Читать книгу El despertar de un asesino - Jorge Eguiazu - Страница 42

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J.C. cumplía diecisiete años y su madre le había comprado una enorme torta de cumpleaños. A pesar de que no tenía amigos en la escuela, algunos de los compañeros que invitó fueron a su casa. Lo más probable fuera que habían ido porque era difícil no aceptar comida y bebida gratis, especialmente en los momentos económicos difíciles que estaba pasando la Argentina.

Como era de esperar, Violeta no acudió a la fiesta, con lo cual J.C. estuvo toda la tarde y gran parte de la noche, en un estado catatónico. Ni siquiera se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor, donde los que habían asistido comían, bebían y se divertían. Su caso era otro, lo único que quería, era que Violeta estuviera ahí. Hasta pensó en echarlos a todos de su casa y encerrarse en su habitación.

Por suerte eso no ocurrió. Se dio cuenta que ya era difícil estar en una escuela donde todos lo miraban de reojo. Todavía no se habían disipado del todo los rumores instalados por Andrés. Sumado a eso, se sospechaba que él era, de alguna forma, el responsable de que éste haya desaparecido de la escuela de un momento a otro, sin explicaciones.

En lugar de eso, decidió tratar de pasar la noche lo mejor que podía, tratando de reforzar y reafirmar las conexiones emocionales con las personas que allí estaban. Necesitaba aliados en la escuela, y ese era el momento de conseguirlos.

Desde que Pedrito se había ido, sentía un vacío enorme en su pecho. Creía que Violeta sería la persona que llenaría ese hueco. Lamentablemente, no había sido ese el caso. Es más, cada vez era más difícil tratar de conquistarla. Ya estaba perdiendo la paciencia.

Al llegar la medianoche, sus compañeros le cantaron el feliz cumpleaños y brindaron con sendos vasos de cerveza. Por suerte su madre no estaba en la casa. Había tardado casi un mes entero en convencerla de que esa noche no estuviera presente.

A las tres de la mañana, la gente empezó a retirarse de a poco. Si bien se creían muy adultos, la mayoría de ellos tenía entre dieciséis y diecisiete años, por lo que todavía eran menores de edad, y tenían que acatar las reglas impartidas por sus respectivos padres.

A las cuatro y cuarto se fue el último grupo de personas que quedaba. En ese momento, J.C. ya estaba alegre y algo ebrio.

Cuando lo asaltó la soledad, se sintió nuevamente vacío. Muy vacío. El efecto del alcohol acrecentaba sus sentimientos, hasta el grado de hablar consigo mismo. Si alguien lo hubiera visto le habría puesto un chaleco blanco, de esos que se atan por atrás. Parecía un sketch de esos de dibujitos donde la persona habla hacia su izquierda y hacia su derecha, con el angelito y con el demonio.

Necesitaba acallar su cerebro. Necesitaba dejar de pensar. Y en ese momento se le ocurrieron sólo dos opciones. O se iba a dormir o cambiaba por algo más fuerte.

El despertar de un asesino

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