Читать книгу Arlot - Jerónimo Moya - Страница 9

Оглавление

II

Un domingo otoñal con tintes invernales, tras la comida y como de costumbre, se prepararon para ir a la iglesia. Pero aquel día, y por una vez, el niño les pidió acabar el juego con el que andaba entretenido, construir un pequeño carro.

—Casi lo tengo montado —aseguraba muy serio—, y no quiero dejarlo a medias. Vosotros me habéis enseñado que si algo se empieza, hay que terminarlo. Nada de para mañana.

Sin embargo, la realidad estaba en que tantas horas en la iglesia le aburrían. Aunque sus padres tuvieron claro el motivo y lo comprendían, se negaron en redondo.

—Tienes ocho años, ¿cómo te vas a quedar solo? —dijo el padre.

El niño insistía apuntando hacia el pequeño carro.

—Me quedaré un rato, conozco el camino y os prometo que llegaré a la iglesia a tiempo. ¿Qué peligro hay?

—El peligro es que, repito, tienes ocho años —se resistió la madre—, y un niño de ocho años no se queda solo en una granja.

—Será un momento y corriendo os alcanzaré poco después que lleguéis —perseveró él con la mejor de sus sonrisas.

Por entonces se mostraba siempre alegre, y no solamente alegre, también sensato y obediente. Por otra parte, vivir con una amenaza que no se materializa durante tanto tiempo acaba haciendo bajar la guardia. Y la sensatez. Le habían educado en ella y nunca les había fallado. ¿No estarían sometiendo a unas normas excesivamente rígidas a quien no dejaba de ser un niño? Acabaron dudando. Por lo demás, la casa quedaba apartada del camino del bosque, separada por las tierras cultivadas y medio oculta por la gran roca. Sin olvidar que el duque no superaba en cuanto a presencia al propio Satanás, y Satanás no alteraba su forma de vivir. A aquel lo evitaban siguiendo unas pautas, y a este, rezando. Es decir, el duque de Aquilania se había transformado antes en un símbolo que en un ente físico. De modo que, tras muchas dudas, cedieron haciéndole prometer que les seguiría antes de que la sombra del palo llegase a la sexta piedra. Lo prometió el niño y partieron ellos. Hasta ese momento la vida había sido amable con ellos, el cielo seguía en su lugar cuajado de promesas y una brisa cálida y perfumada llenaba el ambiente. ¿Qué podía suceder porque el chico se quedara un rato en la casa?, se preguntaban mientras caminaban cuan lento les era posible para facilitar el reencuentro. El duque, por lo que sabían, se desplazaba preferentemente por lo que llamaban su espacio sacro, y la casa y sus huertos no quedaban cerca de él. Preferentemente.

Una vez solo el niño continuó esforzándose por conseguir que el armazón de ramas adquiriera el aspecto de un carro, con tan regular éxito que acabó distrayéndose lanzando piedras contra unos supuestos enemigos ocultos entre los arbustos que crecían junto a la cabaña. Cuando a la sombra le quedaba menos de un palmo para alcanzar la señal, se dispuso a cumplir con lo acordado. Sin embargo, vencido por su infantil inclinación a las aventuras y dado el margen de tiempo aún disponible, decidió alargar el recorrido hasta la iglesia, apenas necesitaba hacerlo en un centenar de metros, y acercarse al bosque. Solo acercarse. ¿El motivo? La atracción hacia lo que se nos prohíbe, en especial si no acabamos de comprender el motivo. Porque ¿qué pasaba en aquel lugar los domingos por la tarde para que ni siquiera en las reuniones en la iglesia se hablara de ello? El sacerdote oficiaba la misa y a continuación leía fragmentos de la Biblia o se lanzaba a interminables sermones sobre la necesidad de ser buenos cristianos. Nada relativo al motivo por el que tras la misa continuaban allí hasta el anochecer. En realidad, asomarse al camino no dejaba de ser una desobediencia venial. Pensarlo le provocaba un cosquilleo de animación en el estómago que le hacía feliz. Su travesura no respondía a una decisión premeditada en un sentido estricto del concepto, sino a la consecuencia de años de avisos sumados a un carácter inquieto, dado a la curiosidad. Según explicó más tarde, cuando llegó el momento de las justificaciones, solamente pretendía averiguar por qué aquel lugar provocaba tantos temores a tanta gente, incluyendo a hombres tan fuertes y valientes como su padre. Dicho y hecho. Quedaba tiempo de llegar puntual si se daba prisa.

Corrió hacia el bosque. He ahí una experiencia y un acto con el que empezaría a forjar su valor. ¿No le insistía su padre en la necesidad de ser valiente? Pues bien, aquello no dejaba de suponer un acto de obediencia, al menos en parte. Intentando convencerse de que lo que pensaba era cierto, llegó a la gran roca, se encaramó en lo alto y esperó mientras recuperaba el aliento. No hubo fortuna, al menos eso se dijo, pues nada sucedió. El bosque mostraba su sosiego habitual, apenas interrumpido por el canto de algún pájaro oculto entre los ramajes. Decepcionado, descendió de la roca y se lanzó a una nueva carrera, esta vez en busca de sus padres. Mientras corría intentaba asimilar el desencanto y rumiaba con la posibilidad de intentarlo de nuevo otro domingo. Ya que el misterio se mantenía, y su voluntad por desvelarlo también. En consecuencia, entre remordimientos, ligeros, por desobedecer de nuevo a sus padres, al cabo de unas semanas la escena se repitió desde conseguir el permiso con una nueva excusa, hacer de una rama una espada, hasta la promesa de la sexta hora. En esta ocasión se tomó más tiempo, lo que le permitió ocultarse con mayor cuidado en lo alto de la gran roca. En realidad permaneció allí unos minutos, por mucho que le parecieran horas, y ya se disponía a abandonar cuando le llegó un rumor, como una tormenta lejana que se aproximara a gran velocidad. Se apretó contra la roca. El rumor creció lo suficiente para tener la sensación de que la tormenta estaba a punto de situarse sobre el bosque. Pero el cielo continuaba azulado, plácido. Alzó la cabeza lo mínimo para alcanzar a ver el camino justo en el momento en que los falsos truenos resonaban con mayor furor. Así pudo entrever la aparición de un jinete alrededor del cual flotaba una capa de color rojo oscuro. Montaba un caballo enorme, gris, de pelaje blanco como la nieve, que avanzaba a grandes zancadas partiendo las ramas y las piedras del camino. Tal fue el impacto que aquella visión le causó, y el miedo que le provocó, que se juró no volver a desobedecer a sus padres nunca más y pasar todos los domingos del año en la iglesia en su compañía. Eso se decía, una vez montura y jinete se alejaron, cuando por segunda vez corría hacia la iglesia.

Pasaron los meses, y desafortunadamente, sus nobles propósitos se fueron diluyendo entre los recuerdos de la imagen, la atracción que había sentido unida al terror, y la monotonía con que transcurrían unos días cada vez más cortos y grises. Finalmente, por afán de aventuras, por candidez o por su empeño en forjarse en el valor, consideró que ver de cerca al jinete supondría algo importante en su vida. Los cobardes merecen ser despreciados, se repetía entre risas recordando las exclamaciones de uno de los asistentes a la iglesia, a quien su madre calificaba de fanfarrón. Nueva excusa, acabar de construir una balsa por la que navegaran los barcos que hacía con ramas, nuevo consentimiento y nueva carrera hacia la gran roca. Eso en principio porque en esta ocasión optó por arriesgarse más y, tras dejarla a su espalda, se dirigió al camino, el mismo por el que había aparecido aquel extraño jinete y su descomunal caballo. Una vez allí, se ocultó detrás de un árbol. El paisaje y sus sonidos se repitieron. Ambiente apacible, aroma a hojas secas y canto de los pájaros. Hasta que todo se transformó. El bosque se volvió un lugar amenazante, los aromas se borraron y el canto de los pájaros enmudeció. Volvió a llenarse el bosque de truenos y, sin pausa para poder reconsiderar la situación, reapareció la imagen que le había obsesionado desde que había entrado en su vida. No pensó, ni siquiera advirtió que estaba menos oculto de lo que creía, tampoco que avanzaba un paso hasta el linde del camino con la boca y los ojos abiertos. Cuando tuvo conciencia de su temeridad, el tiempo de las correcciones se había consumido. Como había supuesto en sus ensoñaciones, la imagen y lo que sucedió serían importantes en su vida, decisivos. Con el tiempo comprendería que le había salvado la propia locura del duque, quien le dejó tendido en el bosque dándole por muerto. En aquella mente enferma imperó la idea de ritual cumplido, ira satisfecha. No siempre lo conseguía. Mientras, en la iglesia, sus padres confiaban al sacerdote y a los feligreses su angustia ante la tardanza del niño. Volvieron a la cabaña antes del anochecer y siguiendo un doloroso presentimiento se dirigieron al bosque. Allí lo encontraron sobre un charco de sangre. Y continuó la pesadilla. El padre, un hombre que había situado la sensatez como uno de sus principios básicos de conducta, cegado por el dolor al creer que su hijo no sobreviviría a la herida, al cabo de dos días buscó en la venganza su consuelo. Buscó la venganza y encontró la muerte.

Cicatrizaron las heridas físicas del niño y se mantuvieron abiertas las interiores. Llegó el invierno. Lo sobrevivieron con lo que habían preparado a lo largo del año. Supuso un periodo largo y difícil. El niño se esforzaba por llenar el vacío que había dejado su padre y acarreaba agua, cortaba leña, arreglaba desperfectos, abría caminos entre la nieve, inclusive se ejercitaba con un cuchillo manejándolo a modo de espada para, decía, defendernos si alguien quiere hacernos daño. Su madre le dejaba hacer sabiendo que con ello se desahogaba. Con la llegada de la primavera pagaron los tributos y las reservas desaparecieron, lo que equivalía a la necesidad de producir de nuevo. Rastrillar, abrir surcos, plantar, cuidar de las cosechas, recolectar. Sin el trabajo de su marido la mujer se vio impotente para seguir adelante en un lugar que, por otra parte, les suponía demasiados recuerdos tristes. Lo hablaron y decidieron abandonar un señorío, como muchos habían hecho anteriormente y como lo harían otros después. Viuda y huérfano emprendieron la huida sobre el viejo carro empujado por un aún más viejo buey, un viaje que para ella resultó un purgatorio y para el niño una nueva etapa en un aprendizaje a cuya dureza ya se había acostumbrado. Empezaba a comprender lo que suponía subsistir en el mundo que le había tocado en suerte. El tiempo de sentirse protegido, de alimentarse de forma regular, de paliar el frío, la lluvia o el calor, incluso el tiempo de los juegos había tocado a su fin. Bien está, se repetía, no le tengo miedo a este mundo. Con todo, el mayor tormento para ambos llegaba desde la ausencia. El marido de ella y el padre de él había muerto asesinado por un loco, y esa era la realidad. El propio recaudador, en lo que supondría su última visita a la cabaña, lo confirmó guardando silencio ante la pregunta, tan simple, de ¿qué ha sido de mi marido? Por otras fuentes, básicamente por parientes de sirvientes del castillo con los que se reunían los domingos, conocieron parte de la historia. Hubo un encuentro en el bosque, sí, lo hubo. En busca de justicia, un campesino toma una hoz y sale en busca de un jinete armado, experto en combate y a caballo. Hubo un encuentro en el bosque, sí, lo hubo, repetían. Hubo quien en sucesivos domingos quiso entrar en mayores detalles. Es un malvado, un asesino, fue horrible, quería…, hasta que el propio sacerdote impuso ese silencio que equivale al respeto.

Ahora se alejaban de Diablo y del infierno llevando consigo esa historia como carga, una carga que crecería en la mente del niño al tiempo que su cuerpo. Callaba ella, consciente de lo que le sucedía a su hijo, callaba él enquistando un odio que marcaría su vida. De esta forma, furtivos en su avance por caminos desconocidos y tenaces en unir fuerzas y no rendirse, emprendieron un viaje sin fecha ni lugar de destino. En su avance y en general desconocían dónde se encontraban en cada momento y, por prudencia o simple desconfianza, procuraban no dejarse ver si aparecía alguna aldea a la vista. Al menos así lo hicieron durante las primeras semanas, pero las reservas de alimentos que habían preparado disminuían sin cesar. Y aún quedaba por superar otro obstáculo, tal vez el de mayor peligro: los hombres. En un tiempo de cambios sociales, en apariencia intrascendentes, pero en realidad profundos, los caminos alejados de los castillos se habían infestado de salteadores, desterrados y evadidos de la justicia que hacían del delito una forma de vida. El robo, el asalto y en no pocas ocasiones el crimen se extendían ante la pasividad de un poder centrado en favorecer otro tipo de medidas, en especial las recaudatorias y las religiosas en una proporción que dependía del talante del señor del momento. Las recaudatorias para mantener placeres, dominios y soldadesca, y las religiosas para alimentar la influencia y el control, no solamente espiritual, sobre una población mayoritariamente inculta. La vida, ya se sabía y ay de quien lo dudara, no pasaba de ser un triste camino de tránsito a la espera de alcanzar el premio, allá, en el cielo. Y la llave de ese lugar mágico se guardaba entre las sotanas del clero. Dentro de ese mundo los dos fugitivos debieron enfrentarse a quienes los consideraban un objetivo fácil. Una mujer y un niño, indefensos, viajando sin ni siquiera la protección de un hombre, ofrecían la oportunidad de conseguir beneficios, si no materiales, tan evidente resultaba su pobreza, sí de otros tipos. Sin embargo, quienes se interpusieron en su camino se vieron sorprendidos no solo por el ingenio que la mujer desplegaba para superar la situación, sino también por el arrojo de aquel crío, que por muy crecido y fuerte que estuviera para su edad no dejaba de serlo, arrojo que invitaba a actuar con cautela ante la pedrada o el golpe de un cuchillo de considerable tamaño que manejaba con evidente habilidad. Había algo en aquellos ojos grises que inclinaba a la prudencia. Entonces las presuntas agresiones daban paso a las burlas, siempre menos determinantes en cuanto a dejar huellas perdurables en quienes las sufren. Unos, los de menor bajeza moral, meros rateros por supervivencia, solían ceder por distintos motivos, desde la compasión hasta la holgazanería. ¿Para qué andarse con problemas habiendo otras víctimas sin niños enrabietados con un cuchillo en la mano?, se preguntaban. Otros, los de peores instintos y mayor brutalidad, no veían en aquellos restos harapientos de una familia sin marido motivo de tomar riesgos. ¿Qué nos pueden dar al margen de una mera distracción?

De esta forma sortearon diversos peligros sin pagar precios demasiado altos. Cuando consideraron que se habían alejado lo suficiente de Aquilania, la situación cambió. Como había sucedido años atrás y por motivos similares, la necesidad de encontrar el lugar apropiado para establecerse se hizo apremiante. No aspiraban a que les gustara, sino simplemente a que los aceptaran. Habían oído hablar de las aglomeraciones de casas alrededor de castillos y feudos, lugares en los que se comerciaba de una forma diferente y que podían dar una oportunidad a quienes quisieran trabajar.

—Yo lo haré, y muy duro —prometía el niño cuando trataban el tema.

— Por el momento necesito encontrar un trabajo yo —respondía ella sonriendo ante tanta determinación—. Tú, quizá. Ya veremos.

—Quizá, no, seguro, se indignaba él.

Preguntaron y preguntaron, y las respuestas señalaban destinos de una lejanía excesiva o de una dudosa autenticidad. Los bulos, los rumores, las invenciones bien o mal intencionadas formaban parte de la forma de vida cotidiana, tanto como el paso de las estaciones. En definitiva, el viaje se prolongaba sin vislumbrar destino alguno, tanto lo hizo que el tiempo empezó a empalidecer los caminos y el invierno asomó entre rachas de viento bajo un cielo progresivamente gris. El avance del buey, vencido por la edad, se ralentizaba y los recursos cada vez escaseaban más. Se encontraban en una situación al borde del desespero cuando llegaron a una villa de mediano tamaño a la sombra de un castillo. Su nombre era la villa de Arlot. Los recelos hacia tales lugares, contra mayor número de gentes, mayores posibilidades de tener problemas, habían cedido ante la necesidad. Como solían hacer, preguntaron si se sabía de algún trabajo o al menos de un lugar en donde descansar durante unos días. Por una vez la respuesta no fue la acostumbrada. Un anciano que tomaba el sol sentado en una piedra al borde del camino les señaló una iglesia encalada al final de la calle.

—El sacerdote dirá —sentenció.

Y el sacerdote resultó ser un hombre de rostro redondo y rojizo bajo un cráneo despoblado por una incipiente calvicie, de ojos vivos y gestos enérgicos. El cuerpo, escaso en altura y un punto rechoncho, se intuía fuerte y vigoroso bajo la sotana. Los recibió con un trato del que no habían disfrutado en los últimos meses, con afabilidad. Pero aquel hombre no solo se mostró amable, sino también diligente. Tras darles de comer, sin pausa, los acompañó hasta una casa de piedra cercana a la iglesia con dos estancias, suelo de tierra y techumbre de paja. Según dijo, allí había vivido la viuda de un carpintero y desde que falleció dos años atrás estaba desocupada.

—Habrá que limpiarla —les advirtió—. Habrá que limpiarla y rehacer el corral si queréis quedaros. La comida de los primeros días correrá de mi cuenta, después habrá que buscarte un trabajo para que mantengas a tu hijo.

Desbordada ante tanta generosidad, la mujer asentía al borde de las lágrimas, y seguía asintiendo cuando el propio sacerdote, quien a partir de entonces llamarían Páter, como le conocían en el lugar, auxiliado por dos hombres y tres mujeres se puso aquel mismo atardecer al frente de las operaciones. En consecuencia antes del anochecer madre e hijo estaban sentados en una habitación con sus escasas pertenencias colocadas en el lugar adecuado, el buey atado junto al corral, cerca del carro, y sentados frente a un pan de considerable tamaño, una cuña de queso y una jarra de agua limpia y pura. Miró ella al niño, que le respondió con un esbozo de sonrisa. En ese momento cayó en la cuenta de que era la primera vez que lo hacía desde aquel sábado en que su marido partió en busca de Diablo. Aunque ya no fuese la sonrisa de siempre, verla le hizo feliz. Por fin la vida les daba un respiro. A los pocos días, gracias de nuevo a la mediación de un Páter incansable en su misión de, en sus palabras, ayudar en la tierra y preparar para el cielo, la mujer empezó a acudir al castillo para colaborar en el cuidado de los huertos. Mientras, el niño trabajaba en el que ellos preparaban junto a la casa.

Pronto llegaron las primeras amistades para ambos. Entre los niños de la aldea hubo dos con los que la relación fue casi inmediata. El primero lo conoció de una forma peculiar. Sucedió que una tarde dos tejedores algo o muy bebidos empezaron a increparle llamándole entre risas el hijo de la viudita. Lejos de amilanarse, ofendido, puños apretados, dejando de lado que aquellos hombres le sacaban una cabeza, el niño se lanzó a por ellos. Al principio las risas continuaron, pero cuando los golpes les empezaron a doler, reaccionaron con bofetadas e insultos. Tambaleante, encajaba el niño unas y otros sin cejar en su acometida, a la que añadió patadas. Hasta que las bofetadas dieron paso a un puñetazo dado con tanta furia que acabó con él en el suelo. Atontado, intentó ponerse de pie. Se lo impidió un puntapié en el pecho que le hizo rodar varios metros. Con la nariz ensangrentada, dolorido, apoyándose en una mano, el niño se incorporó dispuesto a dar y recibir nuevos golpes. Entornó los párpados, apretó de nuevo los puños y avanzó hacia los tejedores. Antes se cansarían ellos de darle golpes que él de recibirlos. No les temía. Sin embargo, ante su sorpresa, los dos tejedores tras lanzar una mirada por encima de donde él se encontraba, proferir varias burlas y un par de amenazas, le dieron la espalda y empezaron a alejarse más deprisa que despacio. Confundido, el niño se giró y se encontró con quien sería su primer amigo. Un chico de edad por definir, quizás trece años, y corpulencia por explicar, si es que resultaba razonable en alguien de su edad. Para el niño, que siempre había tomado como referencia de fortaleza a su padre, aquel chico tan enorme coronado por una mata de pelo negro, resultaba propio de los cuentos, no de la realidad.

—No te conozco —le dijo limpiándose la sangre de la cara con la manga de una camisa rasgada y sucia.

—He estado fuera, con mi padre —respondió con una voz infantil dada su apariencia.

—¿Por qué me has ayudado?

—¿Y cómo no te iba ayudar? —fue la respuesta acompañada de un movimiento de cejas que subrayaba la obviedad—. Dos hombres contra un niño, no es justo.

—Tú también eres un niño, ¿no?

Intentaba sonreír, pero como le sucedía siempre los labios lo dejaron apenas en un esbozo.

—¡Eso es verdad! —Rió el gigantón—. Pero menos.

Y le tendió una mano acorde con el tamaño de su poseedor, mano que fue estrechada de inmediato. Aquella noche, evitando la preocupación de su madre ante el aspecto con el que se presentó, el niño dijo y repitió:

—Madre, me he hecho amigo de un gigante.

Pocos días después, esperando a su madre junto al pozo mayor, frente al castillo, apareció por una calle un caballo con un singular jinete. La mayoría de los vecinos de la villa disponían de algunos animales para el trabajo o para alimentarse. Bueyes, mulas, gallinas, cerdos, incluso cabras y ovejas, pero no caballos de monta, pues para ellos no tenían una función práctica y su coste y mantenimiento los hacía prohibitivos. Ni siquiera quedaba claro que tuvieran derecho a ellos. En realidad los que había en el señorío pertenecían al señor feudal, un marqués, y vivían en las cuadras del castillo. Sin embargo, lo que le sorprendió no fue el caballo, pues los soldados y los familiares de dicho señor solían utilizarlos, sino el jinete. En esta ocasión ni guerrero ni noble, sino un crío de unos diez años, de pelo ondulado y rojizo y rostro pecoso. Vestía únicamente unas calzas negras, lo que dejaba ver un cuerpo delgado y fibroso. Montaba con los brazos cruzados, desafiante en el equilibrio, mirando al cielo y balanceando la cabeza como si siguiera algún compás. El niño sintió una oleada de interés al instante por aquel personaje tan singular, oleada que este debió percibir puesto que bajó la vista y al encontrarse con aquellos ojos grises, amistosos, sonrió alegremente sin desviar su marcha hacia la puerta del castillo. Poco antes de desaparecer por ella, se colocó dando una voltereta imposible de espaldas al sentido de la marcha y agitó la mano despidiéndose. La pirueta, asombrosa, añadió admiración a la simpatía. ¿Cómo era capaz de montar de aquella forma? ¿Vivía en el castillo? La mera posibilidad lo convertía en un ser enigmático, pues así consideraba el lugar y a sus habitantes a pesar de que su madre trabajase en su interior. La respuesta llegó pronto. Al día siguiente, cerca del atardecer, se presentó en la casa de la viuda y el huérfano el animoso Páter acompañado del jinete pelirrojo, esta vez con sandalias, calzón y blusón negros. Tras saludar, le dijo a su acompañante con tono de fingido hartazgo:

—Pues aquí lo tienes, ¿vale? Hala, presentaciones hechas.

Luego se acercó a la mujer para interesarse por lo que cocinaba. De pronto, como si recordara algo sin importancia, añadió:

—Es el hijo del secretario del señor, te quería conocer. En el castillo no hay demasiados niños de vuestra edad, se llama Vento y… —frunció el ceño, dudando—, es muy simpático, un gran jinete y, por cierto, no habla. No es sordomudo, simplemente no habla. Oír oye, ¿verdad?

Vento, confirmando presentación e información, asintió y lanzó a su nuevo amigo una sonrisa deslumbrante.

Arlot

Подняться наверх