Читать книгу La niña más bonita de Alella - Lovelance - Страница 14
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La primera quincena de vacaciones escolares es siempre de la que más se goza; después de ese breve período, viene otro de días lánguidos que se convierten en semanas interminables y derivan, por último, en un aburrimiento apocalíptico; a finales de julio y martirizados por el bochornoso calor, los jóvenes se hastían de todo. Ímogen y Clara habían quemado todos los cartuchos habidos y por haber: tostarse en la playa como butifarras a la brasa, escuchar música, deambular por las viñas o por el centro urbano, comer chucherías en la plaza del Sorli (cuyo nombre real es Antoni Pujades pero popularmente se denomina así por el supermercado que hay en ella).
De lo que en general no se hartan los adolescentes es de sus redes sociales. Enganchados a las ilimitadas páginas de Internet y a sus relaciones virtuales de Facebook, pueden pasar horas y horas ante la mirada impertérrita de muchos padres, quienes se convencen de que en esta era de la tecnología es correcto que sus hijos aprendan a dominarlas de la manera que sea. Y si de paso les dejan descansar tranquilos, pues tanto mejor.
Después están los padres denominados «palizas» por su propia prole, que opinan y actúan de distinto modo, como por ejemplo Laia y Bernal, quienes intentaban por todos los medios que sus hijos se relacionaran física y no virtualmente, que salieran a la calle, hicieran algo de deporte y les diera el aire fresco en la cara. Ímogen no perdía la sesera con las pantallas, más bien se pirraba por descansar la vista en el horizonte acechándolo todo, inclusive su propia familia, por lo que Yago la acusaba de espiarle y la tildaba de chafardera. Sin embargo, él sí habría dedicado la mayor parte de su tiempo a sus amistades digitales si se lo hubieran permitido.
—No puede ser, ¿acaso no lo comprendes, niño? —enfatizó Laia—. Acabarás completamente alelado.
Estaba la madre con Ímogen y Yago viendo un soporífero programa de telebasura; la pobre mujer había amenazado con cambiar de canal al menos tres veces, pero los dos críos se le habían echado encima con protestas. Eterno verano…
—Tengo mil mensajes que responder y un montón de solicitudes de amistad que…
—¡Basta! ¡No me enredes con estupideces! He dicho que se acabó el tiempo de pantalla.
—Qué asco… —musitó el hijo.
—¿Cómo dices? —le preguntó su madre con el hacha de guerra preparada.
A Ímogen se le escapó la risa. Ésa era su segunda diversión, chotearse de su hermano.
—Nada… —respondió dirigiendo una mirada asesina a su hermana.
—Por cierto, mamá —empezó la otra, con cara angelical.
«¿Qué me va a pedir ahora con esa de cara de gato acaramelado?», se preguntó Laia.
—¡¿Qué?! —preguntó bruscamente para intentar atajar el tema lo antes posible.
—Pues que este fin de semana son las fiestas del pueblo.
—¿De qué pueblo?
—Jolines, mamá… ¡del nuestro!
—Y yo qué sé, como siempre andas saltando de pueblo en pueblo, de Teià a Masnou, de Masnou a Montgat, de…
—¿Qué dices? No voy nunca a Montgat —se excusó la niña.
—Bien, ¿y qué? ¿No querrás trasnochar otra vez? Hace nada de las fiestas de Masnou…
Ímogen le sonrió con candidez y comenzó a exponer su plan con suma delicadeza; era la mejor manera de tratar a su madre.
—Mami, hace más de un mes de la noche de los fuegos... Sabes que irán todos mis amigos, y también Clara, por supuesto. Iremos y vendremos juntas, como de costumbre.
—No creas que vais a tener la suerte de toparos cada vez con Ricard, siempre tan amable subiéndoos hasta aquí —interpuso Laia.
A la mención del vecino, Ímogen torció el morro de un modo imperceptible.
La madre sabía que la batalla la ganaría la niña, a fin de cuentas era buena nena y bastante responsable, aunque no trajera seis excelentes cada trimestre; pero prefería hacerse de rogar un poco, no por placer, por descontado que no… La cuestión radicaba en que si los adolescentes consiguen con demasiada facilidad lo que desean, rápidamente suben un escalón y siguen pidiendo, más tiempo, más calle, más noche, más dinero… para acabar literalmente exigiendo aquello que consideran sus derechos. A Laia y Bernal les funcionaba bien de este modo; a sus hijos les costaba tanto obtener un “sí” a lo que fuera que tardaban semanas en pedir alguna otra libertad. Así les tenían más o menos controlados dentro de una sociedad alocada, precoz y abundante en vicios.
—¿Por qué dices que es «tan amable»? —indagó Ímogen—. Ya ves… si nos encontramos por el pueblo, ¿qué le cuesta acercarnos? No es que nos tenga que llevar a hombros… Aunque, la verdad, yo prefiero subir a pata.
—No sabes ni de lo que hablas. Es un chaval majísimo. ¿Sabes que hasta da clases gratis?
Ímogen y Yago la miraron atónitos.
—Sí, si la gente no puede pagarle, no le importa. Lo que desea es ayudar a los alumnos a aprobar. Ese chico tiene vocación de profesor…
—¿Y cómo sabes tanto de él, mamá?
—Pues porque los vecinos hablan, esto es un pueblo pequeño. En el súper el otro día lo comentaba una madre del instituto que se ve que ahora están tanto ella como su marido en el paro…
«Qué cosas —pensó Ímogen—, el tío este, un filántropo, mira que se me hace raro…».
Al cabo de un rato la niña se olvidó del vecino y volvió a insistir.
—¿Entonces, mami…?
—Entonces ¿qué?
—¿Podré ir a la fiesta el sábado por la noche? Porfi, mami…
—Bueno, un rato sólo —accedió Laia—. Ya hablaremos de la hora.
De un salto, Ímogen se levantó del sofá y fue a abrazarla.
—Oye, pero ¡nada de alcohol! —decretó la madre.
—Que noooo… —medio prometió todavía agarrada a ella.
—¡Qué falsa eres, niña! —refunfuñó su hermano, rabioso porque ella hubiera conseguido lo que quería mientras que él no había obtenido su tiempo deseado de pantallas.