Читать книгу Arlot - Jerónimo Moya - Страница 17

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Se despidió Arlot con una inclinación que indicaba no solo respeto, sino también gratitud, y volvió a la cabaña. Hubiese preferido quedarse allí, junto a la mesa, hasta acabar el boceto aunque ello supusiera pasar la noche en pie. Sin embargo, aceptaba la sensatez de Páter proponiendo una demora que al fin no suponía más que unas horas. Empezó a caminar con el boceto en la mente. Dada la maestría de su padrastro, la espada sería única, y la idea, sorprendentemente, le inquietó. La noche ya había caído y a su alrededor el mundo se había transformado en una amalgama de matices plateados, de sombras y de luces amarillentas que se multiplicaban en las cabañas. La luna, creciente, brillaba en lo alto y dibujaba de blanco los perfiles de unas gruesas y poco amenazantes nubes. Por el camino encontró a Yamen que llegaba en su búsqueda. Su aparición le hizo considerar que aquel había sido un buen día. Si hay ilusión por algo, por pequeño que sea ese algo, siempre es un buen día. Así que trata de ilusionarte con lo que sea, te aseguro que motivos siempre los encontrarás si los buscas. Eso le decía su padre cuando le veía aburrido o triste, allá en Aquilania. Se trataba de unos estados de ánimo que por aquel tiempo él solía confundir de niño con frecuencia. Una punzada de melancolía le zarandeó hasta tal punto que Yamen, al llegar a su altura, le saludó con un gesto de preocupación.

—¿Todo va bien? —preguntó frunciendo el ceño—. Tardabas y tu madre empezaba a intranquilizarse.

—Todo bien y siento haberla preocupado—respondió Arlot—. Me he entretenido con Páter en… ¿Ya lo sabes?

—Claro que lo sé, yo por tu padrastro y los demás por mí —respondió Yamen señalando hacia lo alto de las murallas del castillo. En una de las almenas se recortaba la figura de un centinela caminando despacio, muy despacio—. Ya les gustaría a esos estar en tu lugar, al menos tener una espada como la que te va a forjar tu padrastro. Es un gran hombre.

—Lo sé —asintió Arlot.

—¿Sabes que una vez me dijo que nos consideraba sus hijos? —preguntó Yamen echando los brazos hacia delante, como si mostrara algún detalle de las cabañas que tenían ante sí—. A los dos, ¿eh?

—Tenemos suerte, mucha suerte.

Yamen asintió.

—Fíjate que me dijo que nos consideraba sus hijos, no que se consideraba nuestro padre. ¿Comprendes el matiz?

—Por respeto a nuestros sentimientos. Sabe lo que nuestros padres nos supusieron y que no los olvidamos.

Yamen repitió el gesto con los brazos, esta vez elevándolos hacia el cielo.

—Lo dicho, es un gran hombre.

El resto del camino lo hicieron absortos cada cual en sus pensamientos. Un vecino, tejedor de oficio, les saludó alzando un vaso probablemente de vino desde la puerta de su cabaña, una construcción de barro y paja redondeada con techo de ramas y capas de musgo. El vino es lujo de los pobres, les había comentado Páter un día refiriéndose a un campesino que solía embriagarse cada domingo tras asistir a misa. Y como todos los lujos pueden llegar a ser peligrosos, había añadido con pesar. Él había intentado corregirle de aquella mala costumbre sin éxito, y cada semana le buscaba para hacer que se confesase. De esa forma aspiraba a crearle la conciencia de pecado. También se cruzaron con una mujer y un joven delgado y desgarbado. Acarreaban un balde de agua sosteniendo un asa cada uno, y lo hacían entre risas. Cercanas o lejanas les llegaban voces dispersas, de origen impreciso y, de vez en cuando, un ladrido de entre las cabañas o un aullido proveniente del bosque. A pocos metros de la entrada de su cabaña Arlot cogió del brazo a su amigo.

—Oye, si te preguntaran qué es el miedo, ¿qué responderías?

Yamen abrió los ojos de forma exagerada, subrayando una sorpresa que realmente existía. Arlot no solía entrar en ese tipo de preguntas, y si en alguna ocasión lo hacía, en especial al hilo de la lectura de alguno de los libros de Páter, se debía a su afán por saber y en especial para comprender. También tenía conciencia de que la decisión de marchar en busca del asesino de su padre le creaba dudas, e incluso le hacía vivir en un estado de ansiedad que ocultaba bajo su aparente impavidez. Con los años había aprendido a componer un gesto cercano a la inexpresividad de las máscaras. En general las dudas las compartía con sus amigos y las inquietudes se las guardaba para sí. Sin embargo, había asuntos que apenas tocaba, asuntos que afectaban a sus sentimientos más profundos, y de entre todos ellos el miedo a fracasar en su empeño relativo al duque tenía prioridad. Nunca, desde que le conocía, y habían pasado años, había sacado el tema de una forma abierta y, si surgía de forma velada, Páter o Triste habían intentado hablar de ello en ocasiones, se cerraba en el silencio.

—Deberías preguntárselo a Páter, él sabe más de estas cosas que yo. Ha leído mucho.

—Pues te lo pregunto a ti porque me interesa tu opinión. Me temo que Páter abordaría el tema con una cita bíblica o una reflexión filosófica, y yo quisiera escuchar algo diferente, más cercano.

—Hablando de citas bíblicas. ¿No es de Isaías aquello de no temas, porque Yo estoy contigo? —dijo Yamen conteniendo una sonrisa.

—A eso me refiero —repuso Arlot, serio—. De acuerdo, esa es la palabra de Dios y se supone que muchos temores también tendrán que ver con la religión. Ahora vamos a ver qué dicen los hombres. Por ejemplo, tú.

Yamen, ya sin la sombra de una sonrisa en los labios, se quedó pensativo.

—Yo llego hasta donde llego y mucho me temo que esa distancia a ti te iba a quedar corta. Pero sí recuerdo que mi padre, si alguna vez me veía desalentado, me miraba a los ojos y me decía que un hombre con miedo, miedo a lo que sea, nunca será libre. También distinguía el valor de la inconsciencia.

Arlot alzó la vista hacia la muralla. La luna se había ocultado tras una nube y del soldado apenas se distinguía una sombra.

—Tu padre también debió ser un gran hombre —dijo reemprendiendo el camino.

—Lo era —asintió Yamen siguiéndole—, por fortuna aún queda alguno en el mundo. Mi madre estaba convencida que ese fue el motivo de su muerte, que murió por su integridad.

Llegaron a la cabaña y entraron en silencio. El herrero se había retirado a dormir y la madre de Arlot les esperaba junto a la mesa. Al verlos entrar sonrió y se retiró a su vez. Sobre la mesa había pan, queso y unas patatas asadas. Cenaron rápido sin prolongar la conversación mantenida por el camino y se desearon una buena noche sabiendo que, para uno de ellos, se haría larga. Así sucedió y también el siguiente día se le hizo largo a Arlot, al menos hasta que abandonó el castillo una vez concluida la jornada de trabajo. Al llegar a la iglesia se encontró a Páter inclinado sobre la mesa con una pluma en la mano. Apenas le dio tiempo a saludarle. Daba la impresión de que la reunión del día anterior no había sufrido interrupción alguna.

—He añadido una pequeña cruz rodeada por un círculo en el extremo del mango —dijo tendiéndole el pergamino y una moneda—, es el precio de mi trabajo. Cada vez que la empuñes será lo primero que verás, la cruz, por eso quiero que tenga un baño de plata, que brille como lo debería hacer siempre la conciencia. Lo del baño de plata es un regalo. Ah, y como ves he pasado el dibujo a tinta. Si no lo hago, y en una herrería, entre el polvo y la suciedad, esto no hubiera durado ni el tiempo de preparar la forja.

Arlot vaciló unos instantes, el dibujo le había impresionado y la moneda conmovido pues sabía de las necesidades materiales del sacerdote. Tomó ambos susurrando un gracias que sonó a desconcierto.

—Ahora tengo que atender otras obligaciones —se despidió Páter con una mueca de pesar—. Ayer casi dejo a mi compañero sin cenar.

Arlot insistió en su agradecimiento y se dirigió hacia la puerta. Una vez allí, bajo el vano, se detuvo por unos segundos, dudando qué hacer o decir antes de salir, y a continuación empezó a caminar a grandes zancadas. Páter, a pesar de haberle apremiado a que se marchara, había seguido sus movimientos a la espera de unas palabras, que en aquellos momentos estaba convencido que habían estado a punto de pronunciarse. O no, no estaba seguro. Con Arlot, tan imprevisible, la seguridad sonaba a aspiración. Aun así mantenía la esperanza de iniciar tarde o temprano una conversación sobre la locura que estaba dispuesto a emprender, y con ello colocar la primera piedra para hacerle desistir. Si no lo conseguía apelando a la Biblia o al cariño de sus amigos y familiares, al menos que lo reconsiderara de una forma más egoísta, que pensara en la ruina que comportaría en su vida aquel empeño. Y en la ruina incluía la propia muerte. Se frotó las manos sobre la sotana y sintió la aspereza de aquella tela. No, no se acostumbraba a aquel tejido ni a aquella vestimenta por mucho que pasaran los años. Claro que la nueva estrategia también olía a fracaso, se dijo, sincero. Seamos realistas. ¿Apelar al egoísmo con él? Batalla perdida. Mantuvo la vista en el exterior que enmarcaba la puerta una vez se apagaron los pasos de Arlot sobre los cascotes de tejas con que había tratado de adornar los alrededores de la iglesia. Qué enorme se ha hecho, había pensado viendo su silueta recortándose contra la mortecina luz del atardecer, qué enorme y qué preocupante su carácter para quienes le queremos bien. Ese carácter le inclina a los problemas como el viento hace con las espigas, y está marcando su destino. Esperaba equivocarse en su vaticinio, tan pesimista, no sería la primera vez. ¿Por qué tenían que cumplirse siempre los malos augurios? ¿No nos trajo Jesucristo la esperanza? Pues si lo hizo, el principio también es válido para enfrentarse a las sombras del futuro cuando se presenta borrascoso. Al menos para mantener un hilo de esperanza.

Páter conocía bien la historia del duque de Aquilania, el llamado Diablo por su locura y su crueldad, si es que ambos términos podían separarse. Locura y crueldad, las dos caras de una misma moneda, la de la maldad. Una moneda de la que se habían acuñado muchos tipos que se extendían por el mundo conocido y sin duda por el desconocido. Sabía del duque mucho más que el propio Arlot porque hubo un momento en el pasado en que el rey concentró en Ciudad del Alba, la capital del reino de Entrealbas, tropas provenientes de diversos señoríos. La excusa fue una dudosa amenaza de los territorios del norte, la realidad, todos lo sabían, un recordatorio de su autoridad. La tropa de Aquilania estaba al mando de un viejo capitán con el que él, al mando por entonces de la de Poniente, trabó amistad. Aquel hombre, duro, disciplinado, no escondía la repugnancia que su señor le provocaba. De su boca conoció parte de las atrocidades a las que se había visto obligado a asistir, que no a participar, puntualizaba de forma reiterada. Me paga generosamente, se justificaba, y con mi edad ¿en qué otro señorío se me otorgará el mismo escalafón militar? Tenía razón en lo de soportar lo que a la conciencia repugnaba, por la paga o por la fidelidad a la autoridad, se dijo Páter ante el recuerdo, y la prueba la había vivido él en sus propias carnes. Ese fue el origen del giro que en su momento había dado a su vida. Arlot estaba obsesionado con las correrías por los bosques de aquel miserable, siempre en domingo y siempre al atardecer. A ello también se había referido el capitán. Cabalgaba siempre a la hora en que los campesinos se retiraban a sus casas para despedir la semana tras la oración o se encaminaban a la iglesia. Pero había más, mucho más. Aquellas cacerías no dejaban de ser una parte de sus maldades. Y también sabía que bajo la descarnada apariencia del duque, suponía que hoy envejecida, se escondía la ansiedad de un guerrero, de un guerrero a su manera enérgico, sin escrúpulos. Llevaba toda su vida acostumbrado a matar y a mandar matar. A maltratar, a torturar. Los ecos de la mente militar de Páter pugnaban por reflexionar como el estratega que fue. Arlot, a pesar de su juventud, era fuerte, muy fuerte y manejaba la espada con una habilidad poco común. Ni siquiera Yamen, un auténtico virtuoso en ese arte, o Yúvol, un portento de fortaleza, probablemente le hubieran vencido en combate. Sin embargo, Diablo siempre recorría el bosque a caballo, lo que le daba una notable ventaja. Y Páter conocía a Arlot. No emplearía triquiñuelas en lo que, si no conseguía evitarlo, sería una pelea a muerte. Lo esperaría a pie firme, en medio del camino. Necesitaba quitarle la idea de la cabeza, pero ¿cómo?

Arlot

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