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El bastón de Mister Bell

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Un instrumento de orden.

Si yo fuera un filósofo, ¡qué gran artículo escribiría sobre el bastón de mister Bell! Yo he descubierto la filosofía de este bastón hace apenas veinticuatro horas, y ardo ya en deseo de divulgarla. Ayer, mister Bell y yo nos fuimos a las inmediaciones de Buckingham Palace para asistir a la despedida de los Reyes. Es decir, mister Bell, el bastón de mister Bell y yo. La calle estaba llena de gente. Había que esperar un par de horas. Entonces, mister Bell destornilló el puño de su bastón, que es redondo, y se lo metió en el bolsillo; acto seguido sacó de otro bolsillo una tablita, con un agujero en el centro, y se la adosó al bastón; luego plantó el bastón en el suelo y se sentó encima. Y allí permaneció mister Bell hasta que llegaron los Reyes.

Yo iba, venía y, de vez en cuando, mister Bell me decía:

—¿Quiere usted sentarse? Tenga mi bastón.

—No. Muchas gracias.

—¿Por qué no?

—Porque yo no soy digno de sentarme ahí, mister Bell. No tengo para ello bastante espíritu de disciplina.

¿Cómo podría un español aguardar pacientemente durante dos horas, sentado sobre un bastón, el paso de los Reyes? No. Un español no podría nunca hacer eso, aunque los Reyes esperados no fuesen precisamente los suyos. Pero la filosofía de un inglés se aviene maravillosamente con la filosofía de los bastones sillas. Así, mister Bell permanece sentado horas y horas sobre su bastón, aguantando el frío y la lluvia, para esperar su turno a la puerta de los teatros, y nunca se le ocurre la menor protesta. Es un hombre paciente, disciplinado y respetuoso con las leyes y con las costumbres.

—Yo que usted —le dije a mister Bell mientras llegaban los Reyes—, me sacaría del bolsillo el puño del bastón y me entretendría haciendo con él juegos malabares.

—No es necesario —me contestó mister Bell—. Yo no me aburro.

Por fin llegaron los Reyes. Hubo un gran rumor entre la multitud. Mister Bell se levantó, sacó la tablita que le había adosado al bastón y la substituyó por el puño.

—¡Hip! ¡Hip! ¡Hurrah…!

—¡Hurrah! —exclamaba mister Bell a grito pelado.

Terminó el espectáculo, y mister Bell, este hombre tan paciente, se metió el bastón debajo del brazo y echó a andar muy de prisa. Yo le seguía dificultosamente.

—Amaine usted un poco, mister Bell.

—¿Es que quiere usted que vayamos como dos papanatas?

—¡Hombre! Después de haber estado más de dos horas sentado encima de su bastón, no querrá usted hacerme creer que es usted un hombre muy activo.

—¿Y qué tiene que ver lo uno con lo otro? ¿Qué actividad iba yo a desarrollar esperando al Rey? Allí yo no podía hacer más que aguardar, y aguardé tranquilamente. Ahora necesito llegar a casa y voy de prisa. En obsequio a usted amainaré un poco, sin embargo.

Y como yo no cesaba de hablarle del bastón, mister Bell me dijo:

—¿Pero es que en España no usan ustedes estos bastones para ir a las manifestaciones y a los teatros?

—No, mister Bell. Estos son los bastones de un pueblo disciplinado, y España es una anarquía. Allí los bastones tienen una filosofía completamente revolucionaria. En los teatros, golpean las obras que se estrenan, y en las manifestaciones, dan garrotazos.

—Es que —me respondió mister Bell—, si hace un momento, alguien se hubiera permitido un grito o un ademán contra los Reyes, yo no hubiese vacilado en darle en la cabeza con este sólido bastón de orden y de respeto.

Julio Camba: Obras 1916-1923

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