Читать книгу Arlot - Jerónimo Moya - Страница 22

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XV

En los días anteriores al encuentro con el anciano cazador o perseguidor de diablos, en la villa los acontecimientos se habían precipitado, como si en un edificio una de sus piedras hubiese decidido ceder para alterar el equilibrio del conjunto, y hacerlo sin motivos aparentes. La madre de Arlot, su padrastro y Páter no disimularon su estupor y su tristeza ante la súbita desaparición, aquellos por imprevista y este por haberle ocultado el día de su marcha. Por su parte, Yamen y el resto del grupo se dispusieron a ocultar lo que sabían utilizando a fondo la extrañeza, auténtica, que les había causado que no se despidiera de ellos. ¿Adónde habrá ido?, se preguntaban vecinos y conocidos. Se ha esfumado sin dejar rastro. A saber. Ni sus padres tenían la menor idea. No, no comprendían. En un mundo acomodado a las penumbras y las rutinas se trataba de un hecho que había sucedido antes y sucedería después, pero que no dejaba de sorprender, lo que no evitaba ni ahorraba comentarios. Uno se aleja del castillo y de su manto protector, queda expuesto a cualquier peligro y desaparece. Otro se despide diciendo que va a cavar un pozo a pocos metros del linde del bosque, y nunca más se sabe de él. Aquel consigue un permiso para vender en la feria los dos corderos que ha criado con tanto sacrificio y de él nunca más se supo. Incluso se daba algún caso de quien tras un estentóreo ¡me marcho de este maldito lugar!, o expresión similar, cumplía su amenaza. De unos se volvía a saber y de otros no. Historias, unas cabalmente fidedignas o hasta cierto punto y otras ficticias de principio a fin, y las gentes de los pueblos revestían unas y otras de verosimilitud con ropajes dogmáticos. En consecuencia, la ausencia del hijastro del herrero, el hijo de aquella mujer de pelo oscuro y mirada profunda que tal día llegó desde una miseria lejana, se aceptó como lo hacen quienes se acomodan a un fatalismo consolador. ¿Ves?, se decían aliviados. Nosotros seguimos juntos. Gracias a Dios hemos evitado tal desgracia. Por esta vez la mala fortuna ni nos ha rozado. Pero ya nos llegará, cavilaban tras sus palabras de consuelo. También hubo quienes recordaron el incidente con los soldados y sospecharon, siempre en voz baja y resguardados por las paredes de las cabañas, del temperamento vengativo del cual hacían gala estos con frecuencia. Nunca perdonan y matar es su oficio, se afirmaba con tono de sentencia. ¿Recuerdas lo que le sucedió a tu padre a pesar de ser uno de los mejores soldados del reino?, le recordaban a Yamen para hacerle partícipe de sus conjeturas, y este se encogía de hombros ni afirmando ni negando, si acaso lanzando un lacónico vete a saber, de eso hace mucho. Y se añadía lo que bien había podido suceder con la presencia de manadas de lobos en los últimos meses. Hay muchas y deambulan por los bosques hambrientos. Inclusive corrieron voces de haber visto al desaparecido recorriendo uno de esos bosques como desorientado, desaliñado, dando voces.

Una tarde, estando los amigos de Arlot charlando junto a las murallas, se les presentó uno de los comisarios del marqués. Lo hizo, a saber el motivo, acompañado por dos soldados. No, no gustaba en el castillo que brazos jóvenes y fuertes se esfumaran de sus trabajos, fuese por accidente o por fuga. Así sucedía, y aquel hombre se sentía obligado a evidenciarlo a través de un gesto en el que combinaba preocupación e irritación. Uno a uno les interrogó conduciéndoles hasta el patio de armas, junto al puesto de guardia, con el ánimo de intimidarles, lo que pronto comprendió que estaba lejos de conseguir. Cada cual contestó a su manera, pero las respuestas, incluyendo las sucesivas negativas gestuales de Vento, coincidían. No tenían ni idea de qué dirección habría tomado Arlot o dónde se encontraba en aquel momento. Nada les había dicho y poco habían sospechado ellos de su partida antes del último día del Purgatorio, justo el de la desaparición. Eso sí, estaban preocupados, muy preocupados. Mentían en una parte, imposible de evitar ante una pregunta concreta, puesto que saber sí sabían que pensaba marcharse, y Páter, teniendo conocimiento de ello y obligado a sumarse al mismo mensaje, se mostró apesadumbrado durante semanas. ¿Y qué iba a hacer?, se preguntaba retóricamente. ¿Mentir o delatarlo? Que Dios les perdonara, a ellos y a él. En medio de tal vaivén de suposiciones, ocultaciones, medias verdades y sentimientos contrastados, desde el sufrimiento hasta la indiferencia, cuando no una malsana satisfacción, era un chico muy raro, adusto, soberbio, Dios le habrá castigado, dichosos los humildes, el cielo será suyo, su recuerdo fue desvaneciéndose, como suele suceder al fin con los que se ausentan, hayan sido queridos o no. Quienes no lo olvidaban eran sus seis amigos, que continuaron acudiendo al Valle Silencioso, ahora por dos motivos. al de practicar con las armas se sumaba el de aguardar su retorno, retorno por el que todos rezaban sin que Páter en este caso les moviera a hacerlo. Y es que aquel lugar había sido el elegido, si todo salía según lo proyectado, para el reencuentro. Una vez juntos ellos le informarían de la situación en la villa en lo relativo a su desaparición y, según soplaran los vientos, planificarían conjuntamente la mejor fórmula para reaparecer si es que había alguna posibilidad. Así lo habían acordado, aunque sabían que conseguirlo sin costes resultaría complicado.

Por esos días, en plena explosión de la primavera, llegaron al pueblo tres emisarios. A juzgar por su uniforme acorazado y el estandarte del que uno de ellos hacía gala, el águila negra con la cabeza roja y las garras doradas, pertenecían a la guardia del rey. Recorrieron la calle principal al trote, con un ritmo cansino que armonizaba con el gesto desganado con el que ignoraban a quienes los examinaban entre la curiosidad, el interés y el temor. En general la presencia de miembros de la guardia real no solía ser frecuente ni comportaba buenas nuevas. Era voz popular que gozaban de todo tipo de privilegios, incluyendo el de soslayar las leyes si lo consideraban oportuno. Tenían licencia para hacerlo. Entraron en el castillo sin mayores inconvenientes que alejar de su camino a quienes pudieran entorpecer el ritmo de sus cabalgaduras y allí, en el interior de la torre del homenaje, permanecieron hasta el siguiente día. ¿A qué se debía su presencia en la villa? Nadie lo sabía, pero todos opinaban, cuando no resolvían el misterio de una forma imaginativa. Por la noche no hubo casa en la que no se comentara aquella presencia y el motivo que la había provocado. Y es que a última hora de la tarde se había extendido cierto rumor, rumor iniciado sin disimulos por soldados del castillo y, en especial y con mayor entusiasmo, por los siervos que allí trabajan. Se trataba nada menos que del asesinato de uno de los principales señores del reino, de un sobrino del propio rey, y los emisarios andaban a la búsqueda del magnicida. En consecuencia, aquella fue una noche de susurros, de temores que no despreciaban un grado estimulante de excitación.

Con tales rumores escarbándole en el alma, la madre de Arlot volvió a la cabaña reteniendo las lágrimas. Las había dominado en el castillo durante las últimas horas con el ánimo de no delatarse, pero en la penumbra de su casa, en la soledad de su hogar, ya no tenía ni fuerzas ni ánimos para contenerse. Yamen aún no había vuelto, en ocasiones trabajaba de monaguillo con Páter y había llegado la hora de las vísperas, esta vez en honor de la Virgen agradeciéndole la abundancia de las cosechas de aquella primavera. Tardaría en volver. ¿Vísperas? No, esa tarde ella no iría a la iglesia como acostumbraba si el sacerdote organizaba una, no andaba de humor para cánticos, y el herrero ya le había advertido que debía acabar las nuevas espuelas del marqués y que también se retrasaría. Trabajar con plata nunca le había entusiasmado y el tiempo se le acumulaba por temor a cometer un error. Tocaba esperar y esperó. Tocaba encender el fuego y empezar a hacer la cena, y eso hizo. Tocaba seguir llorando y lloró. Por tal motivo no resultó extraño que cuando Yamen entró en la cabaña encontrara un pan, un plato con cebollas, zanahorias y nabos hervidos y medio queso sobre la mesa y a ella aventando el fuego con los ojos enrojecidos. Algo le había llegado en la iglesia, y aunque los mensajes resultaban imprecisos, a la vista del estado de quien consideraba de hecho como una madre, comprendió lo que sucedía. Arlot había cumplido su palabra, lo que no sabía si alegrarle o preocuparle aún más. Su reacción fue abrazar con fuerza a aquella mujer que llevaba semanas resistiendo el sufrimiento y que ahora se veía desbordada por la angustia. Había estado muchos años siendo consciente de lo que podía pasar, y los mismos esperanzada con que nada sucediera. Esperanzada incluso conociendo a su hijo como le conocía. La idea de que partiera para vengar la muerte de su padre le resultaba tan disparatada que nunca había querido aceptarla. Así, abrazados, la mujer llorando y el chico descorazonado, los encontró el herrero al llegar. Sin mayores saludos que dejar caer sin miramientos una alforja con la verdura con la que le habían pagado su trabajo para el marqués, se sentó junto a la mesa, llenó una taza de agua y la bebió. Debieron pasar varios minutos para que su esposa y Yamen tomaran asimismo asiento al otro lado de la mesa, y algunos más para que se rompiera el silencio.

—¿Hay algo nuevo? ¿Ha salido su nombre? —preguntó ella poniendo una mano sobre la de su marido.

La primera respuesta se dio en forma de una sonrisa lejos de cualquier alegría, la segunda consistió en tomar aire y con la tercera llegaron las palabras.

—El día que mataron a ese individuo, una de las patrullas que controlan las fronteras de Aquilania vio salir del bosque a un hombre poco después del anochecer —empezó el herrero con lentitud, como si se dirigiera a las llamas que ondulaban las sombras en un rincón de la cabaña—. Al estar oscuro apenas distinguieron de quién se trataba, y tampoco tenían conocimiento de lo que había sucedido con su señor, eso se descubrió más tarde, cuando los suyos salieron en su búsqueda al ver que no regresaba. Temían que hubiese tenido un accidente, a nadie se le ocurrió que hubiese pasado lo que realmente había pasado. Me refiero a la gente del que llaman, llamaban, Diablo. Los de la patrulla primero le dieron el alto desde la distancia a voces y, viendo que no obedecía, intentaron alcanzarle, pero les resultó imposible. El caballo que montaba aquel hombre corría demasiado rápido. La explicación es sencilla, montaba el mejor de la cuadra del castillo, el favorito del duque.

—Pero ¿sospechan que ha sido Arlot? —preguntó la mujer.

—¿Y de dónde iba a sacar él ese caballo, y menos tan veloz? —intervino Yamen tratando de poner unas gotas de esperanza en la conversación—. Quizá alguien se le ha anticipado.

El herrero se encogió de hombros.

—¿Se lo quitó al propio duque? En fin, vamos a lo que ahora nos interesa. No tienen ni idea de quién es el fugitivo. Preguntan en varios lugares si últimamente ha sucedido algo inusual, o se ha visto a algún extraño con un caballo fuera de lo normal. Tienen esa pista, al parecer se trata de un caballo muy llamativo. Sospechan de algún criminal a sueldo porque el duque tenía muchos enemigos. Pero no nos engañemos, eso no nos servirá. Hay que ser muy estúpido para buscar alivio en el engaño, y nosotros no lo somos. Arlot se fue hace días, los suficientes para llegar a Aquilania, y nosotros sabemos que ha crecido con una obsesión, la de matar a ese hombre. Y yo le forjé la espada, ¡Dios!

—Lo hubiera intentado con la vieja y usted lo sabe —razonó Yamen.

—Arlot no es un asesino —protestó al mismo tiempo la mujer, recuperando fuerzas—. Ha hecho lo que le dictaba su conciencia.

—Nadie dice que lo sea —la tranquilizó el herrero apretando la mano que tenía sobre la suya—, a mí ni se me ocurriría pensarlo y tampoco creo que él se considere como tal. De lo que sí estoy seguro es que habrá ido al combate de frente, sin trampas ni traiciones. Y eso no se llama asesinato, y menos cuando a quien tienes enfrente es un hombre armado y acostumbrado a matar. Quiero decir que el llamado Diablo sí lo era, un auténtico asesino.

—¿Y ha huido con el caballo de ese hombre? —preguntó Yamen.

—Eso me ha llegado. El que mató a Diablo escapó con su caballo.

—Pues de momento sabemos que, si se trata de Arlot, ha conseguido su objetivo —insistió Yamen en su esfuerzo por ayudar moralmente—, estemos de acuerdo o no con lo que ha hecho. ¿No es cierto? Eso es lo importante. Para él se ha hecho justicia y sigue vivo. Además, ¿quién va a sospechar de él? ¡Un aprendiz de herrero enfrentándose al duque de Aquilania y venciéndole!

Yamen lo dijo forzando una sonrisa animosa. El herrero apretó los labios, dudando. No sabía si seguir con lo que sabía de lo sucedido, o guardárselo para no empeorar la situación. Cruzó los brazos y volvió a dirigir la vista hacia el círculo rojizo que creaban las llamas, buscando en su movimiento la respuesta acertada. A través de las ventanas la negrura que se percibía del exterior resultaba absoluta, como si con ello buscara proteger el secreto de lo que se dijera alrededor de aquella mesa.

—Me temo que no es ni será tan fácil porque la búsqueda no la han cerrado. Se trata del sobrino del rey, ¿comprendéis? —continuó dirigiéndose en especial a su mujer, que guardaba silencio y había cerrado los ojos—. Descubierto el cuerpo sin vida del duque, han enviado varias patrullas en busca del fugitivo, empezando por los señoríos más próximos al de Aquilania. Y saben que se trata de un joven, alto y robusto, de pelo oscuro.

—¿Cómo saben que se trata de un chico joven con esa descripción y no de uno de sus propios soldados, o de un sicario contratado por cualquiera que odiara a un ser tan siniestro? —preguntó Yamen deseoso de añadir sombras a las posibles pistas que pudiesen tener los emisarios del rey.

El herrero negó suavemente. No seamos ingenuos ni busquemos engañarnos, parecía repetir.

—Esa gente sabe ser muy convincente. No tuvieron que esforzarse demasiado para encontrar a un campesino que confesó haber llevado a un joven hasta el bosque con el encargo de ir a recogerle a primera hora de la noche. Eso sí, también juró y perjuró que aquel chico no se había presentado en el lugar de la cita llegado el momento. De paso se vio obligado a describirle, espero que no lo hiciera de forma demasiado precisa. ¿Y qué iba a hacer el pobre? Alto, de aspecto fuerte, con el pelo oscuro y largo, bien parecido, vestido de negro, con un precioso estuche a la espalda…

—Esa descripción les llevaría a muchos jóvenes —le interrumpió Yamen, de nuevo pugnando por conseguir una sonrisa de consuelo para la mujer que continuaba en silencio— y lo del estuche lo sabemos apenas…

—Yo pensé igual, ¿cómo van a sospechar de un simple aprendiz de herrero que vive en un señorío alejado de Aquilania? Pero luego empecé a cavilar con más cuidado. Cuando mañana empiecen a preguntar, alguien les hablará de un chico alto, fuerte, con el pelo oscuro y largo que vive en esta casa, o vivía, porque precisamente hace semanas que desapareció sin dejar rastro y desde entonces nada se sabe de él. Podrían ligar ambos hechos.

Yamen negó con la cabeza.

—No lo creo. No tienen el motivo. ¿Por qué un vecino de esta villa iba a recorrer tantas leguas para matar al duque de Aquilania? Es absurdo. En el peor de los casos vendrán a preguntarnos a nosotros. Diremos que salió a buscar leña o de caza y que, mucho nos tememos, sufrió un accidente o le atacaron los lobos y no hemos vuelto a verle. Por el pueblo es lo que se cuenta y esos hombres no tendrán motivos para no creernos. Además, a ti te protege el marqués, tienes fama de honrado y eso nos favorece. E insisto, la descripción serviría para muchos. Yo también soy alto, no débil, y llevo el pelo largo.

—Cierto, pero hay más y es ese más lo que me preocupa realmente. En el resto te doy la razón.

Se abrió un nuevo paréntesis. El herrero parecía haberse sumido en sus propios pensamientos y sus ojos miraban sin ver. Los labios apretados, el ceño fruncido. Su mujer se había acercado al fuego para sentarse en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, en la actitud de quien espera resignado ante lo que no debería suceder, lo que quisiera que no sucediese. Yamen, menos paciente que sus mayores, se puso en pie y se acercó a la puerta, encarando la oscuridad, buscando en ella un apoyo para soportar aquel silencio. No debió encontrarlo porque al cabo de unos segundos volvió a la mesa, se sentó de nuevo y preguntó:

—¿Y qué es ese más?

Pareció despertar el herrero y su rostro, tan poco dado a mostrar sentimientos, se tiñó de tristeza.

—El estuche de la espada, el que le regalé.

Yamen movió las manos, pidiendo aclaraciones.

—¿El estuche? ¿Por qué van a relacionarlo con Arlot? Para empezar nadie, aparte de nosotros y nuestros amigos, lo ha visto. Siempre lo llevaba oculto en un saco, todos lo hacíamos con nuestras armas.

—Lo hemos visto nosotros, vuestros amigos, Páter y sobre todo lo ha visto el mercader, el padre de Yúvol, que fue precisamente quien me lo dio.

—No entiendo el sentido —dijo Yamen, aunque empezaba a intuir que estaba a punto de encontrarse con una realidad que desarmaría parte de sus esperanzas—. Estuches hay muchos.

—Como ese, pocos. Uno de los criados, presente en la reunión del marqués con los emisarios del rey, me ha dicho que, por el motivo que sea, Arlot lo dejó o lo perdió no lejos del cadáver. Y lo han encontrado. —Las grandes manos del herrero frotaron con fuerza su rostro—. Conociéndole me resulta extraño, incluso considerando que estuviera alterado y ya hubiese caído la noche. ¿Cómo pudo dejar tras de sí una pista como esa? No lo sé, pero el caso es que lo hizo. Y no es un estuche cualquiera, el mercader me lo repitió una y otra vez. Digno de un noble.

—Y crees que…

La voz de la mujer llegó hasta la mesa, y sonaba firme.

—Creo que cuando empiecen a preguntar, porque por lo que sé seguirán haciéndolo al menos un par de días, si le llega el turno al mercader…

—No van a interrogar a todos los que vivimos por aquí —insistió Yamen en arrojar luces a las sombras—. Picotearán por aquí y por allá, y no veo el motivo de que el mercader sea alguien importante en esta historia. Y no te olvides que es el padre de Yúvol. Si lo delatara, nunca se lo perdonaría.

—Tienes razón y te equivocas. No interrogarán a todos, cierto, pero un mercader es un hombre que se mueve, que recorre los caminos y conoce a mucha gente. Piezas del tipo de ese estuche no se fabrican en cualquier sitio ni llegan volando. Tampoco es un tipo de mercancía propia de los buhoneros. En conclusión, él será de los primeros en ser interrogado y en cuanto le hablen del estuche de una espada, negro y forrado de terciopelo rojo, hablará. Es lógico, y por mucho que su hijo y Arlot sean amigos, no se jugará la vida por protegerle. No le acuso ni le acusaré.

—¿Hablará? Eso nunca se sabe —dijo Yamen, claramente convencido de lo contrario. El herrero tenía razón. Los mercaderes tendían al pragmatismo.

—Ofrecen diez monedas de oro por la información, pero no creo que hable por el dinero. Le tentará, pero no será lo decisivo.

La voz del herrero había sonado diferente, contundente, como la del padre que ha dado con la tecla que a buen seguro reorientará a su hijo y le apartará de errores pasados o de ideas absurdas que le conducirían a otros aún peores en el futuro. Yamen esta vez no respondió, se limitó a levantarse, salir definitivamente al exterior y perderse tras un susurrante ahora vuelvo entre unas sombras que se espesaban por instantes.

—Va a ver a sus amigos —dijo el herrero transcurridos unos segundos—. Querrá preparar las respuestas por si les interrogan de nuevo tras hablar con el mercader, y esta vez lo harán esos hombres del rey. La reunión será menos agradable, supongo. —Miró a su mujer, buscando complicidades—. Siempre he creído que ese chico es muy listo, piensa rápido y piensa bien. Confiemos en ello.

—Mañana hablaré con él y trataré de tranquilizarle —dijo ella pugnando por sonar serena—. Yo ya me he desahogado hoy, ahora hay que pensar en los demás. Son grandes en tamaño, pero muy jóvenes. Si todo va como imaginas, para Yúvol supondrá un golpe muy duro.

Arlot

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