Читать книгу Arlot - Jerónimo Moya - Страница 26
ОглавлениеXIX
El camino a la ciudad les llevó menos tiempo del que él había necesitado para alcanzar los altos de las laderas. La planicie sobre la que se asentaba la ciudad estaba a un nivel superior al de la llanura que la rodeaba. Por ello ahora el camino serpenteaba por una pendiente que, siendo notable, permitía avanzar de una forma relativamente recta. Arlot llevaba caminando desde el amanecer, y una parte del recorrido había resultado especialmente fatigoso, por ello el descenso, realizado en un absoluto silencio, le supuso un alivio. La curiosidad ante lo que descubría, en especial cuando empezaron a cruzar los campos de cultivo, hizo el resto y pronto se olvidó incluso del agotamiento. Entraron en el corazón de la ciudad con el sol oculto tras el horizonte de las laderas oeste. Tal como había intuido las casas estaban construidas de piedra y las paredes se adivinaban gruesas. Columnas de humo se elevaban de muchas de ellas hacia el cielo y las calles se habían llenado de una mezcolanza de olores, la mayoría de comidas. No había corrales ni rediles ni gallineros a la vista, por lo que el inconfundible y habitual olor a ganado no existía, lo que, comprendió en aquel momento, se agradecía.
—¿Y los animales? —preguntó.
El de la voz rasposa reaccionó como si la pregunta resultase absurda, y sus dos compañeros sonrieron.
—¿Los animales? —respondió dibujando con la mano un arco a su alrededor—, ellos tienen sus espacios y nosotros los nuestros. —La mano se transformó en un índice que señaló una de las laderas. ¿Ves las ovejas? —En efecto, en una de las laderas decenas de ellas pastaban perezosamente bajo los últimos reflejos de una luz declinante. El índice cambió de dirección y señaló hacia la izquierda—. Las vacas, los cerdos, los gallineros… Las cuadras se agrupan en aquella zona, para aprovechar el sol. Los caballos son muy finos y nosotros con esas cuestas los necesitamos fuertes y felices. —Rió. El índice brincaba yendo de un punto al contrario hasta que se replegó y la mano volvió a enlazarse con la cuerda de la cintura—. ¿Te sorprende? Ya sabemos que por ahí fuera personas y animales viven prácticamente apelotonados. ¿No es así?
Arlot no respondió. Trataba de asimilar lo que veía porque lo que veía, tal como indicaba aquel hombre, se alejaba del mundo al que estaba acostumbrado. E intuía que no solo respecto al tema de los animales. Preguntaría, claro que preguntaría, pero en su momento. El recorrido finalizó en la plaza que había distinguido desde lo alto, frente al edificio de las dos banderas. Contrariamente a lo previsible, si en aquel lugar residía el barón, tal como suponía, únicamente había un centinela protegiendo la puerta. Vestía igual que sus acompañantes y apoyaba su mano derecha en el mango de la espada que llevaba cruzada en la cintura, sin vaina.
—Espera aquí —ordenó el de la voz ronca frente a una puerta de considerables dimensiones y de aspecto sólido—. Veré si puede recibirte ahora. —Pareció dudar—. La carta.
Arlot negó con un gesto de cabeza.
—De mano a mano —insistió, advirtiendo que si la duda de aquel hombre se transformaba en recelo, acabaría complicando la situación. Recordaba una conversación con Yamen sobre la mentalidad de los militares, como según él sucedía con su padre—. Tengo órdenes muy claras al respecto, es mi obligación. Lo lamento, pero es imposible —añadió con tono firme—. Solamente dile que es del capitán Valerio.
Desapareció el recelo y retornó la duda, lo que en el fondo suponía una mejora cualitativa. El hombre se rascó la mandíbula cubierta por una espesa barba, apretó los labios, los movió a un lado y luego al otro, como si masticara, se rascó de nuevo, esta vez la cabeza, bajó la mirada, se giró y finalmente se dirigió hacia la puerta. Tenía una forma de andar calmosa, la de un animal pesado y adormilado. El centinela le saludó dándose un golpe en el pecho con la mano libre abierta, y él respondió de igual forma, aunque con menor vigor. Tocaba esperar. Páter le había aconsejado que se preparara el encuentro con el barón, y que lo hiciera considerando que se trataba del último miembro de una de las familias con mayor antigüedad y prestigio del reino. No te llames a engaño ante su naturalidad, es una de sus virtudes y así debe valorarse. Es sencillo y cordial, sí, pero también riguroso y duro cuando lo considera necesario. Preparar la presentación. Lo había intentado y su estrategia, basada en la mesura, creía que daría buen resultado. En ello pensaba y confiaba cuando reapareció el hombre de la voz rasposa y le hizo un gesto con la mano.
—Sígueme —empezó, y señalando el estuche, añadió con un tono tan categórico que dejaba pocas dudas sobre posibles resistencias—: El estuche, si contiene lo que creo, y seguro que acierto, se queda aquí. Déjalo apoyado en la pared. A partir de esa puerta no hay otras armas que las nuestras, las de la guardia.
Lo comprendía, tenía lógica, pero no tenía previsto separarse de su espada y la primera reacción fue la de permanecer inmóvil el suficiente tiempo para que el hombre con un esbozo de sonrisa añadiera:
—No temas, nadie se acercará a ese estuche. En primer lugar porque en Vulcano de ladrones, pocos, por no decir ninguno, y en segundo, porque mis hombres permanecerán aquí hasta que vuelvas.
Sonaba sincero y se le veía honesto, por lo que obedeció y se desprendió del estuche, que dejó cerca del centinela. A continuación entraron en el edificio. Caminaron por un corredor abovedado, amplio y blanco, iluminado por una serie de lámparas de aceite. Sin adornos. Atravesaron una sala circular a cielo abierto en donde cuatro hombres de diferentes edades debatían en voz baja alrededor de una mesa alargada. El recorrido prosiguió por un nuevo corredor con dibujos geométricos en las paredes, hasta llegar a una sala rectangular con grandes ventanales arqueados iluminada por una lámpara de aceite de ocho brazos. Sus reflejos permitían distinguir un jardín a través de los arcos. Junto a uno de ellos tres hombres conversaban de pie animadamente. El hombre de la voz rasposa se acercó a uno de ellos e intercambiaron unas palabras. A continuación este se dirigió a los otros dos hombres. Asintieron y, tras inclinarse en señal de despedida a quien sin duda era el barón, abandonaron la sala. El barón aparentaba tener alrededor de cuarenta años, más alto que bajo, el pelo canoso y abundante, el abdomen prominente y los brazos musculosos. Vestía de blanco y se ceñía la cintura, al igual que los soldados, con un cordel rojo. Iba descalzo. Parecía intrigado, probablemente por la carta que se le había anunciado más que por la presencia de aquel desconocido, pero fue lo suficientemente paciente para esperar que este se acercara y también para seguir el protocolo acostumbrado.
—¿Cuál es tu nombre?
Por primera vez, teniendo presente lo que Páter opinaba de aquel hombre, decidió responder. Confía en él, es inteligente, íntegro y discreto, le había dicho.
—Arlot, señor.
—Se te ve cansado, Arlot.
—Llevo recorrido un largo camino.
—Salgamos —invitó el barón extendiendo una mano hacia la puerta que daba acceso al jardín—. De día comprobarás la cantidad de flores que llegan a crecer en este oasis, especialmente en primavera. Es admirable lo que se consigue con un poco de esfuerzo si se tiene un propósito definido y se está dispuesto a alcanzarlo. ¿Te ha dado tiempo de ver nuestros campos de cultivo, nuestras granjas?
—De lejos y me han sorprendido.
—Hay mucho esfuerzo en ello, y me refiero al de muchas generaciones. ¿Y la ciudad?
—Venía advertido, y aun así sigo admirado.
El barón sonrió, complacido.
—Un lugar curioso este, ¿no es cierto? Curioso en muchos aspectos. Por ejemplo, gozamos de unas condiciones legales privilegiadas, pero no solo eso. Mis antepasados tenían unos objetivos claros, sociales y religiosos, y se esforzaron por alcanzarlos. Siempre es lo mismo. No te negaré que estamos orgullosos con nuestra forma de vida, aunque sabemos que en otros señoríos nos acusan de juguetear con las tradiciones y lo que llaman cultura secular. Se equivocan, claro. No jugueteamos, la rechazamos directamente. Hay que encarar el futuro con esperanza y determinación y no refugiarse en el pasado, en especial si es tan poco ejemplar como el nuestro. Y hacerlo porque a unos cuantos les conviene. —Sonrió—. Estarás preguntándote a qué viene este discurso, y tienes razón si no te parece la forma más adecuada de recibir la visita de un desconocido. Me disculpo. Estábamos discutiendo de algo similar y me temo que lo he seguido haciendo yo solo.
La voz del barón se modulaba como si buscara adaptarse al juego de sombras y luces que llenaban el jardín, y Arlot empezaba a sentirse invadido por una sensación de relajación que, paradójicamente, desveló su nivel de agotamiento.
—De todas formas demasiada gente se equivoca. Hay una ceguera generalizada en eso y en tantas otras cosas que al final cada vez más gente vive peor. Ese es el resultado. Claro que a lo mejor no es ceguera, sino algo más prosaico, el egoísmo. —Dicho lo cual se detuvo, como si se le hubiese olvidado algo necesario para avanzar en su discurso—. En fin, dejo de discursear y pasemos al asunto que te ha traído hasta aquí. Según creo me traes el mensaje de un amigo.
Arlot abrió la bolsa y extrajo el cilindro de piel. Se lo tendió.
—Del capitán Valerio, señor.
El apunte de sonrisa que aquel hombre mantenía constantemente en los labios se acentuó, y su rostro se iluminó con una expresión juvenil.
—¡Dios santo! ¡Mi querido capitán! Tanto tiempo sin saber de él y reaparece con un mensaje.
—El capitán abandonó el ejército hace años, señor.
—Me parece imposible —dijo el barón—, lo llevaba en la sangre. Y entonces…, qué ha sido de él. ¿Se encuentra bien?
—Perfectamente, señor. Es el sacerdote de nuestra villa.
La estupefacción del barón se reflejó en su rostro como si a través de la puerta junto a la que permanecían hubiese irrumpido una aparición, celestial o demoníaca, y se dirigiera directamente hacia él con intenciones dudosas. Tardó unos segundos en recomponerse, entonces arqueó las cejas, movió la cabeza, retrocedió unos pasos, se situó junto a una ventana, extrajo la carta de la funda protectora y la desdobló. Se tomó su tiempo en leerla, probablemente porque lo hizo varias veces. Las cejas se fueron frunciendo progresivamente hasta que se unieron en el entrecejo. Cuando decidió que ya había comprendido lo suficiente, volvió a doblarla con parsimonia y se acarició la barbilla, pensativo, cavilando respecto a lo que allí se decía. Mientras, Arlot se mantenía a la espera de lo que casi consideraba una sentencia. Su misión, en cuanto a conseguir algunas facilidades o añadirle obstáculos, dependía de aquel hombre, y en su estado confiaba en que la balanza se decantara por lo primero. De cualquier forma, se animó, si había llegado hasta allí sin ayudas, también conseguiría salvar la última etapa. Agua y comida no le negarían.
—Aquilania… —suspiró el barón y empezó a caminar, como si hablara consigo y se encontrara solo—. Es de conocimiento general que el duque es un perturbado, un peligroso perturbado, al que hasta el rey mantiene alejado de la corte, encerrado en sus dominios. —Se detuvo, pasó un dedo por una flor que quedaba en la penumbra y se giró hacia Arlot—. Penetrar en ese señorío significa emprender una aventura cuanto menos arriesgada. En especial siendo apenas un muchacho y con el objetivo que Valerio me insinúa. Yo, si me lo permites, lo calificaría de locura.
Arlot no respondió. Conocedor del contenido de la carta, esperaba como primera reacción una amonestación directa o una reflexión tratando de hacerle desistir de sus propósitos. Escuchaba con respeto, pero interiormente dejaba que las palabras resbalasen sobre su ánimo a la espera de la segunda parte, la oferta de ayuda.
—Aquí, en Vulcano —prosiguió el barón tras un largo e infructuoso paréntesis abierto a la espera de una reacción que no se produjo—, los hombres y las mujeres son libres, libres de veras, una rareza en estos tiempos de servidumbres rayanas en la esclavitud. Por ello, pudiéndolo hacer, nadie piensa en marcharse, sino en quedarse y hacer que este lugar sea cada vez mejor. Es una excepción histórica, una anomalía, eso dice uno de mis asesores y creo que es una buena definición. Por fortuna podríamos añadir que es una excepción histórica relativamente fácil de proteger. La naturaleza nos ayuda en este sentido. Ni siquiera serviría de nada sitiarnos porque somos más que autosuficientes. Tampoco necesitamos un gran ejército porque por aquí todos se ofrecerían en caso de necesidad. Por su parte, Aquilania también es una excepción histórica, aunque en un sentido bien distinto. Tanto, que conociendo el riesgo que corren, muchos intentan escapar y unos cuantos hasta lo consiguen. En circunstancias normales hablaríamos de un señorío medio despoblado, ¿verdad?, pero hay algo que hace que no sea así. ¿Sabes qué?
Arlot negó con la cabeza.
—El dinero. El duque compra siervos de otros señoríos. Con ello va cubriendo lo que llamaremos las bajas, muchas de ellas debidas a su crueldad. ¿Tienes idea de a qué dedica los atardeceres de los domingos?
Arlot, con un nudo en la garganta, respondió moviendo afirmativamente la cabeza. El barón contempló el pergamino que mantenía en su mano derecha.
—Por supuesto. Ha sido una pregunta sin demasiado sentido, disculpa. Valerio dice que viviste en Aquilania de niño, que fuiste una de las víctimas de ese loco, que tu padre murió tratando de vengarte. ¿Me has oído? Tu padre murió tratando de vengarte. Tuvisteis suerte al conseguir huir y sobrevivir. No muchos lo consiguen. —Se acercó al lugar en que se encontraba Arlot, los párpados entrecerrados en un esfuerzo por intuir lo que pasaba por la mente de aquel chico—. Y vamos a lo principal. Valerio me ruega que procure disuadirte, que te retenga, de forma amistosa obviamente, hasta que recapacites, pero añade que si no soy capaz de hacerlo, que te facilite llegar a Aquilania y que, hasta donde me sea posible y si se da la ocasión, te ayude a salir y a alejarte de allí.
—Estoy decidido y preparado. —Hablaba intentando que en su voz se equilibrara la firmeza y el respeto—. Agradecería su ayuda, señor, pero con o sin ella llegaré a Aquilania.
El barón, pensativo, aspiró el aire húmedo y aromático que flotaba en el jardín, lentamente. Apenas se distinguían las primeras plantas, solo las más cercanas a las ventanas por las que salían los reflejos de la lámpara de ocho brazos. El resto se recortaba, negro sobre azul, al fondo.
—¡Qué tiempos más extraños vivimos! —exclamó—. Pero antes de continuar me gustaría hacerte dos preguntas. La primera, ¿cómo piensas llegar hasta el duque? No es tan fácil. Y la segunda, ¿si lo consiguieras, lo que dudo, qué piensas hacer? ¿Enfrentarte tú solo a quienes le acompañen? Tus intenciones quedan claras, pero ¿qué fórmula mágica piensas aplicar para que no acabe todo en un absoluto desastre?
El sobrino loco del rey, pensaba el barón advirtiendo la tensión oculta bajo el aplomo de aquel joven, había matado a su padre inyectándole un odio irreprimible, sin remedio ni bálsamo posible. Por consiguiente, la venganza se postulaba como la causa. Pero, tras cualquier consideración que se hiciera, por simple que fuera, ¿cómo entender que un siervo no lejos de la adolescencia marchara en busca de un señor, de un duque, para vengarse? ¿Matarle? Nadie en sus cabales lo comprendería. Y aquel chico no daba la impresión de ser un trastornado.
—¿Repito las preguntas? El duque tiene prohibido por el mismo rey salir de su señorío, lo que no evita que sea un mal enemigo, y yo no tengo por costumbre apoyar a sicarios, por muy nobles que sean sus motivaciones. Si es que tal situación pudiese darse, ¿cuál es tu plan, si se puede llamar así?
Arlot hizo un esfuerzo y asintió, comprendía la reacción del barón. Lógica y justa. De nuevo los contrastes. Se encontraba en un lugar que transmitía un sosiego inusual, le llegaba la fragancia de las flores, la calidez del viento y tenía frente a sí a un hombre poderoso y sin embargo honrado, rico y al tiempo generoso. Páter le había hablado largamente de él. No le mientas, le había aconsejado, no te lo perdonaría, ni él ni yo. No, no le mentiría. No lo habría hecho incluso sin la advertencia. Diría la verdad a pesar de que le resultaba difícil hacerlo por diferentes causas. La primera porque se trataba de algo profundo, íntimo, que únicamente había compartido con quienes formaban la parte más significativa de su vida, la última porque tenía conciencia de que, una vez concretados sus planes, aquel hombre seguramente le negaría la ayuda y tal vez le expulsaría de Vulcano.
—Como ya le he dicho, estoy decidido a enfrentarme a él en un duelo, señor. No hay fórmula mágica, lo haré directamente y sin testigos.
—¿Enfrentarte al duque de Aquilania? ¿Tú? ¿Solo?
El barón había abierto los ojos de una forma, entre sincera y forzada, ante la sorpresa que le había provocado la respuesta.
—¿Y qué harás? ¿Asaltarás el castillo con un puñal?
Arlot negó con un gesto que dejaba de lado el equilibrio al que se había obligado desde su llegada. No le gustaba que le ridiculizaran, lo hiciese quien lo hiciese.
—No asaltaré el castillo ni emplearé ningún puñal, no soy tan estúpido. Le encontraré sin su guardia personal, sé dónde hacerlo, y emplearé una espada, una espada forjada por el mejor herrero de Galtaria. Y será un domingo al atardecer, en el bosque. —Y añadió con sequedad—: Señor.
El barón torció el gesto, a su vez molesto o desconcertado. También él había perdido la sensación de equilibrio, en su caso entre la comprensión y la sensatez, de dominio de la situación. Estudió el rostro de aquel joven que mantenía la mirada en un horizonte invisible, más allá del jardín recortado sobre los reflejos de la noche. Seguidamente se acercó de nuevo a una ventana y volvió a desplegar la carta, la releyó con atención creciente, movió la cabeza buscando acabar de aclarar lo que allí se decía, de ajustarse letra a letra, y, en apariencia más conforme con el nuevo resultado, se acercó a Arlot, que había permanecido inmóvil desde que había pronunciado la palabra señor.
—¿Cuántos días llevas viajando? —preguntó con un tono menos brusco del predecible, en especial teniendo en cuenta la contrariedad que su rostro expresaba.
—Muchos, señor —respondió Arlot—. No sabría decirle exactamente cuántos porque prefiero no contarlos. Semanas, y el camino se me ha hecho largo.
—Sin duda habrá sido duro, esta sociedad está construida para que nadie se mueva del lugar en que nace, excepto las milicias, los mercaderes y algunos frailes.
—Más que duro ha sido complicado —le corrigió Arlot, como si completara un dibujo al que le falta el último trazo—. Yo diría que está siendo difícil, pero no esperaba otra cosa.
—Difícil, sí. ¿Hambre? ¿Sed? ¿Temor? —insistió el barón, que parecía seguir a la búsqueda de una respuesta que le convenciera a través de sus preguntas.
—Soledad, señor.
La voz de Arlot había sonado concluyente y, fuese por lo dicho o por la forma de hacerlo, el gesto de aquel hombre hasta entonces severo se suavizó, incluso se intuyó una sonrisa medio oculta por un fruncimiento de los labios.
—Empiezo a comprender lo que dice Valerio de ti. —Aspiró hondo y la sonrisa surgió sin rodeos, lo que Arlot no alcanzó a percibir pues visualmente continuaba pendiente del horizonte que le ofrecía el jardín—. Especial, esa es la palabra que emplea para definirte. Bien, en realidad dice muy especial y añade especialísimo. Me pide que no lo olvide al tomar una decisión.
—Páter siempre ha sido muy generoso conmigo y con mis amigos.
El barón dirigió una última mirada a Arlot, avanzó hacia la entrada a la sala y dio varias palmadas. Al instante apareció un hombrecillo vestido con una bata blanca. Tenía el rostro triangular medio cubierto por un denso y canoso flequillo, y aun así resaltaban sus ojos, pequeños, brillantes, nerviosos entre los mechones. Hizo una reverencia con una teatralidad que, resultando exagerada y hasta cómica, transmitía una sincera voluntad de servicio. El flequillo pendió, se balanceó y retornó a su lugar en el momento en que la pequeña cabeza recuperó la verticalidad. El barón señaló a Arlot.
—Lleva a este muchacho a una habitación para que se asee. También proporciónale ropa limpia y unas sandalias. —Y dirigiéndose a Arlot, añadió—: Más tarde te irán a buscar. Cenarás con nosotros y seguiremos hablando del tema.
Dicho lo cual caminó hacia el pasillo y desapareció. Arlot sintió una nueva oleada de agotamiento, esta vez aligerado por un alivio que no acertaba a comprender. ¿Le ayudaría? Eso parecía. Resuelta en principio la mayor duda, llegó la inevitable pregunta. Al margen de ofrecerle descanso, alimento, compañía y conversación, ¿qué podía esperar de él? Tal vez información, detalles que le ayudaran o un lugar en que refugiarse si algo se torcía. De esto último no estaba demasiado convencido, de hacerlo habría demasiado tufo a encubrimiento, y aquel hombre se mostraba alejado de determinadas posturas y tenía una categoría social incompatible con según qué decisiones. Nada de precipitarse, una vez más tocaba esperar. El hombrecillo también esperaba y paciente se mantenía a la expectativa. Se había olvidado de su presencia. Esperar y centrarse, y hacerlo rápido.