Читать книгу La inclusión de los migrantes en la Unión Europea y España. Estudio de sus derechos. - José María Porras Ramírez - Страница 21

2. La globalización y un nuevo concepto de frontera

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La globalización, fenómeno al que antes aludía, estaba llamada a superar ese marco, y por tanto a mitigar o eliminar, de algún modo, esos efectos de las fronteras. Desde esta perspectiva, y en lo que el fenómeno podría tener de positivo, supondría un paso importante en esa verdadera universalización de los derechos. Como hemos visto, a fecha de hoy los esfuerzos de integración solo han dado algunos frutos (y muy mitigados) en reducidos ámbitos regionales, pero cabría pensar que estamos en una primera fase, y que más adelante ese objetivo podría alcanzarse en un ámbito global. Sin embargo, me parece que no hay demasiadas esperanzas de que finalmente así sea. En primer lugar, aunque las fronteras interiores se mitiguen o casi desaparezcan en estos ámbitos de integración regional, la actual fase de la globalización nos trae un nuevo concepto de frontera, basado en factores económicos, sociales, y culturales, como refleja magistralmente (si se me permite la referencia no estrictamente académica) la película “Babel” dirigida en 2006 por Alejandro González Iñárritu6. Así, por ejemplo, dos de las grandes fronteras de este mundo globalizado son la que separa Europa de África, y la que hace lo propio entre Estados Unidos y toda Iberoamérica. Desde luego, hay muchas más, pero todas tienen algunos elementos en común: 1) es, sobre todo, la diferencia en el nivel de vida y en el bienestar económico la que marca el efecto de la frontera; 2) esa diferencia va a provocar siempre movimientos migratorios desde las zonas más pobres a las más prósperas, en busca de un mínimo bienestar; 3) los países (o las integraciones de Estados) situados en el lado más próspero de la frontera tenderán a fortalecer la propia frontera en un sentido jurídico y físico, para dificultar que dicha frontera sea traspasada sin el cumplimiento de determinados requisitos y procedimientos que ellos mismos establecen; 4) es imposible parar esos movimientos migratorios, porque la desigualdad en el nivel de bienestar y la necesidad de acceder a unas condiciones de vida mínimamente dignas empujarán siempre con más fuerza que las restricciones que intenten establecer los Estados más prósperos; 5) solo una mayor igualdad, o al menos una equiparación en las condiciones básicas de vida –que hoy se antoja casi utópica– conseguiría mitigar la existencia de esas nuevas fronteras.

Así las cosas, la paradoja antes apuntada, y sus muchas consecuencias, parecen hoy casi insuperables: con el actual marco jurídico-político, todos los Estados tienen pleno derecho a imponer requisitos y restricciones para ingresar en su territorio; pero mientras no se eliminen o mitiguen notoriamente las fronteras económicas y sociales, la globalización no estará en condiciones de sustituir esos efectos propios del marco estatal. Habrá, por tanto, globalización en ciertos sentidos (económico, tecnológico, cultural o incluso en cierta medida social), pero no se logrará una globalización en cuanto al establecimiento de una estructura jurídico-política que supere –o al menos complemente– al Estado para afrontar los retos indudablemente globales. Y, por supuesto, en esas condiciones, será imposible la globalización de los derechos, que supondría al fin su auténtica universalización y la igualdad entre todos los seres humanos, y que, en caso de conseguirse, sería acaso el efecto más beneficioso de la globalización.

En estas condiciones, creo que, al menos en el presente, solo queda conformarse… en el sentido de que solo cabe admitir la existencia de esas fronteras y el derecho de los Estados a su control. Pero cabe, eso sí, exigir que en ese control los Estados sean, al menos, plenamente respetuosos con los derechos que deben concederse de forma indudable porque, como veremos, resultan estrechamente vinculados a la idea de dignidad. Y ello, tanto respecto de quienes han logrado traspasar esas fronteras (ya sea por las vías legalmente establecidas como por otras), como en relación con quienes pretenden hacerlo, pero se han ubicado ya bajo la jurisdicción o soberanía del Estado. Es decir, los Estados no están obligados a admitir en su territorio de forma irrestricta a cualquier persona que lo pretenda, y ni siquiera deben necesariamente reconocer todos los derechos de forma idéntica a todas las personas; pero sí han de respetar al menos los derechos más básicos de quienes, de un modo u otro, se colocan bajo su poder soberano o se relacionan con ellos.

De hecho, la visión del tema requiere un dinamismo tal, que las circunstancias ocurridas en muy poco tiempo añaden elementos para la reflexión, bien para cuestionar lo que hasta hace poco parecía ya bien asentado, bien para reforzarlo. Si antes he apuntado que la globalización pone en crisis al Estado, ahora cabe añadir que cada vez parece más claro que la propia globalización, que creíamos llegada para quedarse y ser la señal de identidad de todo el siglo XXI, parece entrar en crisis de forma cada vez más notoria. En realidad, el propio siglo comenzó ya apuntando algunos elementos que podían poner en jaque a la naciente globalización. Los atentados del 11-S, y otros atentados fruto del terrorismo internacional, por un lado, abrieron nuevos escenarios de lo que podríamos denominar “guerra global”, pero por otro acentuaron la preocupación por la seguridad de los desplazamientos, inaugurando una etapa de mayores restricciones y controles en dichos movimientos, y especialmente en los que implican el tránsito de una frontera; de este modo, contribuyeron a “endurecer” ciertas fronteras. No mucho después, la gran crisis económica iniciada en los años 2007-2008 pudo propagarse casi en todo el mundo gracias al “caldo de cultivo” de la globalización, y puso de relieve algunas de las debilidades de esta, como la falta de controles en ese importante plano global, que hacía del nuevo escenario económico mundial un far west en el que las estructuras jurídico-políticas depositarias de cierta legitimidad democrática son sustituidas en esa esencial función por “agencias” y otras entidades de perfil variado, que asumen el protagonismo de establecer y ejecutar las pocas normas existentes en ese ámbito global.

Pocos años después, cabe añadir el auge de ciertos gobiernos nacionalistas de corte populista, que pretenden recuperar la fortaleza de las fronteras estatales, así como los aranceles, y volver, en suma, a Estados cerrados en sí mismos y protegidos del exterior7. A ello hay que añadir (y muchas veces de forma muy estrechamente relacionada) el auge de ciertos movimientos xenófobos y racistas, que, como indica Pérez Vera, “partiendo de planteamientos populistas, inundan las redes sociales y la opinión pública con manifestaciones excluyentes de todo lo que se considera diferente de una pretendida identidad nacional, que se presenta tanto mejor cuanto más monolítica. Y no hay duda de que los inmigrantes encarnan de manera paradigmática esa diferencia que se percibe como una amenaza”8.

En fin, en el caso concreto de la Unión Europea (que por supuesto no es tampoco ajena a los factores ya mencionados), el Brexit ha supuesto una indudable crisis en el siempre frágil y complejo proceso de integración, y ha introducido una cierta sombra de pesimismo sobre su futuro. Y algunos ejemplos muy notorios del torpe y lento funcionamiento de la orden europea de detención y entrega, pilar y complemento básico de la libre circulación de personas dentro de su territorio, no ayudan a mejorar la imagen del proceso integrador, toda vez que lo que se había transmitido a la ciudadanía como un instrumento ágil y automático no viene funcionando así en modo alguno, al menos en esos casos que han adquirido la mayor difusión. Todas estas situaciones pueden alimentar las “tentaciones” de recuperar de algún modo los efectos de las antiguas fronteras interiores.

Por supuesto, y aunque en este momento no es fácil predecir sus consecuencias y su huella futura, resulta también imprescindible referirse a la rápida expansión de la epidemia de Covid-19 por casi todo el mundo. En cuestión de semanas, esta epidemia provocó el cierre de fronteras en numerosos países, pero sobre todo el confinamiento de muchos millones de personas en todo el planeta, lo que obviamente impide cualquier tipo de movimiento transfronterizo (legal) en las zonas afectadas, y frena en seco la idea que tenemos de globalización. En el caso concreto de la Unión Europea, de la noche a la mañana se recuperaron las fronteras interiores, aunque no precisamente por primera vez, lo que demuestra la fragilidad del principio de su eliminación9. Y una vez más, frente a la práctica inacción de la Unión, cada Estado volvió a recuperar el protagonismo. Es verdad que la Unión trató de sobreponerse a esta situación y jugó un importante papel solidario con la aprobación de trascendentales fondos para que los Estados puedan afrontar las consecuencias de la pandemia, pero la fragilidad del propio acuerdo, la lentitud en su ejecución, y la aparente torpeza con la que más tarde se viene gestionando el proceso de vacunación introducen nuevas interrogantes sobre si la Unión logrará justificar el cumplimiento de algunos de los objetivos por los cuales fue creada.

Puede pensarse que esta situación es transitoria, pero creo que va a dejar una profunda huella en el mundo, provocando un claro efecto de desgaste y debilidad en el proceso de globalización. Cabe esperar que la Unión Europea, más allá del levantamiento temporal de estas fronteras, logre finalmente consolidar la integración, y sobre todo no olvide la solidaridad, pues lo contrario heriría el proceso tan gravemente que no sería fácil apostar por su continuidad a medio plazo, al menos en los términos en los que dicho proceso de integración se concibió. En cualquier caso, esta crisis tendrá claros efectos sobre la globalización y puede que propicie políticas de aislamiento más intensas y prolongadas. Por tanto, no parece vislumbrarse la situación, inicialmente previsible, según la cual la globalización contribuiría a la eliminación o debilidad de las fronteras entre los Estados, facilitando una mayor comunicación y movimientos más fluidos, lo que a su vez contribuiría a sociedades más plurales, abiertas y verdaderamente interculturales. Al menos, las tensiones y resistencias frente a esa tendencia parecen hoy verdaderamente fuertes.

La inclusión de los migrantes en la Unión Europea y España. Estudio de sus derechos.

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