Читать книгу La niña más bonita de Alella - Lovelance - Страница 13
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Caminando hacia ellos, Ímogen se percató de que los dos hombres las miraban de una forma peculiar y un tanto desagradable, casi como animales salvajes que llevan tres meses ayunando pero, cuando se situaron a su lado, todo era cordialidad. Pensó que quizá eran figuraciones suyas debido al recelo innato que sentía con respecto a su vecino.
—Os presento a Eric, mi primo —dijo Ricard.
Se saludaron con dos besos en la mejilla y se dirigieron al coche. Eric era algo menor que Ricard, tendría unos veinte o veintidós años pero seguía siendo bastante mayor que las dos muchachas, una con catorce y la otra con trece.
—¿Esos dos chicos son…vuestros novios? —preguntó Ricard.
—Algo así, sí —contestó Ímogen.
—Me encanta ver parejitas de adolescentes descubriendo el amor y… la vida —dijo dirigiéndose a Clara en un tono pícaro que no compaginaba con su talento amistoso de minutos atrás. Ella le respondió con la más ingenua de las sonrisas dibujada en el rostro.
A Eric se le escapó una risita maliciosa.
Ímogen no sabía qué pensar ni qué decir. No le hacían mucha gracia los dos tipos ni su juego de palabras pero era su vecino y el profesor particular de mucha gente del pueblo, con lo cual… probablemente no había maldad alguna en todo aquello y era ella la que estaba susceptible. De repente, recordó la escena de unos días atrás.
—El otro día vi a Mireia que salía de tu casa…
—Ah, le doy clases de química; tiene un examen en septiembre —dijo con formalidad mesurada.
—Parecía triste —agregó Ímogen.
Durante un par de segundos Ricard caminó con la vista fija en el suelo, callado, pero reaccionó rápido.
—Se agobia mucho porque hay temas que le cuesta entender. —Se encogió de hombros para transmitir un aspecto desenfadado; sin embargo, el tono que Ímogen percibió era de extrema cautela.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un desastroso contratiempo por parte de Clara. La chica no controlaba bien la cantidad de bebida que ingería. Se había detenido entre dos coches a vomitar; allí doblada, Ricard le recogía el pelo con una mano para que no se lo ensuciara y desde detrás la sujetaba del vientre para que no se cayera. A los ojos de Ímogen la escena resultaba perturbadora pues su proximidad con respecto a Clara era… exagerada, estaba completamente pegado a ella, rozando sus caderas con el trasero de la niña que, además, siguiendo la moda, llevaba puesto un pantalón extremadamente corto.
«Maldita sea, es que es tonta del culo», pensó Ímogen.
—Oye, no te dejaré que bebas más ¿me oyes? —le espetó cabreada a su amiga.
Aquello no podía ser, esa manera de beber y de descontrolarse la convertía en una víctima demasiado fácil para los varones sin escrúpulos. Era injusto y sexista, pero era así. A un hombre, por más que beba, como mucho le roban la cartera y el móvil; a una mujer, le pueden robar hasta el alma.
—¡Ay, tía! No me agobies que me encuentro mal…
Vaya cara que hacía la pobre, entre el sueño, el alcohol y la vomitera.
—No, no te agobio. Mañana hablaremos de esto.
Siguieron avanzando por la calle, cada uno ensimismado en sus pensamientos. Ímogen, recreando mentalmente la conversación que tendría con ella al día siguiente; Clara, avergonzada porque sabía que su amiga estaba en lo cierto pero incapaz de reconocerlo ante ella y, mucho menos, ante los dos hombres.
Ricard y Eric se reían por dentro, más que entretenidos con la situación, convencidos de que seducir a Clara habría resultado realmente una tarea más que simple para cualquiera, de no haber estado allí la otra, que se comportaba como si fuera su madre; con tan sólo un año más, parecía que tenía el cerebro de una mujer de veinticinco años. Para ellos, era una auténtica aguafiestas, pues los dos solos con Clara se habrían divertido de lo lindo, como habían hecho en alguna otra ocasión yendo de caza por las discotecas de Barcelona.
Exacto, dos depredadores.
Llegaron al aparcamiento de la Riera de Alella, donde Ricard había dejado el coche; Ímogen cogió a Clara del brazo para sentarse las dos juntas en el asiento de atrás.
—No, Clara que vaya delante —ordenó Ricard, asiendo a la niña por el otro brazo—, no sea que vomite otra vez.
—Bueno, ¿y no es lo mismo? —preguntó Ímogen, desconcertada.
—No. Si sucede, me será mucho más sencillo limpiarlo delante —se excusó.
Ímogen no lo entendía pero él era el dueño del automóvil y, además, el adulto. Así que soltó a su amiga y se sentó detrás con Eric, mientras Clara ocupaba el asiento delantero al lado de Ricard. Éste encendió la radio para que la música compensara el ánimo decaído que reinaba, entre el malestar de la una y la desconfianza de la otra. Eran menos de diez minutos de trayecto pero Eric entabló conversación con Ímogen; le contó que estudiaba periodismo en la universidad y que soñaba con ser un día reportero internacional y viajar por el mundo. Comprobando por el retrovisor que su vecina se hallaba distraída con su primo, Ricard se dirigió a Clara y posó suavemente su mano en la pierna de la niña, acariciándola con el pulgar.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó con un simulado tono de preocupación.
—Sí… —Azorada por la confianza que se estaba tomando el chico, no supo cómo reaccionar—. Ahora me siento ridícula. No debería haber bebido tanto.
—¿Por qué? Eso le pasa a todo el mundo a tu edad; es normal, tenéis que experimentar… —Le presionó el muslo con las yemas de los dedos.
Clara no se atrevía ni a moverse. El corazón le latía a velocidad de vértigo y amenazaba con salir volando por su boca. No entendía bien el significado de tal confianza. Tenía la carne de gallina y no era de frío por llevar las piernas al descubierto.
Por fin llegaron a la calle Telia; Clara salió del coche disparada pues la turbación del momento la sobrepasaba por completo. Se despidió brevemente de su amiga a través de la ventanilla y entró en casa a toda velocidad. Una vez la hubo dejado, Ricard condujo las dos calles que les separaban hasta llegar a su propia puerta, donde se bajaron los tres y, tras agradecerle el viaje, Ímogen se despidió de ellos, en parte deseosa de que acabara la noche. ¿Cómo podía haberse torcido algo que prometía desde un principio ser increíblemente magnífico? ¿Y en qué momento se había torcido? Con estos pensamientos lúgubres se fue a la cama para caer en un sueño profundo y no tan reparador como de costumbre.
Clara, por su parte, tenía sentimientos encontrados sobre todo lo sucedido esa fantástica noche; en general, lo había pasado bomba en la playa con Gerard y bailando con sus amigas. Y le encantaba la sensación de estar chisposa por el alcohol, ese ligero mareo como si estuviera montada en una noria, la alegría que inundaba todo su cuerpo, el flotar en el aire más que andar por el suelo. Sonrió mientras se ponía la camiseta del pijama.
Por otro lado, estaba Ímogen. Era su mejor amiga y se llevaban divinamente pero había que reconocer que a veces era demasiado madura para su edad, siempre preocupada por hacer lo correcto. En ocasiones sentía como si estuviera al lado de su madre o de su hermana mayor más que de una compañera de juergas, lo cual resultaba un tanto fastidioso cuando ella sólo quería divertirse. Como esa misma velada, por ejemplo, que le había puesto cara de bull dog mordedor por el hecho de que hubiera vomitado. «Seguro que mañana me dará la vara con eso», pensó. No obstante, Clara era ingenua pero no estúpida y sabía de sobras que no estaba bien excederse así, entre otras cosas, por el dolor de cabeza que la invadiría al día siguiente pero, si le apetecían un par de copas, ¿qué iba a hacer?
Por último, no podía dejar de pensar en Ricard, tan alto, tan seductor, tan… mayor. Por más que se esforzara, no entendía cómo había logrado captar la atención de un chico de esas características. Le había acariciado la pierna y la había cogido por detrás mientras ella devolvía en la calle, apretando sus caderas contra ella. Lo había notado perfectamente. A pesar de la timidez que le atacaba en su presencia, Clara sentía los acercamientos por parte de Ricard como una proeza. A fin de cuentas ¿cuántas niñas de trece años conseguían atraer a un hombre de veintisiete? Ésa era su edad. Mientras apartaba el peluche de la cama para hacerse un hueco y meterse ella, recordó con ilusión infantil las palabras que le había susurrado en el coche.
—Tienes los ojos azules más bonitos que he visto nunca.