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IV. SIMULACIÓN NEGOCIAL Y CAUSA (DEL CONTRATO)

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La STS 268/2020, de 9 de junio, que ha servido de pretexto a este estudio, realiza una segunda afirmación que, en tanto que alusiva asimismo a la cuestión de la “causa”, merece algún comentario, siquiera breve: me refiero a aquella en virtud de la cual el Tribunal Supremo insiste, por enésima vez, en su idea de que la simulación contractual (sea absoluta, sea relativa) es un problema que atañe a la causa del contrato y no, en cambio, al consentimiento93.

Vaya en cualquier caso por delante la adhesión a la solución final dada al litigio: la acción para solicitar la declaración de nulidad de la ficticia venta de acciones94 era, en el supuesto, imprescriptible por ser absolutamente írrita, sin que le fuera de aplicación el plazo de caducidad previsto en el artículo 1301 CC. En lo que se discrepa es en la fundamentación del fallo.

Que el Tribunal Supremo ancle habitualmente el fenómeno de la simulación contractual en los artículos 1275 y 1276 CC se explica por el significado que adjudica al término “causa”. Pues comoquiera que, a su decir, esta no es sino el fin o propósito que las partes tratan de colmar a través de la celebración del contrato y mediante el aparente no persiguen ninguno, o persiguen otro distinto al que declaran, los primeros carecerían completamente de ella, mientras que los segundos estarían expresando una causa distinta de la realmente querida y, por ende, falsa (en el sentido de “mentida”). De esta guisa, si en las hipótesis de simulación absoluta el contrato ha de estimarse siempre radicalmente nulo por mor de lo dispuesto en el artículo 1275, en las de simulación relativa la validez del convenio puede llegar a salvaguardarse gracias a lo establecido en el 1276: “La expresión de una causa falsa en los contratos dará lugar a la nulidad, si no se probase que estaban fundados en otra verdadera y lícita”95. O sea: el negocio disimulado ha de considerarse válido, al menos siempre que reúna los requisitos enumerados en el artículo 1261.

Es verdad que, al margen de lo estipulado en los artículos 1261.3.° y 1274, no es posible encontrar de nuevo en el Código el concepto de causa de la obligación. Pues, por muy cercanos que se hallen a este último en su ubicación sistemática, el sentido que se esconde tras el uso de la palabra “causa” en los 1262.I, 1275, 1276 y 1301 CC es otro distinto: en ellos el término equivale (ahora sí) a la razón o el motivo del obrar de las partes. La explicación a tan radical mutación de significado entre unos y otros preceptos se encuentra, como ya se ha sugerido, en los antecedentes históricos, en los que no procede ahondar ahora96.

Es por ello que, hoy, una buena parte de nuestra doctrina y jurisprudencia establecen aquella equivalencia: la causa sería, simplemente, la razón que mueve a las partes a contratar, el fin o el resultado que estas pretenden conseguir a través del contrato y para lo que buscan o esperan el amparo del ordenamiento jurídico. Dentro de esta perspectiva, es además habitual distinguir entre dos clases de causa: una “objetiva” y otra “subjetiva”. La primera no sería sino la función económica que el contrato está llamado a satisfacer y se identificaría, entonces, con el tipo de transacción que las partes desean efectuar: en la compraventa, el intercambio de cosa por precio; en el arrendamiento, el intercambio de uso del bien por una renta; etc. Pretendidamente, esta vertiente de la causa encontraría reflejo en los artículos 1262.I y 1274 CC (aunque ya se ha visto que, en mi opinión, no es tal su sentido) y permitiría conferir al contrato celebrado una más fuerte o más débil eficacia en atención a su carácter oneroso o gratuito97, amén de extender –por medio de la analogía– a los negocios atípicos la disciplina establecida por el legislador para los típicos.

Pero comoquiera que los preceptos que el Código consagra al tema de la causa toman en consideración no solo aquel fin objetivo, sino también –bajo ciertas condiciones y a ciertos efectos– los motivos particulares que, en el caso singular, han podido llevar a las partes a celebrar el contrato, estos autores y la jurisprudencia defienden la existencia, además de aquella, de una noción “subjetiva” del término: se trataría de la denominada “causa concreta” (o “subjetiva”), expresión con la que se alude a los motivos o propósitos particulares que han podido incidir en la celebración del contrato y que han de adquirir relieve jurídico en esa calidad –en la de causa del contrato– si concurren determinadas circunstancias y presupuestos.

Sin embargo, tal y como va a comprobarse seguidamente, cuando se emplea la palabra “causa” en cualquiera de los dos sentidos recién descritos, en realidad no está designando –contra lo que se cree– un elemento contractual diferente al contemplado en el apartado primero del artículo 1261, es decir, diferente al consentimiento. Quiere decirse con ello que las alteraciones, anomalías o irregularidades que suelen ubicarse en la órbita de la “causa” son en puridad problemas que, aunque puedan reclamar soluciones jurídicas diversas, se ubican en la dimensión subjetiva del negocio.

Recuérdese: dice el artículo 1275 CC que “[l]os contratos sin causa […] no producen efecto alguno”, en tanto que, por su parte, el 1276 dispone que “[l]a expresión de una causa falsa en los contratos dará lugar a la nulidad, si no se probase que estaban fundados en otra verdadera y lícita”. Pero ¿qué son contratos sin causa o con causa falsa? ¿Se está aludiendo en tales preceptos, tal y como pretende la jurisprudencia, a los contratos simulados en forma absoluta y en forma relativa respectivamente, de modo que los primeros serían indefectiblemente nulos mientras que en los segundos cabría cuando menos salvar de la ineficacia al contrato disimulado?98

Considero que esta tesis resulta desafortunada por varias razones99:

1.ª Porque solo encuentra sustento en una inexacta interpretación de los artículos 1261.3.° y 1274: comoquiera que, según estos autores y la jurisprudencia, ambas normas exigen la concurrencia, en orden a la validez de la obligación o del contrato, de una causa entendida cual razón o porqué de la asunción de aquélla o de la celebración de este, tal requisito faltará por completo cuando falte dicha razón o porqué, lo que solo podría acontecer –tratándose de personas conscientes– en los casos de simulación –en los que las partes no quieren lo declarado o quieren cosa distinta a lo manifestado–. Sin embargo, una vez acreditado que los artículos 1261.3.° y 1274 CC no emplean el término de referencia en tanto que sinónimo de “razón o motivo para obrar” (sino como “fundamento” exigible respecto de la obligación atributiva), desaparece el único argumento normativo sobre el que asentar esta construcción.

2.ª Porque la reconducción de los artículos 1275 y 1276 hacia los supuestos de simulación vacía a estos preceptos de auténtico contenido normativo, convirtiéndolos en una pura aliteración de lo establecido en el 1261.1.°: claro es que el contrato en el que se simula la “causa” debe considerarse nulo, pero, a mi juicio, no por falta de ella, sino por ausencia de consentimiento. Pues del mismo modo que no lo hay cuando las partes yerran sobre la naturaleza del negocio que pretenden celebrar (disenso: art. 1262.I), tampoco existe cuando fingen convenirlo sin desear sus consecuencias. O sea: cuando se dice que un contrato simulado es un contrato carente de causa, se está diciendo, en realidad, que es un contrato carente de consentimiento, ya que la palabra “causa” se utiliza como un inútil circunloquio para designar lo que no es más que el contenido de la voluntad interna de los contratantes. Pues, en efecto, piénsese: ¿qué es el “resultado”, “lo que las partes pretenden conseguir”, el “porqué de la realización del contrato” o, más sintéticamente, el “propósito negocial” que les guía sino el contenido del consentimiento prestado por ellas? ¿Es que acaso cabe un consentimiento sobre la nada? Antes bien, con aquellas locuciones se está aludiendo en todo momento a circunstancias cuya representación intelectual llevó a las partes a querer el contrato, de modo que conforman, siempre, un quid ubicado en la dimensión subjetiva del negocio.

Nuestra sentencia asevera que en la simulación sí concurre dicho elemento esencial del contrato “en tanto en cuanto las partes actúan consciente y voluntariamente con la voluntad negocial de crear la apariencia”, idea que ya fuera defendida tiempo atrás por DÍEZ-PICAZO. Consideraba este autor que, en la simulación, sí hay una voluntad enteramente libre y sin vicios que también bautizó como “voluntad negocial de crear la apariencia”, en el sentido de que lo declarado “concuerda perfectamente con esta voluntad. El problema no radica en la voluntad sino en la causa”. Pues lo que las partes no han querido es la efectiva producción del resultado empírico que normalmente de su negocio debía derivar. No hay causa en el negocio. “El negocio se funda, según esto, en una causa inexistente”100. Pero, de esta guisa, se está aceptando de nuevo la posibilidad de un consentimiento contractual incoloro y vacío de contenido, lo que resulta inimaginable. Nótese, en fin, que para acreditar la existencia de la simulación ha de probarse el convenio simulatorio a través del cual las partes han decidido eliminar el valor específicamente negocial de sus declaraciones. Luego lo que hay que acreditar es una cuestión que incumbe siempre (sí o sí) al consentimiento101.

3.ª Porque constriñe inconvenientemente el concepto mismo de “simulación” refiriéndolo exclusivamente al propósito negocial, cuando es evidente que aquella puede afectar a otros extremos del contrato, como el objeto o la persona de alguno de los celebrantes102.

4.ª Porque el entendimiento del artículo 1276 como precepto regulador de los casos de simulación relativa no casa bien, siquiera, con su tenor literal: nótese que lo que la norma dice es que es el mismo contrato el que se mantiene a base de otra causa. Mientras que el contrato en el que la causa de una atribución sea falsa o mentida (por ejemplo, la obligación de entregar una cosa no tiene por causa la obligación de pagar un precio por ella, en cuyo caso, sería compraventa) no se mantiene como tal contrato, sino como otro distinto (como si en el caso anterior se prueba que la obligación de entrega tiene por causa la mera liberalidad del obligado: la obligación de entregar la cosa se mantiene, pero a base de otra causa –causa donandi–, y el contrato vale, no como compraventa, sino como donación)103.

Frente a esa lectura jurisprudencial de los artículos 1275 y 1276, existe otra que, aparte de resultar más coherente con su tenor literal, dota a sus prescripciones de una neta y específica consistencia jurídica. Se trata de aquella que se desprende de los comentarios que GARCÍA GOYENA dedicó a los arts. 998 (“La obligación, fundada en una causa falsa o ilícita, no produce efecto legal”) y 999 (“El contrato será válido, aunque la causa en él expresada sea falsa, con tal que se funde en otra verdadera”) del proyecto de 1851, precedentes inmediatos de los que ahora se analizan. En efecto, por medio de estas normas el jurista navarro buscó simplemente la inversión de la regla romana falsa causa non nocet aplicada en el ámbito de las donaciones y disposiciones de última voluntad, para que, de este modo, el error sobre el móvil impulsivo del negocio (ante todo, del gratuito) tuviera auténtica trascendencia invalidante: en su opinión, si la causa, es decir, el móvil que indujo al testador o al donante a disponer, constituía la parte fundamental y esencial de la atribución, su falsedad (el error sobre ella) había de propiciar la nulidad del acto104; y así pasó a establecerlo a salvo la siguiente excepción: que se demostrara la concurrencia en el supuesto concreto de otra causa (verdadera) en cuya consideración pudiera haberse celebrado el contrato105.

Precisamente esto es lo que quiere significar hoy a la letra el artículo 1276, ya que si bien nuestro legislador retornó al modelo romano en relación a las atribuciones mortis causa (vid. art. 767), mantuvo la solución ideada por GARCÍA GOYENA para los contratos y, en especial, para las donaciones; es decir, el artículo 1276, al hablar de causa falsa, alude a un defecto subjetivo; alude a la creencia de que se da o existe un presupuesto que falla en la realidad y que era motivo determinante de la obligación asumida por un contratante (la que suele dar en llamar causa “subjetiva” o “concreta”), de manera que, probada su falta, el contrato deviene anulable por este concepto como no se acredite la presencia de otro móvil (real y verdadero) impulsor del acto. “Tal es el significado del artículo 1276 en relación a las donaciones, a las cuales se aplica directamente; y no (por analogía) el 767, el cual, por tanto, es específico de los actos mortis causa”106. Luego tanto este precepto como el 1275 se refieren a la causa subjetiva o concreta, siendo su misión la de conferir relieve jurídico, de conformidad con el 1301, al error recayente sobre el móvil determinante de la celebración del contrato y ensanchar, así, el concepto que de este vicio aparece plasmado en el 1266, puesto que constriñe el mismo únicamente al objeto del contrato o a la persona de uno de los celebrantes cuando “la consideración a ella hubiere sido la causa (sinónimo nuevamente de “móvil”) principal del mismo”.

La intelección propuesta no viene desdicha por la contundente literalidad del citado artículo 1275, a cuyo tenor el contrato sin causa “no produce efecto alguno”. Esta locución, lo mismo que la empleada por su antecesor (art. 998 del proyecto), no persigue establecer una suerte de nulidad absoluta e insanable del contrato fundado en una causa falsa, sino reflejar con plena nitidez, frente a la solución histórica de signo contrario, la trascendencia invalidante del error sobre el móvil impulsivo del negocio. Por tanto, no debe adjudicarse a tal expresión mayor alcance que el que aparece definido en el artículo 1301, cuyas previsiones resultan plenamente congruentes con el tipo de anomalía en cuestión (una mera tara en el consentimiento): a su tenor, el contrato con causa falsa es meramente anulable durante un plazo de cuatro años contados desde la consumación del contrato; y no radicalmente nulo. De todos modos, para que el error sobre el móvil determinante posea eficacia invalidante es preciso, tratándose de contratos onerosos, que dicho motivo haya sido compartido por ambas partes, es decir, que las dos hayan participado en la representación de la circunstancia determinante de la celebración del pacto, lo que deberá dilucidarse conforme a criterios corrientes. En cambio, en las donaciones, el conocimiento o la ignorancia por el favorecido de la causa que impulsó al gratificante ha de juzgarse, muy probablemente, irrelevante.

Asimetrías en el sistema español de garantías reales

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