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Cuando llegó la Fiesta Mayor de Alella, se divirtieron al máximo con las actividades organizadas por el Ayuntamiento; se montaron en las atracciones más imponentes de la feria, persiguieron el estruendo del correfoc (una carrera de petardos), se refrescaron y ensuciaron en la fiesta de la espuma y, cómo no, bailaron en el concierto que se instaló en el aparcamiento sito delante de la biblioteca Ferrer i Guardia.

¿Qué sería de los jóvenes durante los tediosos meses de verano si no fuera por estas celebraciones populares, asequibles a la mayoría de bolsillos? Aprovechan para desmadrarse y desmelenarse cuanto pueden, protegidos por la noción de que se encuentran en una fiesta inocente en la que la mayoría de asistentes son caras conocidas.

Ímogen, Clara, Marc y Gerard se tiraban jabón sucio unos a otros en la fiesta de la espuma, ellas en bikini, ellos en bañador. Para el deleite de los asistentes, la actividad incluía música a todo volumen con las canciones más actuales del verano. Al final se habían cumplido las expectativas de las dos muchachas y se tiraron todo el verano yendo y viniendo los cuatro juntos a todas partes. Unas veces iban en grupo con más gente; otras, cuando les apetecía algo más de intimidad, salían los cuatro solos y pasaban el rato en algún rincón poco iluminado del Parque Gaudí, allí donde se alza la escultura de un libro dedicada al célebre arquitecto.

Se hallaban en un extremo de la plaza, muy próximos al cañón que lanzaba la espuma. Clara se desternillaba de risa mientras Gerard le llenaba el cuello de espuma; se agachó para coger una enorme masa de pompas de jabón que tenía a los pies para tirársela a la cara; a pesar de lo delgadita que era, tenía bastante pecho y, al agacharse, se apreció más de lo que deseaba enseñar. Estaba reuniendo la máxima cantidad de jabón, a la vez que se enguarraba bien las manos con la mezcla de agua y polvo del suelo, cuando por encima de la música escuchó un claxon. Alzó la vista y se encontró a Ricard parado en un semáforo en rojo y sonriéndole abiertamente desde el interior del coche; se incorporó y le saludó con la mano llena de espuma. La música alta del Ford quedó totalmente silenciada por el sonido grave y ensordecedor de los bafles de la plaza. Clara no conocía de nada a la niña que había en el asiento del copiloto.

Gerard, en su ingenuidad masculina, sólo era consciente de su novia y no percibió nada de todo aquello, así que la tomó por detrás para llenarle la tripa de jabón con un masaje rápido, haciéndola girar y chillar de cosquillas. Al volver la vista hacia delante, el coche ya había desaparecido.

Cuando se cansaron de refrescarse y ensuciarse con la espuma de color ahora amarronado, se dirigieron a la esquina de la plaza donde habían instalado una manguera grande y larga de la que salía agua limpia. Hicieron cola para quitarse toda la mugre de encima y poder secarse y vestirse; las chicas se cubrieron por completo, los chicos únicamente se enfundaron la camiseta, pues el bañador humedecido les hacía las veces de pantalón y, además, les refrescaba. De allí se fueron a comprar un polo en el chiringuito de la plaza que, en ocasiones como aquella hacía el agosto, y se sentaron en un banco a chuperretearlo.

—Me duele la cabeza —se quejó Ímogen.

—Yo lo he pasado genial —comentó Clara.

—Debe ser el sol y la música tan alta…

Marc le dio un etéreo beso en el hombro a Ímogen.

—Luego te haré un masaje en la nuca —le prometió, ganándose una sonrisa por parte de su novia.

Al rato se acercó Mireia, luciendo su coleta larga y morena, para saludar a Clara; aunque no acudían al mismo centro, se conocían del equipo de baloncesto del polideportivo municipal.

—¡Anda! ¿Estabas ahí? No te había visto… —exclamó Clara.

—Está abarrotado… y con toda la cara blanca, imposible reconocer a nadie —contestó Mireia sonriendo. Aún tenía restos de espuma en el pelo.

—¿Os conocéis? —preguntó Clara; ante la negativa del resto, les presentó—. Jugamos a básquet juntas —explicó—. Nuestro equipo es el terror del Maresme.

Rieron todos ante tal aclaración.

—Sobre todo tú, ¿eh, cariño? —Gerard la estrujó hacia sí.

—Yo te conozco de vista —afirmó Ímogen.

—¿Ah, sí?

—Sí, creo que mi vecino te da clases ¿verdad? Un tal Ricard…

A Mireia se le nubló la cara durante unos segundos. Como Ímogen la miraba fijamente en espera de una respuesta, advirtió la sombra que se deslizaba bajo el rostro infantil de la muchacha. Mientras los demás seguían lamiendo sus respectivos polos, el suyo empezaba a derretirse entre sus dedos.

—Ya no… sólo fueron tres clases —contestó con un pestañeo nervioso.

—¿Y eso? Explica bien… —observó Clara.

—Sí. Aprobé el examen… Ya no las necesito —musitó Mireia, tras lo cual se despidió apresuradamente y se desvaneció entre la multitud.

Ímogen tiró en una papelera cercana lo que le quedaba de polo; tras el escueto diálogo, había dejado de apetecerle. ¿Por qué tenía la sensación de que algo le oprimía el corazón? Si lograra recordar el motivo por el cual su vecino no le infundía más que recelo... En algún rincón de su cabeza habitaba aquella imagen que no era capaz de evocar con precisión porque el ojo de la memoria estaba cerrado a lo que aquel día pasó.

Se llama amnesia disociativa específica de la situación.

***

Por la noche Ímogen se notaba excesivamente cansada, con un fuerte dolor de cabeza y un malestar que había arrastrado desde la dichosa fiesta de la espuma, es decir, todo el santo día. Su madre le dio un calmante pero se temía que se tratara de una insolación.

—Es que tantas horas de sol… —se quejó Laia disgustada, tocándole la frente a su hija para averiguar si tenía fiebre, pero no lo parecía—. Mañana quédate aquí todo el día descansando, ¿de acuerdo? Será mejor que no te dé el calor. Te quedas aquí a la sombra, fresquita.

La niña asintió dócilmente. Se encontraba tan mal que habría aceptado quedarse en cama durante siete días ininterrumpidos. Después de tomar un vaso de leche fría que le refrescó hasta el esófago, se quedó profundamente dormida.

La niña más bonita de Alella

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