Читать книгу La niña más bonita de Alella - Lovelance - Страница 20
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Al día siguiente lo primero que hizo Yago en cuanto se vistió fue ir a la suite de sus padres para relatar las molestias causadas por su plomiza hermana; que le había despertado, que le había pegado y le había hecho mucho daño, que no le había dejado dormir, que tenía pesadillas, que sudaba como una cochina y que sin falta les pusieran en habitaciones separadas. Desde el punto de vista del chaval, todo era tan simple como eso pero, desde el de los adultos, fue como si les tirasen un jarro de agua fría encima. ¿Ni siquiera en un entorno vacacional la criatura podía desconectar y olvidar sus preocupaciones? ¿Tan grave era su angustia? Sabían de buena tinta que Yago magnificaba los pormenores para que a Ímogen le cayera una buena bronca pero la anécdota en sí ponía de manifiesto que su hija estaba sufriendo.
Después de desayunar bajaron los cuatro a la playa. Yago estuvo nadando cala arriba cala abajo con su padre, mientras las mujeres prefirieron quedarse en la arena; Laia se untó crema solar y se estiró dispuesta a broncearse, e Ímogen se tumbó a su lado bajo la sombrilla, donde pasó gran parte de la mañana dormitando; una vez que la figura de Ricard la hubo despertado fue incapaz de conciliar el sueño de nuevo, y se había levantado con unas marcadas ojeras, cansada e irritable, detalles que ya no escapaban a la atención de su madre.
Los ratos que no dormía en la toalla los dedicaba a meditar acerca de los dos temas que le estaban amargando la existencia: el detestable sueño que la martirizaba cada vez con mayor constancia y la borrosa imagen de su vecino, que la asaltaba de tanto en tanto inundándola de recelo. Le frustraba el hecho de no recordar ni lo uno ni lo otro con precisión. Parecía no ser dueña de su mente ni de su memoria; como si estos flashes fueran recuerdos de otra persona y ella intentara robarlos para hacerlos suyos. Pero no los quería, los odiaba. Si hubiera podido erradicar las perturbadoras escenas con una goma de borrar, con típex o electroshock, con lo que fuera…
—Cariño, ¿qué te pasa? —preguntó su madre alarmada.
Sin advertirlo, había empezado a llorar desconsoladamente.
—Ay, mamá, no lo sé... —sollozó.
Se echó boca abajo en la toalla para amortiguar el sonido del llanto y secarse las lágrimas con la tela; tenía que controlarse, no podía permitir que las alucinaciones la dominaran.
—Por Dios, hija, cuéntame lo que te agobia.
Laia se había sentado a su lado y le masajeaba los hombros con ternura. La niña logró dominar el espasmo de emoción y al poco contestó calmada y aparentemente dueña de sí misma.
—Ya está, ya se me ha pasado. Creo que es falta de sueño, me desvelo con las pesadillas... —Alzó la vista hacia su madre en un intento fallido de transmitirle tranquilidad.
Laia estaba cada vez más acongojada. Ahora lo veía claro, aquél era un patrón que por desgracia le resultaba familiar: la negación de la realidad. Era una actitud habitual entre sus pacientes; las víctimas de un trauma o de un episodio perturbador intentan negar y ocultar la situación con objeto de borrarla del libro de su memoria. Sin embargo, el resultado de tan desacertada táctica es precisamente el opuesto pues, cuanto más lo esconden, más se adentra en el subconsciente; así, más difícil es aceptarlo y, por ende, superarlo.
Ahora bien, ¿qué fragmento de la realidad estaba negando su hija?
—Cariño, por favor, confía en mí —la instó con sutileza—. Me puedes explicar lo que sea… Si crees que has hecho algo incorrecto, prometo que no me enfadaré contigo, o si te preocupa alguna cosa, intentaré entenderte y ayudarte.
—Gracias, mamá, no es nada, en serio.
—¿Tiene algo que ver con ese chico? ¿Crees que podrías estar…? —se arrepintió antes de acabar la pregunta pero Ímogen entendió a la primera por dónde iban los temores de su madre.
—¡Que no, mamá! —explotó; además de cansada y con los nervios a flor de piel, ahora se sentía insultada—. En ningún momento hemos llegado a eso, por Dios.
—Perdona, hija, el incidente de ayer en el restaurante me hizo pensar...
—¿Cómo quieres que confíe en ti si tú no confías en mí?
¡Qué palabras más ciertas! La niña era verdaderamente madura para su edad.
Laia no sabía como redirigir la conversación; no quería discutir ni alejarse de su hija, al contrario, anhelaba acercarse a ella pero no sabía cómo hacerlo. De repente, parecían tan distantes, provenientes de planetas distintos. «¿Las demás madres se sienten igual de impotentes que yo?», se preguntó. Reflexionó sobre la cantidad de palmaditas en el hombro y enhorabuenas que se había ganado en el gabinete por su impecable labor como psicóloga.
No podía fallarle a su niña.
—¿Podríamos hablar de tus pesadillas? —insistió con suavidad— ¿Por qué no me cuentas de qué van?
—Son escenas difuminadas y, al despertar, no las recuerdo. No te preocupes, en cuanto me venga algo a la cabeza, te lo contaré —concluyó mucho más cordial que antes.
Ímogen tampoco deseaba causar una disputa con su madre; era patente que se angustiaba por ella, punto que aún le pesaba más sobre la espalda pues, no sólo se sentía responsable de su propia infelicidad sino que ahora también de la de sus padres. Se incorporó para darle un beso y, de algún modo, resarcirla por el malestar generado, si bien tardaría tiempo en relatarle el más nimio detalle acerca de su sueño.
¿Qué podía explicar si ni ella misma sabía con exactitud lo que sucedía en aquellas imágenes?