Читать книгу Arlot - Jerónimo Moya - Страница 16

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IX

Siguió Arlot las indicaciones de su padrastro y apenas abandonó el castillo al atardecer corrió hacia la iglesia, una irregular construcción rectangular de ladrillo sin otros adornos que una cruz de hierro sobre el tejado de pizarra, otra de madera tras el altar y unos toscos dibujos de la Virgen en uno de los laterales de la nave. En su día, al llegar a la aldea, Páter hubiese deseado encalar las paredes del interior y pintar sobre ellas algunas escenas bíblicas, pero en la villa de Arlot los pigmentos resultaban tan escasos y en consecuencia tan costosos que relegó la idea para tiempos mejores. Arlot se dirigió directamente a la vivienda, un edificio anexo a la iglesia construido aprovechando una de sus paredes, pero únicamente se encontró con el anciano sacerdote adormilado bajo una manta. El fuego, sin embargo, se mostraba vivo, señal de que Páter no andaba lejos. Salió en su busca y lo encontró alrededor de los corrales dando de comer a media docena de gallinas blancas. No era habitual ver aparecer a Arlot con aquellas premuras, y menos en un día en que no tenían clase y hacerlo con los ojos brillantes. Al principio el sacerdote se inquietó. Fue un instante puesto que aquel rostro no expresaba ningún tipo de angustia, sino lo contrario, lo que resultaba aún menos usual. Poco a poco, a medida que le fueron llegando las explicaciones, comprendió mejor premuras y ánimos, y a renglón seguido empezó a preocuparse.

—¿Hierro negro? ¿Una espada? ¿Para ti?

—Hierro negro y una espada, sí. Y para mí.

—¿De veras quieres que te dibuje una espada?

Arlot asintió y Páter negó sin convencimiento, en un acto reflejo.

—Soy un hombre de paz, ya no sé nada de espadas. Al menos… En otros tiempos… Bien hablo de tiempos muy lejanos que he olvidado.

La voz tenía ecos de recuerdos recobrados. Arlot, tan pendiente estaba del futuro dibujo, que no advirtió aquella vacilación.

—Pero yo sí entiendo, es parte de mi trabajo —insistió Arlot.

Nuevas dudas, nuevas muestras de que la mente del sacerdote se movía en dos tiempos, el pasado y el presente, y el hacerlo le confundía. Finalmente pareció imponerse el segundo, su tono sonó entonces resuelto y su rostro, abandonando vacilaciones anteriores, serio, firme.

—Y esa espada la aprovecharás para lo que me imagino.

No hubo respuesta y el sacerdote, forzando la gravedad del rostro y lanzando el último puñado de comida a las gallinas, prosiguió.

—No me seduce demasiado la idea de colaborar en tus planes, unos planes que condeno, ni siquiera como dibujante.

—¿Y prefiere que lo intente con mi vieja espada? —replicó Arlot.

Páter se mantenía circunspecto, casi enfadado u ofendido, como cuando enseñando a leer y escribir a Arlot y a sus amigos consideraba que no se esforzaban lo suficiente, fuese o no cierto.

—Sabes hacerlas y usarlas, de acuerdo. Y lo de ir de prácticas al Valle Silencioso no deja ser una muestra de que sois prudentes. Claro que no sirve de demasiado y ya se habla de ello. Se habla más de lo conveniente.

—A la gente le gusta hablar de lo que no le concierne.

—No lo dudo. ¿Pero son habladurías que vais allí o habladurías lo que se dice que hacéis allí?

Silencio. Páter intentó componer una sonrisa sarcástica.

—Lo primero está claro, en algo tienen que distraerse con la vida que llevan, eso les digo yo —señaló—, y respecto a lo segundo sé que nadie se lo toma en serio a día de hoy. Sois jóvenes y pelear, amistosamente, claro, forma parte de vuestros impulsos. Hay que desahogarse. Pero puede llegar el momento en que, por cualquier motivo, haya quien decida que tanta práctica da que pensar. Un grupo de jóvenes, la mayoría fuertes, armas… ¡Uf¡ Da que pensar, tanto que el rumor acabará en el castillo, y recuerda lo que le pasó a la madre de Yamen.

—No tiene nada que ver, nosotros no somos siervos, somos hombres libres.

—Pero no caballeros. Y la madre de Yamen era la viuda de un oficial del mismo rey, no te olvides.

—No lo he olvidado, y si somos caballeros o no se verá con el tiempo.

—¿Se verá con el tiempo? Mira, vivimos una época de cambios, lentos, pero visibles. Hoy cada señor acata la autoridad real, eso dicen, y luego dictan las normas según conveniencia. Y reconozco que el tema del derecho a armas no anda demasiado claro. Hace tiempo… Eso sí, te doy fe que en el bosque Silencioso sucedieron hechos horribles. No es un buen lugar.

—Ahora olvidemos el bosque Silencioso —interrumpió un Arlot inquieto ante la posibilidad de cambiar de tema.

—No es inteligente buscar en el olvido un remedio.

Arlot conocía la leyenda. Se decía que en el bosque hubo una terrible matanza y que las almas de los muertos quedaron vagando entre los árboles a la espera de una venganza liberadora que nunca tuvo lugar. Su presencia ahuyentó hombres y animales y dejó el lugar en poder de un silencio absoluto en recuerdo de la propia Muerte. Ni Arlot ni sus amigos habían creído la historia al margen de que allí se hubieran producido una serie de crímenes, como ocurría con frecuencia en otros muchos lugares del país. Es más, se sentían atraídos por su paz y su soledad, algo difícil de conseguir en otros bosques próximos a la aldea.

—Páter, no niego que hubiera una matanza —dijo Arlot viendo peligrar el dibujo de su espada, ¿y cómo justificaría la negativa del sacerdote a su padrastro?—, pero se supone que las almas van al cielo o al infierno y no que se quedan vagando por los caminos ni entre los árboles para aterrorizar a la buena gente.

El sacerdote, intuyendo una irrespetuosa ironía en el comentario y en consecuencia ofendido, se revolvió.

—¡El alma de cada cual acaba donde se merece, sí, pero la maldad permanece y en ese lugar Satanás arraigó entre el miedo, la sangre y el dolor y quién sabe si su huella sigue allí! ¡Pocas bromas con según qué temas!

Cuando a Páter le asaltaba la vena ortodoxa, lo que por fortuna sucedía de forma esporádica, todos sabían que tocaba armarse de paciencia y dejar que se tranquilizara. Triste solía decir que esos episodios actuaban de contrapeso en un espíritu más inclinado a la acción que a la contemplación, al libre albedrío que al determinismo, al idealismo que al materialismo y en el fondo a la espada que a la cruz. Se decía, otro rumor que sumar a la lista, que había entrado en un monasterio tras una de las más duras batallas que se recordaban por aquellos territorios. Sin embargo en este caso su reacción había sido excesiva. ¿Tenía algo que ver aquella visceralidad con ello? Nunca le había hablado del tema, ni siquiera de los rumores, y cuando se le hacía una insinuación al respecto, se encerraba en un mutismo enfurruñado que podía durarle horas. Cierto o no, incluso ahora los propios soldados le mostraban respeto.

—No es propio de hombres de Dios tentar al mal, exponerse —prosiguió tras recuperar la calma y tomando del hombro a Arlot y casi arrastrándole a la iglesia—. Sabes que ciertos comentarios no debo admitirlos por fidelidad a mis votos. Lo sabéis todos, en especial tu compañero del alma, Yamen, un especialista en insinuar barbaridades. —Se detuvo e hizo que se detuviera Arlot en el umbral de la iglesia— ¿Y dices que, una vez forjada será para ti?

Arlot vio abrirse una brecha de esperanza, lo que conociendo al sacerdote, dado a los cambios de humor tras desahogarse, no resultaba nuevo. Primero explotaba, luego recapacitaba y finalmente entraba en razón, y lo hacía con una agudeza que todos, y ellos los primeros, valoraban.

—Eso creo, no estoy seguro. Bien, sí lo estoy, pero me parece imposible.

—¿Y él ya sabe…?

—Hablará con el marqués.

—Entiendo, eso por delante. Bastante preocupado me tenéis con esas viejas espadas. —Se acarició el mentón, pensativo—. Y tú, por supuesto, querrás algo que se amolde a tu estilo al manejarla, a tu envergadura y a tu fuerza. Sin olvidar el sentido común, lo que en demasiadas ocasiones maltratas.

—Si llega a mis manos, prometo emplearla únicamente en causas que yo considere justas. Sentido común sabe que tengo.

Hubo un gesto entre el rechazo y la aceptación, entre la ironía y el estoicismo. No siempre, musitó el sacerdote, no siempre. A continuación, en voz alta, continuó:

—Te recuerdo que tenemos una conversación pendiente sobre lo que tú entiendes por causas justas, ¿verdad? No lo he olvidado. Y creo recordar que versaba sobre ciertos afanes de venganza. Mientras ese tema no se aclare dejemos tu sensatez en la fresquera.

Arlot abandonó la expresión ilusionada y se frotó con fuerza el rostro. Cuando las manos se apartaron, se había cubierto con una sombra que Páter conocía.

—Lo siento —se disculpó sin ternuras—, pero el tema es lo suficientemente grave como para que yo no lo trate de una forma superficial. Te hablo como sacerdote, en cierta forma tu tutor y como tu amigo.

—Repito que prometo emplearla únicamente en causas justas —replicó Arlot progresivamente serio—. Y repito también que, ya puestos en una empresa a la que no pienso renunciar, me será más difícil conseguirlo con una espada vieja y medio oxidada que con una nueva y forjada por mi padrastro con un acero especial.

Páter alzó un dedo, como si recriminase a un niño alguna falta menor. Sin embargo, algo rompía el equilibrio de la escena. En este caso para encontrar los ojos del supuesto transgresor debía elevar la vista puesto que este le sobrepasaba un palmo.

—El odio es un pecado grave y la venganza se basa en el odio. El odio es un veneno que nos destruye desde dentro, Hebreos. Lees poco.

Sí, se dijo Arlot, el odio es un veneno y él odiaba, pero no tenía la impresión de que ese odio le destruyera o le debilitase, todo lo contrario. El odio al asesino de su padre le había hecho fuerte desde niño. Por otra parte, su misión no se basaba exclusivamente en el odio y la venganza, también había en ella afán de justicia, de liberar a la gente indefensa de un monstruo. Se lo repetía constantemente porque lo creía.

—Pensándolo bien, vete a saber si en vuestras andanzas por el bosque Silencioso el mal…

—Páter, tiene mi palabra que nunca hemos encontrado más que plantas y pájaros, quizá algún zorro y un par de jabalíes, ni sentido más que el cansancio de la práctica de las armas. Por cierto, se dice que allí no hay animales y eso no es cierto. Los gemelos nos han propuesto en muchas ocasiones convertirlo en un espacio de caza.

—No seré yo quien coma esa carne contaminada por vete a saber qué —protestó Páter sin convencimiento, admitiendo interiormente que sus palabras no resultaban acorde con su mentalidad, luego suspiró tratando de evitar contagiarse de la irónica mirada de Arlot. Le conocían—. En fin, mi deber sacerdotal es ayudar a superar los males del alma y aconsejar debidamente para evitar en lo posible los del cuerpo. En este caso, por lo que se ve, los del alma exigirán mayores esfuerzos por mi parte, y respecto a los del cuerpo si te mantienes rozando el pecado de la testarudez, tal como me temo, habrá que esforzarse con el croquis. Por lo menos que te sirva para defenderte. Para defenderte, ¿queda claro?

No hubo respuesta y Páter lo agradeció. Durante años había pugnado por inculcarles el rechazo a la mentira. Entraron en la iglesia y, sin liberar el hombro de Arlot de su mano, guiándole incluso de forma brusca, le condujo hasta la sacristía, un pequeño habitáculo tras el altar amueblado con un armario, una mesa y un baúl, todo de una madera en lamentable estado. Una cruz de metal se balanceaba colgada del techo, junto a la ventana.

—Aquí trabajaremos mejor, a él prefiero no preocuparle ni tener que disimular —dijo Páter señalando en la dirección en que se encontraba su anciano compañero—, bastante tiene con sus achaques. ¿Qué pensaría si me viese bosquejando armas? Se supone que apenas entiende lo que se le dice, que no oye, pero tengo comprobado que en según qué temas, los que le interesan, goza de un oído sumamente fino.

Dicho lo cual se dirigió al armario, extrajo un rollo de papel y lo extendió sobre aquella mesa cuyo mayor mérito se basaba en mantenerse en pie. Al hacerlo apareció el dibujo de un ángel en un ángulo.

—Bocetos sin acabar—aclaró Páter—, algún día haremos que la iglesia nos resulte más agradable. Al menos ese es mi propósito. Ah, y nada de escenas del infierno ni martirios bañados en sangre, que Dios tenga a los santos en su gloria, pero mis feligreses ya tienen suficiente con las penas del día.

Lo había dicho como de pasada, un comentario lanzado al azar, sin importancia, pero acompañándolo con un brillo malicioso en los ojos. A continuación abrió uno de los dos cajones de la mesa, y extrajo de allí un carboncillo.

—¿Sabes?, el dibujo es una de mis pasiones, al menos durante los últimos años. —Giró el pergamino con un suspiro y lo extendió sobre la mesa. Repitió el suspiro, esta vez cerrándolo con un concluyente resoplido—. Una espada, nada menos que una espada. ¿Quién me lo iba a decir? A estas alturas dedicándome a dibujar espadas. En fin, que el Señor me perdone. Vamos allá.

Sacerdote y aprendiz de herrero trabajaron codo con codo hasta llegar el anochecer. El primero, que mostraba un considerable conocimiento de las armas y de su uso, aclaraba la finalidad de cada trazo, de cada forma, y el segundo, que mostraba una igualmente notable claridad de ideas al respecto, proponía perfeccionar el trabajo afinando los detalles con la precisión de un experto. Formas, medidas, pesos, equilibrios, ángulos, filos, punta, incluso grabados en la empuñadura, cualquier retoque poseía una finalidad concreta. Nada de adornos inútiles.

—¿Tú has visto alguna vez una espada como la que me estás pidiendo que dibuje? —preguntó Páter ante una propuesta de corrección, la enésima, que consideró exagerada—. No creo que esto suponga una mejora en sí.

Arlot se encogió de hombros, concentrado.

—La he soñado muchas veces —contestó finalmente—. Esa es la mejora.

—Pues entonces de acuerdo —concedió Páter—. En asuntos de sueños, no de modorras, soy respetuoso.

Continuaron trabajando. El tiempo transcurría con tal celeridad que la noche se cerró sin que ellos lo percibieran. Se acercaba la hora de la cena cuando dieron por conforme el esbozo de la hoja y pasaron al mango.

—Se está haciendo tarde ¿Seguimos mañana? —preguntó Páter.

—Lo que usted considere mejor —respondió Arlot sin demasiado entusiasmo ante la perspectiva de aplazar el resultado final.

Páter, dominado por el mismo interés, olvidó su propuesta.

—¿Qué tal cruciforme?

Arlot dudó. Había fantaseado con el mango de una espada, la suya, a menudo, y pensado hasta el último detalle. Sin embargo, y a diferencia de lo relativo a la hoja, en este caso dudaba si dejarse llevar, aunque fuese de forma relativa, por la imaginación. En la herrería se dedicaba a reparar las hojas de algunas espadas, incluso a forjar las más simples, pero para los mangos, según le decía su padrastro, aún no estaba preparado. Los mangos, solía argumentarle, se mueven en unos niveles diferentes. Si quieres conseguir una espada superior a la media, necesitas conocer a quien la manejará, y no solamente su físico, su mano, la fuerza de su brazo, su agilidad o pesadez, también es importante su forma de ser, su carácter. Físicamente Arlot se sabía poderoso, pero ¿y su carácter? ¿Qué sabía él sobre su carácter? Lo suficiente, se dijo. Al menos para empezar.

—La empuñadura, cilíndrica y no lisa —aventuró.

—Naturalmente —sonrió Páter ante el escaso convencimiento con se había expresado Arlot, algo inusual en él—. Una irregularidad bien calibrada ayuda a sujetar mejor el arma, incluso a colocarla en la mano en el lugar adecuado. En general, una buena fórmula es la del cordel enrollado…

—Preferiría que tuviese grabados… —le interrumpió Arlot. A continuación tomó aire y concluyó—: …un buey y un carro.

—¿Un buey y un carro? —rió el sacerdote.

—Un buey y un carro —repitió con aplomo Arlot—, aunque después queden ocultos por un cordel. No creo necesario hacerlo, pero se verá.

—Bien, ya me lo explicarás —dijo Páter mientras iniciaba el dibujo, divertido—. ¿Tu padrastro sabrá o querrá grabarlo?

La pregunta, lanzada a título de ironía, obtuvo una respuesta inmediata, una respuesta que acabó de desconcertar al sacerdote.

—Lo grabaré yo. No sé dibujar, pero para hacer algo sin mayores aspiraciones me veo capaz.

La voz había sonado segura, decidida. Tanto que, tras calibrar si hablaba en serio y tras confirmarlo con una simple mirada, Páter continuó dibujando sin otros comentarios. Arlot estudiaba los movimientos del carboncillo y al tiempo pensaba. Cazar pájaros con una honda, especialmente patos, era una de las formas de caza favoritas de su padre. Necesitamos carne y en el bosque es difícil encontrar animales que podamos abatir con nuestros medios, le explicaba cuando le acompañaba en las cacerías. Tras su desaparición él nunca había vuelto a coger una honda, inclusive sentía cierta contrariedad cuando Triste, un maestro en su manejo, la empleaba. Por ello la primera idea había sido la de grabar una bandada de patos. Sin embargo, casi simultáneamente otra imagen, la de su padre labrando los campos, se añadió y acabó imponiéndose. Páter había acertado al intuir que no debía pedir explicaciones, en el rostro de Arlot se dibujaban demasiados recuerdos, y demasiado tristes, para hacerlo.

—Veamos si acierto con la forma y la posición para que te resulte cómodo sujetarla. Claro que como sigamos por este camino necesitarás un artesano. Contra más compliquemos la forma…

—Mi padrastro es el mejor.

Páter le miró, alargando la pausa. Con todo, tenía plena consciencia que a mantener silencios aquel chico le aventajaba.

—¿La cruz del mango?

—En arco hacia la punta.

—Para retener los golpes.

—Exacto.

—Bien pensado. Mañana tendrás el boceto en limpio, con las medidas incluidas. Intentaré facilitar el trabajo a tu padrastro.

Arlot

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