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MICROBIOS E INMUNIDAD

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El sistema inmune o inmunitario es la interfaz entre la humanidad y los microbios. Cuando los patógenos invaden nuestro cuerpo, pueden moverse entre nuestras células o penetrar directamente en ellas. Nuestro sistema inmune localiza a los microbios extracelulares y los mata. También localiza cualquier célula infectada, que puede contener miles de bacterias, y las mata… junto con sus inoportunos inquilinos.

Las bacterias intercambian genes y mutan con tanta frecuencia que podrían parecer un objetivo escurridizo para nuestro sistema inmune. ¿Cómo se localiza un microbio que cambia de forma? Buscamos estructuras que no han cambiado. Determinadas características parecen tan vitales para algunas especies que las han conservado durante eones. Los humanos (y nuestros antepasados primates) hemos combatido a algunos de tales patógenos durante tanto tiempo que hemos grabado de forma permanente los genes para reconocerlos en nuestro ADN. Así es como funciona nuestro sistema inmune innato, proporcionando una respuesta integrada a antiguos enemigos bacterianos. Hay muchos tipos celulares implicados en la respuesta innata, entre ellos las células que han recibido el evocador nombre de células asesinas naturales (NK).* Las células NK perforan agujeros en las bacterias y a través de ellas vierten toxinas, disolviéndolas o haciendo que se suiciden. Muchos de estos genes antibacterianos se encuentran en el ADN de todos los animales, e incluso de plantas. Que reinos de la vida totalmente diferentes compartan genes de inmunidad similares es un testimonio sorprendente de la larga y desagradable (pero exitosa) historia de las infecciones por patógenos.

Otras huellas bacterianas son nuevas. De hecho, nuestro sistema inmunitario no las ha visto nunca. Las bacterias se dividen rápidamente, y cada división puede generar mutaciones. En la carrera evolutiva, las bacterias nos hacen morder el polvo. ¿Cómo cabe esperar que nuestro sistema inmunitario siga el ritmo? La respuesta implica lo que los científicos denominan inmunidad adaptativa.

La inmunidad adaptativa se reconoció por vez primera hace unos dos mil quinientos años, durante la peste de Atenas. En plena guerra con Esparta, Atenas se vio afectada por una peste, probablemente el tifus, que eliminó a un 20 % de la población. La muerte solía ser rápida, tardaba del orden de una semana, pero algunas personas sobrevivieron. Pronto se descubrió que los que sobrevivían ya no eran susceptibles a la enfermedad. Protegidos de esta manera, se les encargó que cuidaran de los demás. Fue un ejemplo perfecto de inmunidad adaptativa en la que, una vez expuesto, el cuerpo recuerda al patógeno y entonces puede eliminarlo rápidamente del sistema. Debido a que aprender de un nuevo patógeno lleva tiempo, el sistema adaptativo no es tan rápido como el sistema innato después del primer contacto. Sin embargo, tras el aprendizaje inicial, ambos sistemas son una maravilla en cuanto a desplegarse rápidamente.

Al primer ejemplo de inmunidad adaptativa se le podría denominar el Big Bang inmunológico. Hace unos quinientos millones de años, un pez parecido a una lamprea desarrolló algo llamado genes saltarines. Se trata de genes que pueden desplazarse de un punto a otro de nuestro ADN. Esto es algo desconcertante: se supone que el ADN es estable; es la manera en que mantenemos nuestra especie al tiempo que transmitimos rasgos a nuestros hijos. Pero los genes saltarines se presentan con frecuencia en la naturaleza, y uno de ellos encontró el camino hasta uno de estos peces antiguos.

Sucedió que este gen saltarín se insertó entre los genes que producen anticuerpos, la herramienta molecular en forma de Y de la inmunidad. La parte inferior de esta molécula se fija típicamente a una célula inmune, mientras que la parte superior de la Y tiene una especie de velcro microscópico que se pega a una clase específica de bacterias. Esta especificidad es limitante: se necesita un nuevo gen para cada microbio, lo que es prácticamente imposible. Y entonces los genes saltarines acudieron al rescate. De repente, en lugar de producir un único anticuerpo, el gen saltarín permitió que se crearan millones de variaciones.

Todas las células, desde las humanas a las bacterias, poseen una superficie como la piel vellosa de un melocotón, compuesta de cortas hebras de moléculas de azúcar y proteínas. Estas ayudan a las células a comunicarse, a pegarse a otras células o simplemente proporcionan sostén. Pero estas moléculas de membrana también exponen a las células a ser descubiertas por factores inmunes. A estas moléculas extrañas se las denomina antígenos, y desencadenan una respuesta inmune. Algunos de los antígenos más potentes proceden de las paredes celulares de bacterias patógenas.

Aquí es donde aparecen las variaciones de anticuerpos. Con millones de formas diferentes, una o más de estas variantes acabarán por encajar con un antígeno patógeno. Cuando lo hacen, se pegan al antígeno. A veces, esto es suficiente para inutilizarlo allí mismo. Otros anticuerpos actúan como banderas en las que se puede leer «cómeme», y hacen que otras células inmunes y consumidas barran a sus víctimas. Estas interacciones representan la manera en que el sistema inmune del cuerpo responde a los antagonistas que inducen enfermedades.

Cuando funciona, la inmunidad es un maravilloso acto de equilibrio, capaz de distinguir al amigo del enemigo, dispuesto a erradicar patógenos nunca vistos antes, pero que al mismo tiempo da una calurosa bienvenida a una amplia variedad de bacterias beneficiosas. Lo importante es que también ha de abstenerse de atacar a nuestras propias células. Pero ¿cómo pueden las células inmunes reconocer a nuestras propias células? La respuesta es interesante: lo aprenden de manera autodidacta. Después de encontrar un cuerpo nuevo, creado al azar, una célula inmune juvenil se compara frente a una biblioteca de marcadores humanos. Esto ocurre con las células B en la médula ósea y con las células T en el timo, una glándula que se halla bajo nuestro esternón. Las células inmunes que se conectan con cualquier parte de esta biblioteca humana pueden enviarse de vuelta al aleatorizador para un nuevo conjunto de anticuerpos… o pueden ser eliminadas. De esta manera se filtra cualquiera de los anticuerpos aleatorios que se pegan a nuestras propias células. Los pocos anticuerpos que escapan de este proceso de clasificación son peligrosos: pueden causar enfermedades autoinmunes, como la esclerosis múltiple o la artritis reumatoide, con la consiguiente depresión.

Con los genes saltarines ocurrió algo fortuito: la memoria inmune. Determinadas células inmunes, a saber, las que consiguieron producir anticuerpos efectivos, terminan siendo conservadas por nuestro sistema inmune. La próxima vez que aparezca el mismo patógeno, estas células serán reclutadas, con lo cual se multiplicarán rápidamente y detendrán el ataque de inmediato. Este es el origen del dicho «lo que no te mata te hace más fuerte». De hecho, la próxima vez estaremos mucho mejor protegidos. Es la teoría sobre la que se basan las vacunas: una dosis de un patógeno muerto hará que nuestro sistema inmune almacene un recuerdo, y aquel estará listo para entrar en acción frente a una aparición repetida. Todavía podremos infectarnos, pero eliminaremos tan rápidamente el patógeno que quizá ni nos demos cuenta de ello.

La revolución psicobiótica

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