmente destinados –en el plan de intercambio convenido con el acreedor– a suplir la pérdida patrimonial que el primero compromete, no significa que deba existir un equilibrio objetivo o una perfecta equivalencia económica entre las prestaciones (o, mejor, entre la obligación y su causa), pues el Código civil español, asentado sobre los postulados del liberalismo económico, suprime toda traba, aun indirecta, a la libre y espontánea formación de los precios en el mercado (vid. art. 1293 CC); es decir, lo único que nuestro legislador sustrae al precepto de la autonomía privada es la efectiva convención de un correspectivo que reemplace el empobrecimiento en que incurre el gravado al asumir contractualmente una obligación atributiva, pero, una vez cumplido o satisfecho este requisito, la obligación nace sin necesidad de que guarde, en su entidad económica, una concreta medida o proporción con respecto a la prestación recibida en cambio.

Asimetrías en el sistema español de garantías reales

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