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I. Nociones previas

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§1. Aunque en las siguientes líneas nos centraremos en el estudio de la llamada prueba electrónica, con carácter previo al análisis de la misma y de los problemas que conlleva parece conveniente realizar algunas precisiones que permitan comprender, con el debido detalle, algunas de las consideraciones que más adelante se realizarán.

§2. Así, cuando nos referimos a la actividad probatoria ha de tenerse en cuenta que, por lo general, en los procesos civiles, contencioso-administrativos y laborales se tutelan derechos e intereses individuales; derechos e intereses que, si se hacen valer en juicio, es porque el sujeto jurídico al que conciernen así lo desea. De donde se deduce una primera e importante consecuencia: que dichos procesos dependen, en gran medida y múltiples aspectos, de la voluntad y libre actuación de quienes solicitan que se les tutele jurisdiccionalmente. Lo que explica que se rijan por el principio dispositivo (también llamado principio de justicia rogada), de acuerdo con el cual las partes “poseen dominio completo tanto sobre su derecho sustantivo como sobre los derechos procesales implícitos en el juicio, en el sentido de que son libres de ejercitarlos o no”1.

Siendo ello así, es evidente que dichos procesos solo existen porque así lo desea el actor, quien, por la misma razón, en cualquier momento puede ponerle fin, si lo considera conveniente, a no ser, claro está, que la renuncia esté expresamente excluida. Es él el que delimita las cuestiones sobre qué las que se van a discutir en el proceso, lo que incide en la actividad procesal a desarrollar y en la sentencia, ya que la primera solo podrá versar sobre dichas cuestiones y la segunda no podrán ir más allá de lo que el actor haya pedido en su demanda. Análogamente, el demandado es libre de comparecer o no en el pleito, de aceptar algunas de las peticiones que hace la parte contraria y no otras, de rechazar todas ellas, de reconocer por completo la pretensión de su adversario, etcétera.

Todo ello es consecuencia de dos factores. De un lado, del hecho cierto, ya indicado, de que, en estos casos, el proceso no es sino un instrumento para hacer valer derechos e intereses predominantemente individuales. De otro, del reconocimiento de que los particulares pueden disponer libremente de dichos derechos e intereses, tanto dentro como fuera del proceso.

Esto no quiere decir, sin embargo, que el control del litigio se encuentre en manos de los particulares. En absoluto. Pues no les corresponde a ellos –sino a los tribunales– su dirección, siendo los titulares de los órganos jurisdiccionales los encargados de velar porque se desarrolle por los cauces legalmente determinados.

Cuanto antecede determina que, en los procesos regidos por el principio dispositivo, y como manifestación de éste, quepa hablar de otro principio, el principio de aportación de parte, en función del cual se confía a los litigantes la tarea de alegar y probar los hechos que les interesen, labor que se concreta en los aforismos da mihi factum, dabo tibi ius (dame el hecho, y yo –juez– te daré el derecho) y iudex iudicet secundum allegata et probata partium (el juez falla conforme a lo alegado y probado por las partes). En ellos, son los contendientes –y solo ellos– los que aportan los hechos sobre los que ha de discutirse en el pleito, obligando con ello al juez, que no puede fundar su decisión en otros hechos, ni puede prescindir de los que las partes hayan sometido a su consideración. “Qué efectos jurídicos se deriven de tales hechos, en relación con las pretensiones deducidas, es cosa que corresponde decidir a la función soberana del juzgador, previa la declaración de los hechos. El juez solo es libre de considerar como dados o no los hechos controvertidos. De los alegados por una parte y admitidos por la contraria ha de partir en todo caso en la sentencia, independientemente de su convencimiento”2.

Con todo, como dijimos al principio, lo anterior solo es válido en términos generales. Pues existen algunos procesos civiles –los denominados “procesos civiles no dispositivos”– en los que el interés del Estado en la tutela de determinados derechos prevalece sobre cualquier otra consideración, razón por la cual se concede a los jueces mayores poderes que en los demás procesos.

De lo expuesto se deduce que, con carácter general, en el proceso civil:

– Son las partes las que han de aportar los hechos al proceso, careciendo el juzgador de dicha facultad. El actor afirmará los hechos que constituyan el fundamento de su pretensión y el demandado hará lo propio respecto de los hechos que fundamenten su resistencia.

– Las partes tienen la facultad de admitir como ciertos los hechos alegados por sus contrarios, supuesto en el cual el tribunal debe tenerlos por fijados. El juez solo es libre de considerar como ciertos, o no, los hechos controvertidos.

– Sobre las partes recae la carga de probar los hechos discutidos, en el doble sentido de que son ellas quienes deben solicitar que el pleito se reciba a prueba y quienes deben proponer los concretos medios de prueba de que quieran valerse, y de que es sobre ellas sobre las que recaerán las consecuencias que puedan derivarse de que los hechos alegados no queden suficientemente acreditados.

§3. Sentado lo anterior, procede subrayar a continuación que todo proceso presupone la existencia, al menos, de dos partes: una que solicita una concreta tutela jurisdiccional, y otra frente a la que ésta se requiere.

La primera funda su petición en un conjunto de hechos históricos jurídicamente trascendentes que conforman la causa por la que solicita el amparo judicial, entre los que destacan los denominados hechos constitutivos, es decir, aquellos que conforman el supuesto de hecho de la norma cuya alegación hace el actor como base de la consecuencia jurídica que solicita.

La segunda, si se resiste a dicha petición, puede hacerlo de formas muy diferentes, pues su oposición puede limitarse a negar la causa de pedir aducida de contrario y a solicitar que no se le condene, pero también puede basarse en otros hechos, distintos a los alegados por el actor, que, a su entender, justifiquen dicho resultado.

De lo anterior se sigue, al menos, que, así como el demandante debe alegar los hechos que hemos denominado constitutivos, el demandado ha de alegar aquellos que, a su entender, fundamentan el rechazo a que se le conceda la tutela jurídica que solicita: se trate de hechos impeditivos (aquellos que, recogidos en una norma, impiden desde el principio que los hechos constitutivos despliegan su normal eficacia; por ejemplo, que el contrato aducido por el actor es nulo por no concurrir algunas de las condiciones generales que la ley exige, las del artículo 1.261 del Código Civil), extintivos (los que suprimen los efectos de los hechos constitutivos; por ejemplo, que la obligación cuyo cumplimiento se reclama ya fue satisfecha) o excluyentes (los que niegan los efectos de los hechos constitutivos; por ejemplo, que las partes suscribieron un pacto de no pedir durante determinado tiempo aún no cumplido).

Todos ellos son relevantes para delimitar el objeto del debate –no el objeto del proceso, que es cosa distinta, que viene determinado por la petición que el actor dirige a un órgano jurisdiccional–. Pues en torno a los mismos girará la discusión sobre la que versa la litis; son ellos los que han de resultar acreditados en el pleito y es sobre ellos sobre los que el tribunal deberá pronunciarse en su sentencia.

§4. Como hemos señalado, el principio de aportación de parte implica que son los litigantes los que deben afirmar los hechos que les interese invocar a favor de sus respectivas posiciones.

De ello se siguen varias consecuencias:

– En primer lugar, que es el actor el que tiene la carga de alegar los que hemos denominado hechos constitutivos, en tanto que es el demandado el que tiene la carga de alegar los hechos impeditivos, extintivos o excluyentes que considere que le pueden favorecer.

– En segundo término, que, si los hechos afirmados por el demandante son admitidos por sus contrarios, dichos hechos son ciertos para todos y, en consecuencia, no se suscita disputa alguna en relación con ellos. En tal supuesto, ciertamente inusual en la práctica, aunque posible, la contienda no versa sobre los hechos sino sobre la valoración jurídica que los mismos merecen para las partes; es decir, sobre las consecuencias jurídicas que, a su entender, se derivan de ellos, cuestión sobre la que el tribunal deberá pronunciarse en su sentencia.

– Y, finalmente, que, si los hechos aducidos por alguno de los contendientes son negados por otro que se encuentre en la posición procesal adversa, dicha negativa da lugar a que estemos ante hechos controvertidos y, en consecuencia, ante hechos sobre los que existe discusión y opiniones contrapuestas.

§5. Fijadas las anteriores premisas, estamos en condiciones de centrar nuestra atención en la función encomendada a los tribunales en nuestro sistema de justicia.

El principal deber de éstos es decidir las contiendas cuya resolución jurídica se les encomiende. Así lo disponen tanto el artículo 1.7 del Código Civil como el artículo 11.3 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (en adelante, LOPJ). Y no de cualquier manera, sino de conformidad con el sistema de fuentes establecido, y, por ende, con el modo que se haya reglado a tal fin.

En nuestro sistema –y, más singularmente, por lo que ahora nos interesa, en el orden civil–, ello implica que ha de respetarse que sean las partes las que fijen el objeto del debate procesal; las que soliciten, en su caso, el recibimiento del pleito a prueba; y las que propongan los medios de prueba de que deseen valerse, sin que los tribunales tengan la posibilidad de investigar si son ciertos o falsos los hechos alegados por aquellas, ni puedan subsanar las omisiones que éstas hayan podido cometer en la defensa de sus respectivas posiciones, aunque sí les es dado comprobar si los hechos se han introducido en la litis del modo legalmente dispuesto e inadmitir los medios probatorios en los casos normativamente previstos.

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