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Aquel verano Clara había cumplido trece años. Finalmente, Ricard sí le dio un par de clases de matemáticas y, con su ayuda, aprobó el examen final con bastante buena nota pues, a pesar de ser una estudiante notable, en los números flaqueaba de qué manera. Llegaron a coger bastante confianza, debido al trato afable y desenfadado del profesor y a la inocencia de la pupila.

Como todas las vacaciones estivales y al igual que el resto de jóvenes, las dos amigas se dedicaron a bañarse en el mar, broncearse, comer helados y tontear con sus chicos. Bajaban una tarde por la Riera de Alella para reunirse con los demás en la playa de Ocata, situada delante de la estación de RENFE que lleva el mismo nombre.

—¿En serio es buen tío? —preguntó atónita Ímogen.

—Que sí… No sé por qué le tienes tanta tirria…

—No. No es tirria. No me gusta cómo nos mira… bueno, mejor dicho, cómo te mira. Es un baboso.

—Pues a mí me encanta cómo lo hace —confesó Clara—; ¿estás celosa? Ya ves, tú te llevas a todos los chavales de calle, con eso de ser un año mayor y con esa pechuga que tienes —dijo riendo.

—Pero ¿qué dices? ¿Celosa? —La miró con sorpresa—. Ni siquiera me cae bien… Sólo digo que tengas cuidado, es mayor…

—Sí, es un hombre mayor muy atractivo.

Ímogen se quedó pensativa. Dije antes que era más sensata y menos ingenua que cualquier otra muchacha de su edad y no se atrevió a perseguir el tema porque intuía que, si presionaba a su amiga, la amistad entre ellas se resentiría. Las palabras de Clara, y su talante en general al hablar de Ricard, la dejaron escamada; su compañera le ocultaba algo o, peor aún, no se percataba del peligro.

Pero ¿qué peligro exactamente?, se preguntó Ímogen. ¿Y si, de tan madura, se había convertido en una malpensada? ¿Y si imaginaba cosas donde no las había? Sin embargo, la imagen borrosa que a veces se paseaba por su mente la obligaba a mantener la guardia.

Cuando llegaron a la playa y se juntaron con el resto del grupo, empezó la diversión. Ímogen todavía andaba a la infructífera caza y captura de su compañero Marc. Estaba estirada en la toalla sobre la arena, intentando camelar al imberbe y turbado muchacho, que no sabía dónde dirigir la vista, si a los ojos de la morenaza o a la piel bronceada que sobresalía del escueto bañador. Ella estaba a punto de dar un primer paso, un leve acercamiento; se le pasó por la cabeza reposar su mejilla en su varonil torso pero en ese instante la conversación de fondo le llamó la atención, y se detuvo en seco.

—A mí sólo me dio dos clases de mates —dijo Clara.

—¿Dos clases? Conmigo fue todo un trimestre de física —explicó resentida María, una chica de segundo—; yo no quería ir pero mi madre me obligó. Los tres meses.

—Es buen profe… —afirmó Clara.

—No sé… —rebatió Tania, también de segundo, frunciendo el ceño.

—¿Por? —Clara estaba sorprendida.

—¿No dices que te dio química? No pareces convencida… —quiso saber Roger, otro compañero.

—Sí, los dos últimos meses del curso—explicó Tania, haciendo montoncitos de arena con las manos—, pero este año intentaré apañármelas yo sola.

—Y yo, con tutoriales de YouTube —secundó María.

—No te creas, a veces son muy difíciles de entender —dijo Roger—; es mejor un profe particular ¿no? Que se adapte a tus necesidades…

Tania y María no respondieron y se creó un silencio extraño que duró unos instantes. Una seguía concentrada jugando con la arena, mientras la otra trazaba con el dedo índice los dibujos de su toalla, como si nunca hubiera reparado en ellos.

—Yo pienso igual que tú, mejor un profe particular —explicó Clara—; además, es muy simpático.

El que crea que sólo se observa con los ojos está equivocado. Y si no, que se lo digan a Ímogen. Se contempla con la mirada, se escucha con el oído, se huele con el olfato… Si agudizamos todos los sentidos, podremos exacerbar nuestra capacidad de percepción y, con ello, apreciamos, entendemos y asimilamos nuestro alrededor. Ímogen escuchó atenta y oyó algo que no se dijo.

Algo oscuro.

***

Estaba ella esa noche, cómo no, mirando por la ventana, ésta abierta de par en par permitiendo el paso de la brisa nocturna. Acababa de ver una espectacular puesta de sol; podía oler el aroma de la sal marina del Mediterráneo, recordar su sabor cuando se adhería a su piel tras bañarse en la playa, intuir cómo los rayos de luz se filtraban por el agua alcanzando a peces y algas por igual. Intentó captar algo de la bella imagen con la cámara del móvil pero fue misión imposible; era una estampa para el ojo humano. O bien para una cámara fotográfica de gran calidad. El cielo plagado de ligeras nubes estaba teñido de azul, con sombras amarillas y anaranjadas de los últimos reflejos del astro rey. Las negras siluetas de decenas de palomas que sobrevolaban el mar parecían jugar a pillar entre ellas en una danza aparentemente insignificante pero con implicaciones sociales entre las aves del grupo, de navegación y de defensa ante los depredadores.

Con el móvil en la mano y mirando ensimismada el horizonte, absolutamente absorta en su mundo particular, vio por el rabillo del ojo una niña de pelo largo y moreno que salía de la vivienda de Ricard, detalle que la devolvió a la realidad en un santiamén. Dejando las palomas de lado, se centró en la chica; Mireia creía que era su nombre, le sonaba de vista pero no estudiaba en su mismo centro. Caminaba apresurada. Había algo extraño en la escena pero no veía el qué. Al poco, salió Ricard a paso ligero detrás de ella hasta que le dio alcance. Parecía consolarla o incluso disculparse, no se apreciaba bien pues estaba oscureciendo y sólo vislumbraba los gestos ambiguos de ambos.

No había oído la entrada ni abrirse ni cerrarse. Eso era lo extraño.

Acababa de caer en la cuenta de que Mireia había abandonado la casa a toda prisa, sin cerrar la puerta. Con la luz de su habitación apagada y agudizando mucho la vista para contrarrestar la falta de claridad, Ímogen podía observar la acción sin ser descubierta, aunque el tono que empleaban era tan bajo que no oía ni una palabra; Ricard hablaba mientras la cogía suavemente de los brazos como si pretendiera convencerla de algo. La niña, agarrando su carpeta fuerte contra el pecho, contestó cabizbaja algo ininteligible. Finalmente, pareció persuadirla y, tras cerrar la puerta de casa, se subieron los dos al coche y marcharon calle abajo, para al cabo de diez minutos volver él, esta vez sólo. Ímogen supuso que había devuelto a la alumna a su domicilio.

Cansada de estar en la misma postura tanto rato, se estiró en la cama, cogió los auriculares, los conectó al móvil y se los puso en los oídos. Buscó en la carpeta de música del teléfono y seleccionó la subcarpeta de reguetón: aquel ritmo latino bailable hacía que se le fueran los pies. Por encima del sonido de las canciones oyó el aparatoso ruido de la puerta del garaje, justo debajo de su habitación; se incorporó de un salto y corrió a la ventana para ver la parte trasera del BMW introducirse en el parking. Su padre acababa de llegar, lo que significaba que había que bajar a cenar.

—Hola, papá —saludó desde las escaleras. Se alegraba de verle pues él, al pasar horas fuera de casa, no la controlaba como lo hacía su madre, ni le daba órdenes ni le dictaba lo que debía o no hacer, ni se enfadaba con ella.

—¿Qué tal, pequeña? ¿Y tu hermano? —la saludó con un beso en la mejilla.

Bernal era un hombre de carácter tranquilo y pausado que rozaba la cincuentena, alto y de complexión normal. Su cabello canoso le favorecía, haciendo que sus ojos marrón oscuro resaltaran con mayor expresividad. Sin embargo, pecaba de una excesiva seriedad que se traducía en un cúmulo de pequeñas arrugas en la frente y alrededor de los ojos.

—En el salón, viendo la tele. —Pero justo en ese instante aparecía el chaval por el pasillo; había apagado la tele y venía a saludar a su padre y, por supuesto, a cenar.

Después de quitarse la chaqueta del traje y dejarla sobre la barandilla de la escalera, fueron los tres hacia la cocina, donde Laia estaba preparando algo ligero, pues con un calor que empezaba a ser sofocante apenas había hambre; la excepción era Yago que, con doce años, era capaz de jalarse hasta los estantes de la nevera si se lo proponía.

Laia y Bernal se dieron un beso casto en la boca y se miraron con complicidad. A pesar del paso de los años seguían sintiendo la misma pasión que al principio y, por supuesto, mucho más cariño; se entendían casi a la perfección dentro y fuera del dormitorio y, cuando se presentaba algún desacuerdo, cambiaban sus impresiones de un modo controlado sin permitir que llegara la sangre al río.

—Sentaos a la mesa —ordenó la madre con suavidad.

Solían comer y cenar en la espaciosa cocina, que tenía la suficiente amplitud como para albergar una mesa y cuatro sillas; resultaba mucho más práctico a efectos de limpieza, orden y trabajo. Cuando estuvieron los cuatro sentados frente a los platos, comentaron las novedades del día en el despacho de abogados, en el gabinete de psicología, y en el mismo pueblo. Evidentemente, en esto último los expertos eran Ímogen y Yago, que se tiraban las mañanas chateando y las tardes callejeando, parando a ratos para hacer algo de deberes y tomar algún tentempié.

—Este sábado son los fuegos en la playa de Masnou. Podré ir ¿verdad? —preguntó Ímogen.

—Ya sabes que no me gusta la idea porque son muy tarde. Espérate un mes a las fiestas de Alella —contestó Laia a la defensiva. «Ya empezamos con las salidas nocturnas», se dijo.

—¡Jolines, mamá!

—Y si me levantas la voz, no irás ni a las de Alella —sentenció la madre estoicamente.

Mucho más calmada y mordiéndose la lengua, la niña insistió.

—Perdona, mamá. Es la fiesta mayor de Masnou. Irán todas mis amigas, Clara también. Podemos volver juntas… —Miraba a su madre como un cachorro pedigüeño mira a su amo a la espera de un hueso.

—A ver… —interrumpió Bernal, posando el tenedor en el plato—, siendo sábado, las puedo recoger yo cuando acaben los fuegos.

A Ímogen le brillaron los ojos de ilusión, agradecimiento y expectación; a Laia también le brillaron pero por otro motivo que solventaría cuando estuviera a solas con su marido. Qué rabia le daba que la contradijera delante de los críos.

—A mí también me gustaría ir… —apuntó Yago.

—¡Yo no pienso hacerte de canguro! —protestó la niña— ¡Ni lo sueñes!

—¡Paso de ir contigo! —replicó el hermano alzando cada vez más el tono— ¡Yo quiero ir con mis amigos!

Menudo follón.

Cansada de todo el día, Laia lo dejó correr. «Ya se apañarán entre los tres», pensó.

Al final y gracias a la mediación del padre, los pequeños se salieron con la suya. Acordaron que el sábado la niña iría con sus amigas y el niño con los suyos a ver los dichosos fuegos artificiales a la playa del Masnou y que Bernal haría de taxista a las doce de la noche aproximadamente, recogiendo críos aquí y allá. A fin de cuentas, las fiestas mayores de los municipios formaban parte del lánguido verano y había que ceder un poco, o los jóvenes corrían el riesgo de enloquecer y arrastrar a los progenitores con ellos.

La niña más bonita de Alella

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