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Una tarde en «cosmopolis»

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Frente al British Museum hay un hermoso local que se llama Cosmopolis. Allí se enseñan idiomas y se dan representaciones teatrales en inglés, francés, alemán, italiano y español. Los domingos, particularmente, el teatro de Cosmopolis se llena. Se llena aunque la función se represente en sánscrito, porque el domingo londinense no tiene otro atractivo más que el que le da Cosmopolis. Ya supondrán ustedes que el fundador de Cosmopolis no es ningún inglés: a un empresario inglés no se le hubiera ocurrido nunca la idea de organizar aquí representaciones domingueras, porque desde los tiempos de Shakespeare, ningún domingo había habido teatro en Londres. El fundador de Cosmopolis es un italiano de gran iniciativa. Se llama Cucchiara; pero, en realidad, debiera llamarse Plato, ya que están comiendo de él una porción de personas. ¡Loor al Sr. Cucchiara, que ha venido a interrumpir en Londres una tradición secular, y que, con su esfuerzo y con sus libras, está comunicándole cierta amenidad al domingo inglés!

Ayer se representaron en Cosmopolis dos o tres obritas españolas. El teatro estaba atestado. Se había anunciado la presencia del embajador de España en unos prospectos que decían: «His Excellency Marqués de Villa-Urrutia». A última hora resulta que el Sr. Villa-Urrutía no era marqués, y hubo que tacharle el título con tinta negra.

Varios fruteros que habían pagado sus entradas protestaron, y hasta creo que alguno pidió que le devolviesen el dinero diciendo que si el embajador de España en Londres no era marqués, no valía la pena de pagar cinco chelines por verle. Momentos antes de levantarse el telón la gente preguntaba por el embajador.

—¿Ha venido ya?

En esto, dos muchachas inglesas descubrieron a un señor como de setenta años, con un gabán de pieles, una barba muy blanca y una gran calva. Este señor, de aspecto verdaderamente formidable, se sentaba en la primera fila.

—Aquél es el embajador —dijeron las inglesas.

El público se puso en pie. Todos encontraban al embajador altamente decorativo.

—Yo no sé por qué le han suprimido el título de marqués —exclamó una alemana que había a mi lado.

—¡Chis! ¡Chis! ¡Silencio! —dijeron de distintas partes.

Y cuando se hizo el silencio, el embajador se levantó y se puso a tocar el piano para acompañar en sus canciones al barítono Sr. Pachés. Resultó que no era embajador, así como el embajador resultó que no era marqués. El verdadero embajador, sentado en la última fila, pasó inadvertido para todos.

La verdad que un embajador como aquel pianista resultaría mucho mejor que el Sr. Villa-Urrutia. En cambio puede que el Sr. Villa-Urrutia diera cierto juego tocando el piano.

Se levantó el telón y se representó una comedia, de los Sres. Mario y Abati, titulada el Chiquillo. En esta comedia hubo una revelación: la de Ricardo Trowein de Alba. Ricardo Trowein de Alba es un muchacho extraordinario, que ha recorrido todo el mundo haciendo los oficios más contradictorios; que se batió con un león en Cuba, donde tenía el grado de capitán; que habla a la perfección diversos idiomas; que trabaja en un «office» ruso de la City, y que, a última hora, ha resultado un actor genial.

Ni Carreras, ni Mesejo, ni Ontiveros, ni ninguno de nuestros actores cómicos actuales hace reír al público como le ha hecho reír ayer en Londres Ricardo Trowein. El mismo Trowein tuvo que convencerse de que es un gran actor, y me decía:

—¡Si yo lo hubiera sabido! Hace año y medio yo era secretario de Díaz de Mendoza. Allí pude debutar varias veces con un papel que los Quintero, por ejemplo, hubieran escrito expresamente para mí; pero yo siempre creí que servía para todo menos para cómico. Me he enterado un poco tarde. ¡Tan tarde, que hoy, a fin de salir decorosamente a escena, he tenido que pintarme la calva con un corcho quemado!

Trowein ha sido el éxito de la fiesta. Ha tenido mucho más éxito que el embajador. Los demás actores han trabajado también de un modo excelente. Yo no los cito, porque esto no es una revista de teatro; pero les aplaudo a todos en conjunto. Indudablemente, en estas fiestas lo más interesante es el público. Cuando el secretario de la sección española, señor Baeza, dijo si alguien quería cantar una canción andaluza, conmigo había dos alemanas y un suizo, al que yo le dije que debía cantar.

—¡Hombre! ¡Yo! —dijo el suizo sorprendido.

—¡Pero si usted es el español más típico que hay aquí!

Julio Camba: Obras 1916-1923

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