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Por fin llegó el ansiado período estival. Tres largos meses de vacaciones, un suspiro para los estudiantes pero una pesadilla terrorífica para los padres, sobre todo si se trata de adolescentes; a los pequeños se les puede llevar a un casal de juegos o a un campamento infantil pero ¿qué hacer con los adolescentes? Cuando su único deseo es permanecer interminables horas enfrascados en su teléfono móvil y enganchados a sus redes sociales o bien delante del ordenador, viendo intrascendentales vídeos de YouTube como, por ejemplo, gente que ha pasado un mal día, cómo pescar la mejor patata frita dentro de una bolsa, una moto circulando con un sillón detrás...

Qué pérdida de tiempo.

Para cuando terminaron primero de la ESO, Ímogen contaba ya catorce años. Aprobó geografía e historia por los pelos y suspendió catalán, pasando las demás asignaturas medianamente bien; desde luego, lo suyo no eran los libros ni los apuntes. Su madre invirtió un dineral en diversos cuadernos de repaso para que su hija se pusiera al día con aquello donde iba más floja y para que no perdiera lo poco que había aprendido; y amenazó en cambiarle el cristal de la ventana y colocar uno opaco.

—Es que ¿no te das cuenta de que no puede ser? Pasas muchísimo tiempo con la vista perdida en la nada —la regañó.

A Laia le había supuesto un mal trago que no lo hubiera aprobado todo con notas brillantes. Cruzada de brazos en mitad de la habitación, observaba malencarada a su hija.

—No miro la nada. Lo contemplo todo —se defendió la niña.

Estaba estirada boca abajo sobre la cama, con el rostro hundido en la colcha, esperando a que pasara el chaparrón.

—Ímogen, te tiras horas in-ter-mi-na-bles mirando por la ventana, ¡por Dios! Eso te aportará bien poca cosa en el futuro.

—¿Y qué si miro por la ventana, mamá? —Alzó un poco la cara para que su madre la oyera bien—. Me gusta, me relaja, hago fotos, escribo poemas...

Su madre enarcó las cejas ante estas palabras, muda de asombro. Sorprendida por el silencio que interrumpió la sarta de reproches, Ímogen se giró hacia ella.

—Sí, como lo oyes —afirmó ufana—. Me inspira lo que veo y a veces lo plasmo en el papel. Ayer mismo compuse uno.

—Me encantaría leerlo… —comentó la madre intrigada. Estaba segura de que el poema de marras era como una canción de trap, es decir, con palabras malsonantes interpuestas en los versos pero, aún así, deseaba echarle un vistazo.

La niña hurgó en un cajón hasta encontrar una pequeña libreta con la tapa de color púrpura; frunciendo el ceño concentrada, pasó unas cuantas páginas hasta que se detuvo en una en particular y se la enseñó a su madre, quien se dispuso incrédula a leer estos versos de adolescente.

Ahí está ella, de nuevo batiendo las alas,

surcando el mar turquesa y la playa,

absorbiendo con sus diminutos ojos

aquello que recorre sin cesar, todo,

campos, viñedos, montañas.

Urraca, ¿acaso nunca descansas?

De cerca, una bella ave de cola larga,

de lejos, un punto negro en el sol rojo.

Bueno…, por lo menos no perdía tanto tiempo con las redes sociales como la mayoría de sus compañeras. Laia le devolvió la libreta a la niña, asintiendo con la cabeza. ¿Quién sabe? Quizá desarrollara progresivamente en un futuro sus incipientes dotes de escritora pero, de momento, estaba obligada a rendir al máximo en el instituto.

La niña más bonita de Alella

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