Читать книгу Asimetrías en el sistema español de garantías reales - Gorka Galicia Aizpurua - Страница 4

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I. “Asimetría”, según el DRAE, quiere decir tanto como falta de correspondencia exacta en forma, tamaño y posición de las partes de un todo. Y, en efecto, tal es el término que, en mi opinión, ha de emplearse para describir cuál es el estado actual del sistema español de garantías reales: este es completamente asimétrico por cuanto, si bien la regulación de sus figuras nucleares contenida tanto en el Código civil como en la Ley Hipotecaria se erigió sobre unos principios muy concretos y fácilmente identificables, los mismos han sido progresivamente horadados y exceptuados a través de la admisión, por obra de la jurisprudencia y del legislador, de garantías inspiradas sobre bases bien distintas o incluso antitéticas. De donde resulta un conjunto heterogéneo, amorfo y contradictorio.

En este sentido, me gustaría avisar al lector de que el libro que tiene entre sus manos puede resultarle acaso áspero y de lectura incómoda, porque el objetivo que persigue no es ofrecer un análisis al uso de las instituciones relacionadas en el índice. Por el contrario, lo que busca es provocar y suscitar dudas, ya que lo que sus autores han procurado en todo momento es poner de manifiesto bien a las claras las gravísimas incoherencias e inconsistencias del sistema, las cuales son detectables no solo en el nivel de los textos positivos sino aun en el de su aplicación jurisprudencial. A tal fin, se acomete, como no podría ser de otra forma, el examen de los regímenes jurídicos de las figuras concernidas, mas siempre con la vista puesta en cuál sea su esencia y auténtica naturaleza, para que así emerjan y trasluzcan, negro sobre blanco, las contradicciones normativas y jurisprudenciales de las que está anegado el vigente Derecho español de garantías reales.

II. Como tuve ocasión de decir en otro lugar (en el prólogo al libro Recargas y novaciones hipotecarias de Sandra CASTELLANOS CÁMARA –Thomson Reuters Aranzadi, 2020–), nuestra economía es enormemente dependiente de la disponibilidad, el acceso y las condiciones del crédito. Y lo es no solo en orden al surgimiento y desenvolvimiento de iniciativas y proyectos empresariales, sino también a fin de alimentar uno de los motores fundamentales del crecimiento económico actual como es el consumo de bienes y servicios por los particulares.

La creciente importancia del papel del crédito en nuestra sociedad conlleva paralela y simultáneamente la de las garantías establecidas para procurar su restitución, ya que es solo mediante ellas que el acreedor puede mitigar los riesgos derivados de la falta de conocimiento acerca de la solvencia y situación económica del deudor: el financiador ignora si el financiado le devolverá o no el crédito y, por ello, tan solo pondera con la información que tiene a su disposición –y que le es suministrada por aquel en su mayor parte– el riesgo de impago que asume. De este modo, la información que debería suministrar el financiado es suplida en cierta manera por el valor de la garantía.

Pues bien, las garantías de naturaleza real son, en esta perspectiva, singularmente eficientes, ya que permiten al acreedor prescindir y desentenderse en gran medida de la persona del deudor y de sus vicisitudes tanto personales como patrimoniales. Como decía la exposición de motivos de la Ley Hipotecaria de 1861, el que presta con hipoteca (afirmación que puede hacerse extensiva a las demás garantías reales), “más bien que a la persona, puede decirse que presta a la cosa: el valor de la finca hipotecada es la causa por la que entra en la obligación: el deudor es solo el representante de la propiedad; al prestamista nada le interesan el crédito, el estado de fortuna, las cualidades morales de la persona a quien da su dinero, porque para nada las tiene en cuenta; lo que importa es que la finca baste a reintegrarle en su día de lo que dio. Su crédito no es un crédito personal, es un crédito real; no depende de la persona del deudor, no está sujeto a sus vicisitudes; lo que importa al acreedor es que la hipoteca no desaparezca: adherido, por el contrario, su crédito a la finca, no se altera por la pérdida del crédito personal de su dueño […]. Con la adopción de este sistema, los capitales tendrán un empleo sólido y fácil, el propietario gozará de un crédito proporcional a su verdadera riqueza, se activará la circulación, bajará el interés del dinero, y nacerán nuevas fuentes de riqueza y prosperidad”.

III. En una visión ciertamente reduccionista, aunque útil, es habitual distinguir en el ámbito del Derecho comparado dos sistemas o modelos diferentes de garantía real: uno, de carácter más bien formalista y que es el primordialmente imperante en España, Italia, Francia y Latinoamérica; otro, por el contrario, de corte “funcionalista” y que habría sido básicamente implementado en Alemania, Gran Bretaña y EEUU.

Aquel primer sistema se caracteriza ante todo por una visión restrictiva de esta clase de cauciones en tanto son concebidas como una quiebra de la igualdad entre los acreedores y de la par conditio creditorum. Se entiende que, de conformidad con el principio de responsabilidad patrimonial universal, los bienes del deudor conforman la “garantía” común de aquellos, con lo que deben desincentivarse las prácticas que minen o erosionen ese colchón de protección reservado para los acreedores quirografarios. Es decir, puesto que la garantía constituye un mecanismo de ruptura de la susodicha igualdad, se sigue que la misma debe quedar siempre encorsetada en unos estrechos límites. Así, se exige, ante todo, el cumplimiento de ciertas formalidades para que llegue a nacer, como son que el acuerdo revista una determinada forma o la necesidad de que se inscriba en un determinado registro. Medidas, todas, que tienden a reforzar la seguridad jurídica con la vista puesta en los intereses de los terceros acreedores no partícipes en el convenio. De ahí que se califique a estos sistemas de formalistas, rígidos o conceptualistas, pues en ellos prima la consideración de ciertos irreductibles principios de los que se derivan una serie de consecuencias lógicas que se imponen a todo trance y con cierto desapego respecto de los intereses o de los problemas de la práctica negocial. En este sentido, cabe destacar, como significativo botón de muestra, el marcado carácter accesorio que se adjudica a toda garantía, así como el principio de él derivado conforme al cual esta nunca puede procurar al acreedor un enriquecimiento superior al que le habría proporcionado el cumplimiento de su obligación por el deudor; de donde se sigue precisamente –a decir de la communis opinio– la prohibición del pacto comisorio. En conclusión, lo que se gana en seguridad se pierde en flexibilidad, sin contar el incremento de costes y el encarecimiento del acceso al crédito que en ocasiones comporta la satisfacción de las mencionadas formalidades.

El segundo modelo es, por el contrario, mucho más laxo, y concede una mayor libertad de movimientos a los particulares y un mayor protagonismo al principio de la autonomía de la voluntad. Se trata de un sistema más atento a lo que efectivamente acaece en el tráfico económico y en el que impera el pragmatismo. Así, los aspectos sustanciales y ante todo el fin perseguido por las partes con el convenio priman sobre las consideraciones de índole formal, como sucede en el artículo 9 del estadounidense Uniform Commercial Code. Por su parte, en Alemania, esa preeminencia del fondo sobre la forma se observa en la admisión de negocios fiduciarios de transferencia plena con función de garantía, pero sometidos al principio de conversión mediante el que acaba por consagrarse la primacía de dicha función. En efecto, este tipo de sistema se muestra más proclive a admitir la utilización de la propiedad con fines de aseguramiento, ya se trate de garantías fiduciarias, es decir, de propiedades transferidas a título de garantía, ya se trate de reservas de dominio, esto es, de propiedades retenidas a título de tal. El inconveniente fundamental que este modelo plantea es su carácter opaco para terceros, porque o bien se establecen mecanismos de publicidad muy limitados a fin de abaratar costes y agilizar la tramitación (lo que en definitiva impide al interesado tener un cabal conocimiento de la situación de la operación, del sujeto o incluso del bien, haciéndose necesarias investigaciones ulteriores), o bien se prescinde directamente de ellos (como acontece en muchos de los países europeos que actualmente regulan la reserva de dominio). En definitiva, es el principio de seguridad jurídica el que ahora resulta sacrificado en buena medida a fin de obtener una mayor eficiencia en la constitución de la garantía. Pero no se trata solo de eso: se hace prevalecer, además, decididamente la posición del acreedor asegurado frente a sus competidores (o sea, frente al resto de acreedores del deudor), en la medida en que tanto la reserva de dominio como la cesión de la propiedad en garantía terminan por colocarlo en una situación de exclusividad respecto de la cosa gravada y, entonces, en una posición harto más consistente que la que le conferiría una simple preferencia para el cobro con cargo al valor obtenido mediante la realización del bien. Luego aquí la quiebra de la par conditio creditorum es más patente y severa que en el caso anterior. Se trata de garantías que permiten a su titular ejercer una mayor presión sobre el deudor y que le procuran un régimen muy favorable en caso de insolvencia, si bien presentan el inconveniente de agotar el valor del bien y por ende el crédito del sujeto financiado en favor de un solo acreedor. El ansia por lograr la más plena efectividad de la garantía lleva incluso a aceptar la atribución convencional al acreedor del bien gravado derivada de pacto comisorio.

IV. Acabo de indicar que el sistema español se incardina dentro del modelo “formalista”. Y, en efecto, basta con hacer un somero repaso del régimen que nuestro Código civil consagra a los tres derechos reales de garantía que en él se tipifican, esto es, hipoteca, prenda y anticresis, así como al contenido de las correspondientes leyes especiales (Ley Hipotecaria de 1946 y Ley de hipoteca mobiliaria y prenda sin desplazamiento de la posesión de 1954), para llegar a semejante conclusión.

Ahora bien, siendo esto verdad, también lo es que dicho modelo padece, desde hace mucho tiempo, un proceso de progresivo horadamiento, ya por obra del legislador, ya de la jurisprudencia, que tiene por finalidad flexibilizar e incluso quebrar sus rígidos límites en aras de una mayor “funcionalidad”. Algunas de estas excepciones son ciertamente groseras por evidentes, pero existen otras que acaso pasen más desapercibidas al no ser tan llamativas u obvias. Entre las primeras, pensando en las garantías reales mobiliarias, se halla el universo paralelo creado ad hoc para las garantías financieras en el Capítulo II del Real Decreto-ley 2/2005, de 11 de marzo, de reformas urgentes para el impulso a la productividad y para la mejora de la contratación pública (mediante el que se transpuso la Directiva 2002/47/CE, de 6 de junio), pues, según se sabe, en dicha norma se recoge para ellas un régimen extraordinario que se caracteriza tanto por la mini-mización de los requisitos exigidos en orden a su constitución como por su fácil y sencilla ejecutabilidad, amén de la articulación de un estatuto concursal privilegiado. Aunque su ámbito de aplicación e incluso el concepto mismo de “garantía financiera” resultan cuestiones oscuras, parece que cabe subsumir en dicho régimen singular todos aquellos negocios de aseguramiento en los que concurran las tres siguientes condiciones: a) que las obligaciones subyacentes deriven de operaciones “financieras” (si bien es discutido si este último término ha de ser entendido al pie o, por el contrario, en un sentido puramente económico); b) que al menos una de las partes negociales sea una entidad financiera de las enumeradas en el artículo 4.1 del propio RDL; y c) que el objeto de la garantía venga constituido, ya por valores negociables u otros instrumentos financieros, ya por efectivo, entendiendo por tal el dinero abonado en cuenta en cualquier divisa, ya por derechos de crédito, siempre que deriven de un contrato de préstamo otorgado por una entidad de crédito.

Pues bien, como se ha dicho, la norma sienta una serie de cruciales (a la par que graves) salvedades a los principios fundamentales sobre los que tradicionalmente se ha erigido el sistema español de garantías reales. Así, verbigracia, flexibiliza extraordinariamente los requisitos necesarios para su constitución y efectividad, pues a este fin reputa elementos suficientes, de un lado, su simple constancia por escrito (sin que pueda exigirse ninguna otra formalidad para su validez, eficacia frente a terceros, ejecutabilidad o admisibilidad como prueba) y, de otro, la aportación del activo objeto de la garantía (aportación que deberá quedar, no obstante, igualmente recogida por escrito –o de forma jurídicamente equivalente– en los términos previstos por la norma). Pero destacan además en especial las modalidades de garantía previstas por el RDL 2/2005, ya que, según dispone el apartado primero de su artículo 6, es posible materializar dichas operaciones de aseguramiento tanto mediante la pignoración de un bien o derecho de crédito como mediante la transmisión de su propiedad (o “titularidad”, debería añadir). Por “acuerdo de garantía pignoraticia” entiende la norma “aquel en virtud del cual el garante presta una garantía financiera en forma de título pignoraticio a un beneficiario o a su favor, conservando la propiedad del bien o derecho de crédito objeto de garantía” (art. 6.3); mientras que por “acuerdo de garantía financiera con cambio de titularidad” entiende aquel convenio en virtud del cual “el garante transmite la plena propiedad de un bien o derecho objeto de una garantía financiera a un beneficiario a los efectos de garantizar o dar otro tipo de cobertura a las obligaciones financieras principales” (art. 6.2).

La doctrina especializada advierte que el reconocimiento en este sector de nuestro Derecho de la cesión en garantía –más exactamente, de la cesión fiduciaria de la titularidad de valores negociables e instrumentos financieros– no constituye estrictamente una novedad. En puridad, tal posibilidad ya venía contemplada en algunas normas precedentes (como la Ley 37/1998, de 16 de noviembre, de reforma de la Ley de Mercado de Valores, al regular las operaciones dobles y las operaciones con pacto de recompra, y la Ley 44/2002, de 22 de noviembre, de reforma del Sistema Financiero, al ocuparse de los acuerdos marco de compensación contractual). Pero lo que nunca había hecho antes el legislador estatal era reconocer expresa y abiertamente que, en virtud de esas cesiones con fines de aseguramiento, pudiera producirse una verdadera y auténtica transmisión de la plena propiedad del bien desde el garante al beneficiario. Si el deudor no satisface su deuda, el acreedor podrá apropiarse definitivamente del bien mediante la aplicación de una cláusula de compensación restando como acreedor o deudor ordinario por la diferencia. En consonancia con lo anterior, la norma prescinde también de la interdicción de pacto comisorio en relación a los “acuerdos de garantía financiera pignoraticia”. Pues el beneficiario está autorizado para, en caso de incumplimiento, apropiarse del objeto de la garantía, siempre que esta forma de ejecución haya sido prevista expresamente por las partes en el correspondiente acuerdo y siempre que hayan definido en él las modalidades de valoración de los valores negociables u otros instrumentos financieros y los derechos de crédito. Tal ejecución se realizará además privadamente y desembarazada de todo control o fiscalización, ya que expresamente se establece que no podrá supeditarse, no obstante las condiciones acordadas en el acuerdo de garantía financiera, a ninguna exigencia de notificación previa, ni a su aprobación por un tribunal, un funcionario público u otra persona, ni a que deba efectuarse mediante subasta pública o de cualquier otro modo regulado normativamente.

Estas soluciones contrastan asimismo de plano con la doctrina que nuestra jurisprudencia ha construido en rededor de la fiducia cum creditore y la venta en garantía, pues respecto de ella siempre ha sostenido que la causa de garantía no es apta para propiciar una transmisión de la propiedad plena en favor del fiduciario, sino, a la sumo, una propiedad formal o una titularidad fiduciaria, sometida, además, sin atisbo de duda a la prohibición de pacto comisorio contemplada en los artículos 1859 y 1884 CC.

Pero, abstracción hecha de lo anterior, lo cierto es que existen además otros mecanismos de aseguramiento que, en función de cuál sea la intelección que se sostenga de las (en ocasiones, escasas) normas que los regulan, pueden asimismo llegar a concebirse como “excepciones” al modelo tradicional español de garantía real. Precisamente, el carácter ambivalente de su naturaleza (dependiente de la interpretación que se haga de su normativa) las hace problemáticas y oscuras en numerosos aspectos, y ello, no solo en lo que hace a su tratamiento sustantivo, sino incluso concursal.

Se trata, en cualquier caso, de cauciones cuyo denominador común consiste en que asignan al acreedor una posición “fuerte” sobre el elemento gravado; posición que puede llegar a serlo de exclusividad según cuál sea la tesis que se mantenga en torno a su consistencia y carácter. Se piensa, ante todo, claro es, en el leasing y en la reserva de dominio.

En cuanto al primero, ello es así porque, según la concepción originaria de la figura, se estaría ante un contrato con naturaleza locativa, en el que la propiedad de la cosa adquirida por la sociedad de leasing siguiendo las instrucciones e indicaciones de la empresa usuaria correspondería a aquella, quien, solo después, cedería su uso a esta última incluyéndose en el contrato una opción de compra en su favor. Es decir, la sociedad de leasing, verdadera propietaria, cede a la otra parte el uso y disfrute de un bien previamente adquirido a un determinado proveedor, durante el período de tiempo establecido, mientras que esta (o sea, el usuario o arrendatario) queda obligada a realizar una serie de pagos fraccionados, con la posibilidad, una vez llegado el término del contrato, de ejercitar la opción de compra a fin de adquirir la propiedad de ese bien. Sin embargo, si se analizan con detenimiento las cláusulas que habitualmente integran estos contratos, se llega a la conclusión de que el arrendamiento financiero no es propiamente un arrendamiento, puesto que la cuota periódica que satisface el “arrendatario” no suele tener por fin retribuir la cesión del uso de la cosa “arrendada”. Antes bien, tales pagos fraccionados suelen calcularse siempre en función del coste de adquisición del objeto, de forma que su abono comporta la íntegra restitución de la inversión realizada por la sociedad de leasing, más los intereses crediticios, comisiones y otros gastos que conlleva la operación (la denominada “carga financiera”). Luego el leasing no sería un contrato locativo, sino, por el contrario, un negocio de financiación en el que la entidad financiera retendría la propiedad de la cosa adquirida en garantía de restitución del préstamo concedido a la “usuaria”.

A pesar de que esta caracterización del leasing como contrato de financiación hoy es pacíficamente admitida, es también generalizada la opinión de que la entidad arrendadora es la efectiva propietaria del bien. Así se prevé en los contratos, no ha sido nunca puesto en cuestión por la jurisprudencia, y parece haberse consolidado a través de sucesivas y fragmentarias intervenciones legislativas. No deja de llamar la atención, sin embargo, que ello no haya suscitado más debate en un sistema en el que, según se ha dicho, como principio general se asume, con pocas voces discordantes, que el dominio no puede transmitirse en función de garantía, y en el que precisamente por ello se ha recurrido a la idea de una titularidad fiduciaria. Dicho de otro modo: no deja de resultar sorprendente la fácil y temprana construcción, en la jurisprudencia y en la doctrina, de una suerte de muro conceptual, como si se tratara de dos cosas distintas, entre el leasing y la transmisión del dominio con finalidad de garantía.

Algo similar acontece, por otro lado, con la reserva de dominio, al menos cuando se la concibe, como ha solido hacer la jurisprudencia, al modo clásico, es decir, como una condición suspensiva del traspaso del dominio al comprador. Pues si el vendedor retiene (“se reserva”) la titularidad hasta la íntegra satisfacción del precio, ello únicamente puede significar –se entiende– que, pese a haberse producido la entrega de la cosa en cualquiera de sus modalidades, la adquisición de la propiedad por el comprador ha quedado pospuesta; y no tendrá lugar hasta tanto no se verifique el abono del último plazo. En el ínterin, esta parte contractual merecerá la consideración de puro y simple “acreedor de dominio”, pero sin acceso a la titularidad real. Tal forma de concebir la reserva busca apoyo, ante todo, en la naturaleza sinalagmática del contrato de compraventa, ya que el pacto –se afirma– concuerda plenamente con dicho carácter: es de todo punto lógico que el vendedor no quede obligado a transmitir la propiedad mientras el comprador no pague el precio. Y así, si entrega la cosa antes de que le sea abonado, resulta “natural” que conserve la propiedad, aunque solo sea al objeto de garantizar el pago del precio aplazado. En definitiva, es el propio bien vendido el que sirve para asegurar su satisfacción. De este modo, como propietario que es, el vendedor podrá ejercitar una tercería de dominio frente al acreedor del comprador que haya embargado el bien, a fin de obtener el levantamiento de la traba. Sin embargo, según se sabe, existe otro importante sector doctrinal que estima que, atendida la función de garantía que cumple la reserva, sus efectos no pueden ir más allá de los que en el ordenamiento español se asignan con carácter general a toda caución real; es decir, no obstante ella, tras la perfección del contrato y la entrega del bien, el comprador se convierte en propietario, mientras que el vendedor pierde la titularidad pasando a gozar, “tan solo”, de un derecho de garantía recayente sobre el bien vendido, derecho que ostentaría una consistencia similar a la de un derecho de prenda.

Las dudas en torno a la exacta configuración de la reserva de dominio, que la doctrina viene arrastrando de antiguo, han terminado por trascender al Derecho positivo, de suerte que, mientras algunos aislados preceptos asumen nítidamente los planteamientos de la tesis “fuerte”, la norma fundamental en este ámbito, es decir, la Ley 28/1998, de 13 de julio, reguladora de las Ventas a Plazos de Bienes Muebles, parece decantarse más bien por la asimilación del acreedor con reserva a un acreedor pignoraticio. Y digo “parece” porque la cuestión dista mucho de estar clara: aun cuando tal sea la conclusión más convincente, en este punto todo resulta oscuro y confuso, ya que los mencionados preceptos se prestan a múltiples interpretaciones de signo y alcance completamente diverso. Expresado de otra forma: cuando se analiza sistemáticamente el régimen normativo que rodea dicha cláusula en sus diversas facetas –sustantiva, procesal y concursal–, del examen de los preceptos implicados se desprende no solo que el bien reservado forma parte del patrimonio del comprador, sino que la eficacia de dicha cláusula en las hipótesis de impago consiste en un ius distrahendi dotado de privilegio prendario y reipersecutoriedad sobre el bien gravado (arts. 16 LVPBM, 250.1.10.° LEC y 270.4.° TRLC); es decir, que el ordenamiento configura la reserva de dominio tipificada legalmente, cuando reúne los oportunos requisitos de formalismo y publicidad, como una figura de contenido equivalente a un derecho real de garantía en cosa ajena. No obstante, y aunque en tal perspectiva sistemática se concluye que el legislador ha dotado a la cláusula de reserva típica de aquella configuración, existen aún ciertos datos positivos (como, verbigracia, el extraño poder de recuperación del artículo 150.2.° TRLC), que, resultado del influjo de la que viene siendo doctrina tradicional mayoritaria sobre la naturaleza de la reserva, continúan aproximando dicha cláusula hacia una concepción dominical; y que, por los motivos que se exponen en el capítulo correspondiente, deberían ser rechazados por acercar la figura a una propiedad en garantía difícilmente incardinable bajo los principios que rigen el modelo español tradicional de garantía real: nuevamente, el hecho de que, a virtud de la cláusula, se pretenda impedir el ingreso en el patrimonio del comprador de un bien que allí debería hallarse tras su venta y entrega significa el empleo de la propiedad en garantía de un activo que, realmente, es de la titularidad del deudor, aunque el expediente técnico empleado consista esta vez, no en detraerlo de su haber, sino en evitar que ingrese en él para usarlo como aseguramiento de un crédito de financiación (el precio aplazado). En esta perspectiva, la proximidad funcional de la figura con respecto a la fiducia cum creditore resulta palmaria.

En fin, en este elenco de garantías que, admitidas en nuestro ordenamiento, se apartan del molde clásico o tradicional, no podría dejar de incluirse la prenda de créditos, institución ayuna de cualquier tipo de regulación legal hasta la promulgación de la Ley Concursal de 2003 y únicamente admitida de forma indubitada por la jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo desde el año 1997. Y ha sido necesario analizarla porque se trata de una garantía que se ejecuta, caso de incumplimiento del deudor, por apropiación, con lo que surge la duda de si, a su través, se conculca o no uno de los principios rectores del Derecho español de garantías; a saber, la prohibición del pacto comisorio (arts. 1859 y 1884 CC). En efecto, nótese que, de aplicarse rígidamente esta regla, en caso de incumplimiento del deudor-pignorante y aun cuando el derecho de crédito pignorado consistiese en la entrega de una cantidad de dinero, el acreedor no podría recibir el pago del deudor cedido para cobrarse el importe de su deuda y devolver el excedente, sino que necesariamente habría de acudir a alguno de los procedimientos de enajenación forzosa previstos en el artículo 1872 CC. Sin embargo, esta solución, a día de hoy, es descartada por la mayor parte de la doctrina y de la jurisprudencia con base en el argumento de que la exigencia de pago por el acreedor pignoraticio (con la consiguiente retención de lo cobrado o su compensación restituyendo el exceso) comporta un modo de realización mucho más eficiente que, además, no supone fraude en daño del pignorante, pues aquel no estaría sino ejercitando legítimamente las facultades que la han sido cedidas. A lo que se añade que: a) queda siempre controlada la eventual arbitrariedad del acreedor: se maximiza el valor del crédito pignorado en razón de su carácter dinerario, pues los créditos no pueden malbaratarse al estar su importe predeterminado; b) se ahorran costes de ejecución; y c) se evitan perjuicios al pignorante y a otros acreedores al impedirse la apropiación del sobrante (tal y como se ha visto acontece en sede de garantías financieras). O sea, doctrina y jurisprudencia entienden que no hay conculcación del veto al pacto comisorio con base en el siguiente silogismo: comoquiera que la razón de ser de tal prohibición radica en evitar que el acreedor se apropie de un bien cuyo valor se tenga por superior al importe de la deuda, ora en perjuicio del propio obligado, ora en el de terceros acreedores, y tal riesgo queda conjurado en las hipótesis de referencia al tener el crédito pignorado (por su condición de dinerario) un valor objetivo insusceptible de malbaratamiento o minusvaloración, en ellas no es de aplicación la mencionada regla. Pero ¿y si esta tuviese por objeto otra razón de ser distinta a la generalizadamente apuntada por autores y tribunales? Si así fuera (y es lo que sugiero en esta misma obra), decaería el principal sostén de la tesis comúnmente asumida en orden a la ejecución de la prenda de créditos.

Nótese además, por otra parte, que, salvo en los casos en que la ejecución pueda operar por compensación entre acreedor pignoraticio y deudor pignorante (lo que ocurrirá solo cuando el sujeto obligado por el crédito pignorado sea el primero), cuando el importe del crédito cedido y cobrado por el acreedor supere al garantizado se habrá producido una evidente mutación en la composición del patrimonio del pignorante, ya que ahora pasará a ser titular de un nuevo crédito (por el exceso) en todo diferente al cedido, y que tendrá que hacer valer frente a un deudor que, obviamente, nada tiene que ver con el primigenio: ¿y puede sostenerse en verdad que tanto para él como para el resto de sus acreedores es indiferente la persona frente a la cual se ostenta el crédito? ¿Son la solvencia y la consistencia del patrimonio del nuevo deudor cuestiones intrascendentes para el pignorante y sus acreedores?

V. La tensión recién descrita entre “formalismo” y “funcionalidad”, nítidamente apreciable en el Derecho español de las garantías mobiliarias, ha acabado por extenderse asimismo a la hipoteca sobre inmuebles.

En nuestro ordenamiento, la hipoteca se define como un derecho real de garantía cuyo régimen está presidido, entre otros, por dos principios fundamentales, como son el de accesoriedad y el de especialidad o deter-minación. En función del primero, se estima que la hipoteca no puede existir de manera independiente respecto del crédito garantizado, sino que está vinculada a él desde que nace, hasta el punto de que, según entiende la generalidad de la doctrina, queda vetada la “hipoteca de propietario”, es decir, aquella que surge sin crédito al que asegurar y para la que el propietario de la finca hipotecada se reserva la facultad de elegir la obligación a la que servirá de garantía. Por otra parte, en virtud del principio de especialidad (arts. 12 y 119 LH, 216 y ss. RH), se exige la exacta concreción en el Registro de la Propiedad de la finca gravada y de la cantidad a la que se extiende la garantía hipotecaria, aunque, tratándose de obligaciones de cuantía incierta (como ocurre, verbigracia, cuando la hipoteca asegura intereses variables o de demora, costas y gastos), se admite que las obligaciones cubiertas queden descritas en sus “líneas generales” y que la finca responda hasta una cuantía preestablecida: la cifra máxima de responsabilidad hipotecaria. La obligación no se halla en estas “hipotecas de máximo” inicialmente cuantificada, por lo que el máximo marca el límite del riesgo que asumen los terceros que adquieren derechos sobre la finca gravada. Y es que, en definitiva, a través de este principio se persigue proteger a dichos terceros y, en última instancia, evitar que el deudor vea minorado su crédito territorial más allá de lo estrictamente necesario: mediante la determinación de la cantidad de que cada finca responde, la carga real se extiende a una cifra que, en su caso, puede ser inferior al verdadero valor del inmueble, de modo que queda libre una porción sobre la que el dueño podrá constituir otra hipoteca en seguridad de otro crédito.

En los últimos años se ha planteado en España una insistente demanda, impulsada ante todo por las entidades de crédito, para la constitución de una hipoteca que permita garantizar la pluralidad crediticia característica de las relaciones entre estas y los deudores-empresarios. Es la conocida como “hipoteca global o flotante”. Pero, además, y ya en el ámbito de los particulares, se ha asistido asimismo al reclamo de una hipoteca que permita aprovechar la garantía constituida al objeto de asegurar los préstamos destinados a la adquisición de la vivienda habitual para financiar la compra de otros bienes y servicios: es la denominada “hipoteca recargable”. Todo ello con el objetivo, en ambos casos, de sacar pleno rendimiento a los préstamos hipotecarios, a la vista de las ventajas que presentan para las entidades financieras; a saber, la consistencia de la garantía, desde el punto de vista de la seguridad del negocio, y la estrecha vinculación con el cliente, desde una perspectiva estrictamente comercial.

En efecto, ya antes de la promulgación de la Ley 41/2007, de 7 de diciembre, por la que se modificó la Ley 2/1981, de 25 de marzo, de Regulación del Mercado Hipotecario y otras normas del sistema hipotecario y financiero, era frecuente el recurso a la figura de la hipoteca en garantía de obligaciones futuras (arts. 142 y 143 LH) o de cuentas corrientes de crédito (art. 153 LH), con el claro objetivo de lograr la inscripción de una hipoteca única que garantizara obligaciones totalmente futuras e indeterminadas o una masa indiferenciada de obligaciones independientes entre sí. Ante tales propósitos, la postura inicial de la entonces Dirección General de los Registros y del Notariado (hoy, Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública) fue categóricamente opuesta a la posibilidad de inscribir una hipoteca de semejantes características, a la que aludía con el término de “flotante”, so pena de incurrir en una clara vulneración del principio de accesoriedad y de las exigencias inherentes al principio de especialidad, en una interpretación coherente con el marco normativo de aplicación y el desarrollo que, de este, venían realizando doctrina y jurisprudencia. En este sentido, destaca la resolución de 17 de enero de 1994, que vino a equiparar la admisión de hipotecas en garantía de deudas totalmente futuras con un difuso derecho real en formación que constituía, en realidad, una mera reserva de rango registral, contraria no solo a los principios hipotecarios antes aludidos sino, asimismo, a la normativa en materia de prelación de créditos, y cuyas consecuencias prácticas se traducían en un menoscabo indebido –sin causa– del crédito territorial del propietario –dado su encadenamiento a la entidad financiera– y en una perturbación del tráfico inmobiliario. Recordaba así la DGSJFP cuál había sido la opción del legislador en la configuración del sistema hipotecario español que, a diferencia de otras legislaciones extranjeras, partía del clásico brocardo nemini res sua servit y del tradicional carácter accesorio de la hipoteca.

De igual forma, con apelación al dogma de la accesoriedad y consiguiente indivisibilidad de la hipoteca, y ante los supuestos de novaciones, calificadas de meramente modificativas, de préstamos hipotecarios por los que se pactaba una ampliación de capital que pretendía realizarse con cargo a la garantía hipotecaria inicialmente constituida, el Centro Directivo subrayó de forma reiterada que la hipoteca creada para la seguridad de un crédito no podía aplicarse posteriormente, como una reserva de rango disponible, a la cobertura adicional de otro, ni aunque por haberse reducido el importe del primero pudiera caber el segundo dentro del límite de responsabilidad hipotecaria establecida para aquel (RDGRN 26 de mayo de 2001). Así, la Dirección no solo se mostró contraria a lo que posteriormente se conocería como “hipoteca recargable” (nombre tomado del Derecho francés: vid. arts. 2422 y concordantes de su Code civil), sino que estableció que, en aquellos casos en los que se produjera una novación del contrato de préstamo primitivo consistente en una ampliación de capital, y consiguiente responsabilidad hipotecaria, la ampliación de la hipoteca había de asimilarse, a efectos prácticos, a la constitución de una nueva, correspondiente a esa nueva obligación, en aras a salvaguardar los derechos adquiridos por terceros acreedores con carácter previo a la ampliación y, en definitiva, por exigencia del principio de prioridad y de las normas imperativas sobre concurrencia y prelación de créditos; y ello sin perjuicio de que inter partes pudiera operar como una obligación única por efecto de la novación.

Pues bien, frente a tales doctrinas la anteriormente citada Ley 41/2007 introdujo en la Ley Hipotecaria un nuevo artículo 153 bis en el que pasó a regularse de manera expresa la hipoteca flotante o global; mientras que mediante la modificación del artículo 4 de la Ley 2/1994, de 30 de marzo, de subrogación y modificación de préstamos hipotecarios, incorporó al ordenamiento español, al parecer de cierto sector, la hipoteca recargable. Y es que la confusa redacción de la ley y la parca regulación de la figura, tímidamente incluida en una norma de carácter auxiliar en materia de Derecho hipotecario como es la Ley 2/1994, dio lugar a múltiples inter-pretaciones doctrinales sobre su misma existencia. Disparidad de criterios que, durante el transcurso de los años, se vio avivada por la posición vacilante que al respecto mantuvo la DGSJFP hasta el 14 de mayo de 2015, cuando introdujo un giro sin precedentes en la interpretación que había realizado no solo respecto del precepto en cuestión sino del sistema hipotecario en su conjunto: en dicha resolución, y con base en una interpretación que catalogó de fundamentalmente “finalista” y “sistemática”, puso fin al debate doctrinal surgido en torno a la admisibilidad de la hipoteca recargable, inclinándose por reconocer abiertamente la configuración de un nuevo modelo de hipoteca a través de su “recarga”, que consiste, en palabras del Centro Directivo, en “la facultad de compensar las cantidades amortizadas del principal –de un préstamo preexistente– con los nuevos importes concedidos, siempre que la suma de estos con el capital pendiente de amortización del préstamo primitivo no supere la cifra de capital inicialmente concedido, aunque existan acreedores intermedios, y con el mantenimiento del rango de la hipoteca que seguirá siendo única”.

En definitiva, ambas figuras (hipoteca global e hipoteca recargable) recogen al fin y a la postre una aspiración de las grandes entidades de crédito de fidelizar a los clientes, al propiciar que adquieran un monopolio o exclusiva sobre el deudor y sus bienes inmuebles. De ahí que quepa considerarlas como una flexibilización de las rigideces o, incluso, una superación del modelo tradicional español de hipoteca, por lo que se sitúan en la senda de los sistemas de garantías que antes se han calificado de “funcionales”. En esta dirección, doctrina muy autorizada ha aseverado con exactitud que la perspectiva adoptada en la reforma no es desde luego la del jurista, sino la de una entidad que comercializa productos financieros y desea que los clientes necesitados de crédito acudan siempre a ella para obtener financiación. Esta idea queda confirmada con claridad tanto en la regulación de la hipoteca flotante como en la modificación de la subrogación hipotecaria. La cuestión es determinar en qué medida esta nueva perspectiva se acomoda a los principios civiles registrales y a las normas sobre ejecución, por lo que a ella se consagran sendos capítulos de esta obra.

VI. En resumidas cuentas, como bien se colige de lo hasta aquí expuesto, el problema principal que, en mi criterio, presenta el sistema español de garantías reales, ya mobiliarias, ya inmobiliarias, es el de su diádica naturaleza: junto a uno de signo tradicional, asentado sobre unas rígidas bases que tienen por objeto “mitigar las inmoderadas exigencias de los prestamistas” (como decía la exposición de motivos de la Ley Hipotecaria de 1861) y proteger tanto al deudor (para que pueda solicitar más crédito con cargo a su verdadera riqueza) como a los terceros acreedores (de suerte que el garantizado no ocupe una posición monopolística sobre los recursos de aquel y solo obtenga por medio de la caución aquello que le es debido), convive otro, introducido paulatinamente en nuestro ordenamiento ante todo por la presión de las entidades financieras (y en el que se integran el leasing, las garantías reguladas en el RDL 2/2005, la prenda omnibus, la hipoteca flotante, la hipoteca recargable, etc.), que poco o nada tiene que ver con el anterior, y en el que se vela, en esencia, por la intangibilidad de la (poderosa por exclusiva y reforzada) posición del titular del crédito asegurado en cualquier situación de conflicto (sea concursal o extraconcursal) sobre el activo o activos de que se trate, ya frente al obligado, ya frente al resto de sus acreedores. En esta perspectiva, el legislador español haría bien en decidir de una vez por todas qué dirección toma en la encrucijada entre “formalismo” y “funcionalidad” de las garantías reales, pues los costes derivados de la actual situación de confusión e indefinición son, en términos económicos, litigiosos y jurídicos, incalculables. Y si bien las alternativas que tiene a su disposición para resolver semejante dilema son múltiples, existe acaso una muy sencilla, consistente en proceder a una clara delimitación del ámbito de aplicación de sendos esquemas en función de un criterio subjetivo: así, mientras el “formalista” seguiría siendo el aplicable a las relaciones entre particulares o consumidores y las entidades de crédito, el “funcional” sería aquel que regiría las que median entre estas y el mundo empresarial. Todo ello, claro está, sin perjuicio de otras propuestas más concretas que se desgranarán a lo largo de esta obra al hilo de cada una de las figuras estudiadas.

Gorka Galicia Aizpurua

Profesor Titular de Derecho Civil (acred. Catedrático) UPV/EHU

IP del Proyecto DER2017-86292-P, financiado por el FEDER, el Ministerio de Ciencia e Innovación y la Agencia Estatal de la Investigación

Asimetrías en el sistema español de garantías reales

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