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2 HUMANIDAD, MICROBIOS Y ESTADO DE ÁNIMO

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Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.

JOHN DONNE

Algunos de nuestros sentimientos más profundos, desde nuestras mayores alegrías a nuestra angustia más sombría, están relacionados con las bacterias de nuestro intestino. Esta proposición inaudita implica que podemos alterar nuestro estado de ánimo ajustando nuestras propias bacterias. Por qué es así y cómo podemos ajustar estas bacterias es el núcleo de este libro.

Las primeras teorías acerca de la conexión entre tubo digestivo y cerebro se remontan al anatomista francés Marie François Xavier Bichat, allá por el siglo XVIII. Bichat descubrió que el tubo digestivo tiene su propio sistema nervioso, independiente del sistema nervioso central. No está organizado en un abultamiento, como el cerebro, sino más bien como un encaje intrincado y de doble capa que rodea nuestro tubo digestivo como una media. Asimismo, muy adelantado a su época, Bichat observó la conexión entre las emociones y el tubo digestivo, y situó las pasiones en el «centro epigástrico», como lo denominó.1 A finales del siglo XX, Michael Gershon desempolvó el concepto y lo definió mejor, cuando calificó el sistema nervioso intestinal de «segundo cerebro», en un libro con el mismo título.2

Al igual que Bichat, Gershon se dio cuenta de que el tubo digestivo está estrechamente relacionado con el estado de ánimo. Cuando nuestro tubo digestivo funciona sin problemas, nuestro cerebro está calmado. Pero cuando hay patógenos (microbios que son peligrosos) que amenazan nuestra salud, a nuestro cerebro llegan picos de ansiedad. Este aspecto de los patógenos añade un tercer actor al escenario del tubo digestivo y el cerebro: la microbiota.

Como contrapeso, tenemos nuestros propios microbios de cosecha propia que son amistosos. Se trata de nuestros comensales, término que procede del latín y que significa «juntos en la mesa». Si estos microbios aliados también mantienen nuestro estado de ánimo equilibrado, se los denomina psicobióticos. Tomados en su conjunto, estos microbios domesticados constituyen nuestra microbiota, que está ahí para protegernos contra los patógenos salvajes del mundo. Son como perros domésticos a los que alimentamos y de los que cuidamos para que nos defiendan de sus despiadados primos, los lobos.

A pesar de su autonomía, nuestro segundo cerebro mantiene una comunicación bastante constante con nuestro primer cerebro. Una gran parte de dicha conversación se refiere a nuestra microbiota. Por sorprendente que parezca, nuestros microbios pueden hablar con ambos cerebros empleando sustancias químicas similares a los neurotransmisores (las moléculas de comunicación de nuestro cerebro) y otras moléculas como hormonas, ácidos grasos, metabolitos y citoquinas. (De todos ellos se hablará más adelante). Los patógenos también secretan sustancias químicas como estas, algunas de las cuales pueden provocar que nuestro sistema inmune pulse el botón del pánico. Estas señales de alerta se disparan principalmente en el tubo digestivo, que es el componente mayor de nuestro sistema inmune. Ello se debe a que el tubo digestivo es un tejido muy especializado cuya exigente tarea consiste en extraer nutrición del alimento sin incorporar también patógenos.

La mayor parte de la acción de la inmunidad del tubo digestivo es local: los componentes inmunes, llamados células asesinas naturales, concentran su fuego sobre los patógenos en su vecindad inmediata. Sin embargo, si los patógenos se escapan a través del revestimiento y salen de nuestro intestino, nuestras células inmunes los seguirán hasta nuestro sistema sanguíneo y provocarán una inflamación sistémica, una condición que se suele denominar intestino permeable. No siempre lo interpretamos como tal, pero la inflamación le advierte a nuestro primer cerebro que algo está mal y puede hacer que busquemos un lugar tranquilo con mantas calientes para recuperarnos. Esto es el comportamiento de enfermedad, y tiene mucho en común con la depresión. Al igual que esta, no es algo que podamos elegir: nuestro cerebro provocará la situación, a menos que algo lo impida.


La condición denominada intestino permeable tiene lugar cuando el estrés, las toxinas, los patógenos o las drogas dañan el recubrimiento intestinal y permiten que los patógenos difundan hasta nuestro sistema circulatorio.

Ambos cerebros son capaces de recibir mensajes de nuestra microbiota. En su mayor parte se trata de comunicados acerca del estado de los patógenos en nuestro tubo digestivo, pero también hay señales sobre el movimiento inadecuado de la comida y en relación con otras anomalías. Si todo funciona bien, ambos cerebros están contentos y el primer cerebro rara vez se inmiscuye en los asuntos del segundo. Esto deja al segundo cerebro en piloto automático a lo largo de la mayor parte del sistema digestivo. A nosotros (es decir, a nuestro primer cerebro) se nos permite cierta actividad consciente en ambos extremos. Podemos mover la lengua y tragar en el extremo próximo, y somos capaces de controlar nuestro esfínter en el extremo alejado. Todo lo que hay en medio queda, en gran medida, fuera de nuestro control. Esta es una cosa menos de la que tenemos que preocuparnos, lo que siempre es de agradecer, pero elimina buena parte de información interna importante. Sin tener pistas definitivas procedentes de nuestro tubo digestivo, a menudo hemos de adivinar qué es lo que no funciona bien en nosotros. Si solo sentimos un malestar general, quizá no situemos el origen de nuestra preocupación donde suele estar: en nuestro tubo digestivo.

Es un problema importante. Afecciones digestivas como el SII y la EII están muy relacionadas con la depresión y la ansiedad, pero se suele pasar por alto la conexión. Curar el problema gastrointestinal subyacente suele resolver las afecciones mentales. No obstante, sin una señal clara procedente del tubo digestivo, no siempre se da a las personas el tratamiento apropiado. Si vamos al psiquiatra porque tenemos ansiedad o depresión, el médico raramente nos preguntará sobre la condición de nuestro tubo digestivo; pero es probable que esto cambie a medida que se conozca mejor la conexión entre el tubo digestivo y el cerebro. Tratar los problemas gastrointestinales quizá no cure todos los casos de depresión o ansiedad, pero puede aliviar sus síntomas.

La revolución psicobiótica

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