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El viernes próximo al fatídico suceso, se realizó el entierro de su amigo en un cementerio hermoso, de esos que sólo se ve césped cortado, árboles y flores, y gente sentada hablando con sus familiares perecidos o simplemente disfrutando de la paz que había en esos lugares. Todo lo contrario a aquellos cementerios donde se veían las lápidas y los mausoleos de los muertos. Eran los típicos de películas de terror, donde los zombis cobraban vida.

El proceso fue lento y doloroso. Un cura pronunció algunas palabras de aliento para los familiares. Todos estaban vestidos con la clásica vestimenta negra que se utilizaba en esas ocasiones. J.C. tenía un saco negro petróleo y pantalón acorde del mismo color.

Finalizado el discurso, y luego de bajado el pequeño cajón hacia el pozo abierto de tierra, la gente se empezó a dispersar en diferentes direcciones. La mayoría no hablaba ni decía nada. Otros sollozaban. Algunos pocos lloraban a todo pulmón. Fue uno de los días más tristes en la vida de J.C.

Cuando su madre le dirigió la palabra diciéndole que ya era hora de volver a casa, J.C. le dijo que iría luego. Que tenía que hacer algo importante. Que antes de las veinte horas estaría allí.

El despertar de un asesino

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