Читать книгу La niña más bonita de Alella - Lovelance - Страница 9
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A mediados de mayo la temperatura era ya bastante calurosa y las dos muchachas, al ser fin de semana, bajaron a pie hasta el paseo marítimo de Masnou para pasar la tarde en un chiringuito; entre los amigos que se reunieron ese día se encontraban Marc y Gerard, los compañeros de clase que deseaban conquistar.
¡Ah! La maravillosa adolescencia, llena de sueños y promesas…
El dueño del establecimiento no había encendido su equipo de música y, para evitar el aburrido silencio, los jóvenes conectaron su altavoz e hicieron sonar a todo volumen sus desbaratadas canciones de trap, un estilo musical derivado del rap que utiliza los sintetizadores y el auto-tune para crear un sonido envolvente y cuyas letras a menudo transmiten la actitud de alguien que vive al otro lado de la ley y, además, se jacta de ello.
Como cabe esperar en lugares de costa, sol y calor, los bares se llenan de clientes, las playas de toallas y pareos de diferentes colores, y el agua de críos, de padres vigilándolos y también de jóvenes rozándose de alguna manera que no se note mucho. Todos hemos sido jóvenes… Si acercamos el oído a la piel de los adolescentes y prestamos atención, oiremos el burbujeo de sus hormonas corriendo enloquecidas arriba y abajo, chocándose entre ellas. Así que, entre baños en el mar y tragos de algún refresco mezclado con alcohol, Clara tuvo suerte y consiguió que Gerard se le acercara, la cogiera por la cintura y le diera un beso o dos.
Ímogen tendría que ser más directa con Marc si deseaba su atención, dado que por su edad y apariencia, los chavales quedaban impresionados y, si eran tímidos, no se atrevían ni a insinuarse por miedo a recibir un desplante. Conocedora de esto, se armó de valor, se acercó sinuosa a Marc y entabló con él una conversación de lo más trivial pero acompañada de algún que otro gesto sugerente que pasó factura al muchacho por debajo del bañador aunque, como era muy cortado, no pasó de ahí.
Al cabo de un rato de cháchara, Ímogen comprobó la hora y se percató de que se les había hecho ligeramente tarde. Tanto sus padres como los de su amiga insistían en que estuvieran de vuelta a las ocho y media, pues tenían que subir caminando desde la playa y atravesar un montón de calles hasta llegar a su urbanización. A pesar de que todas estas poblaciones —Masnou, Teià, Alella…— se caracterizan por su alto grado de tranquilidad y seguridad ciudadana, las niñas de tierna edad no dejan de ser físicamente demasiado vulnerables y toda precaución se queda corta.
Y ya eran las ocho.
Tendrían que correr cuesta arriba.
Ímogen buscó a Clara con la vista; tardó bastante en dar con ella porque estaba echada encima de la toalla, enroscada en los brazos de Gerard, totalmente desconectada de lo que sucedía a su alrededor. Fue a por ella y, con total desfachatez, la interrumpió y la zarandeó del brazo.
—Clara, tía, que son las ocho. De hecho, son y cinco.
—Hostia… —exclamó Clara.
—Venga, que no tengo ganas de correr.
—Ya va, ya va…
—Adiós, preciosa —se despidió Gerard.
—Sí, hasta pronto —dijo Clara de rodillas sobre la toalla poniéndose bien el bikini y la camiseta. Se incorporó, dando algún que otro paso en falso debido a que estaba un tanto afectada por la bebida. Se le escapó una risa tonta.
«Lo que faltaba, ahora tengo que tirar de ésta… No llegaremos nunca», pensó Ímogen.
—Tía, le das demasiado al alcohol. ¿Por qué no te controlas? —la reprendió.
—Tú es que eres muy aburrida…
—¡Encima! Hay que jorobarse —musitó entre dientes—; anda, cógete a mí.
Agarradas del brazo, empezaron a deambular por la arena como dos patos en el barro, puesto que se les hundían los pies y Clara tropezaba cada dos por tres. Cuando por fin llegaron a la zona asfaltada del paseo, cruzaron la carretera, la nacional II, y fueron todo lo aprisa que podían. Si llegaban tarde a casa, se arriesgaban a quedarse sin salir al día siguiente, y eso no era una opción.
Pararon un momento para que Clara metiera la cabeza debajo de una fuente y se aclarara un poco los vapores del alcohol. Si sus padres la veían así o si olían el pestazo a ron… podía estallar la tercera guerra mundial. Iban subiendo la Riera de Alella con la respiración cada vez más alterada por el ejercicio realizado, cuando de repente les saludó un coche con el claxon, el Ford Kuga rojo.
Menuda suerte.
Ricard frenó y les hizo un gesto con la cabeza para que se metieran dentro. A Ímogen le daba no sé qué darle confianza a aquel tipo pero había prisa y, en cualquier caso, mientras lo meditaba, vio estupefacta que la otra ya se había subido al asiento delantero y había cerrado la puerta, con lo cual no le quedó más remedio que aceptar y pasar al asiento de atrás. El chico bajó la música hasta un nivel casi imperceptible.
—Vais con prisa ¿no? Parecíais dos conejos corriendo por el campo —dirigió un vistazo rápido a Ímogen por el retrovisor y una mirada más prolongada a Clara, frente a frente.
Para la vergüenza de Ímogen, a Clara se le escapó una risilla. Saltaba a la vista que había bebido y que estaba desinhibida.
—Sí, no queremos recibir bronca —dijo Ímogen con firmeza para compensar el estupor de su amiga. Miró a su alrededor; a su lado había cuatro bolsas de supermercado, llenas de comida y latas de bebida.
—¿Tú tampoco quieres recibir bronca? —preguntó Ricard a Clara, alzando una ceja.
—No… —No pudo evitar responder sin sonrojarse.
Era obvio que el individuo se divertía con un tira y afloja que para la niña resultaba demasiado intenso, quizá por la diferencia de edad. Él la miraba y ella, a su vez, le admiraba. Percatándose de la estupidez de su amiga y del descaro de su vecino, Ímogen quiso entablar una conversación seria para alterar la situación; intentó relajarse pensando que en sólo cinco minutos estarían en casa.
—Tú das clases de mates ¿verdad?
—Sí, y de física y química también —respondió mirando por el espejo—. Trabajo por las mañanas y me lo puedo combinar. ¿Necesitas ayuda con alguna asignatura?
—No, no, gracias, me voy apañando con los tutoriales de YouTube… —replicó, girándose hacia la ventanilla. Se le revolvía el estómago cada vez que cruzaban la mirada a través del retrovisor.
—Te llamabas Ímogen ¿verdad?
—Sí.
Era normal que lo supiera; hacía años que eran vecinos, únicamente separados por otra vivienda, y su madre conversaba afablemente con él cada vez que coincidían.
—¿Y tú? ¿Cómo te llamas? —indagó Ricard.
—Clara.
—¿Necesitas lecciones, Clara? —Su tono era de lo más sugerente, su mirada demasiado prolongada; era experto, maduro y se le daba bien provocar. Y ellas eran dos niñas ingenuas, aunque una mucho más que la otra.
—Quizá un par de clases de mates el mes que viene, para prepararme el examen final —respondió Clara, encantada de acaparar su atención e incluso emocionada ante la idea de que le impartiera lecciones.
—Bien, será un placer ayudarte.
Por fin llegaron a casa; se bajaron las dos delante de la vivienda de Ímogen. Las ocho y veinticinco. Menos mal, se habían librado de la reprimenda.
—Ya sabes donde encontrarme, Clara. —Le guiñó el ojo antes de meterse en el jardín de su propiedad y desaparecer.
Aunque quizá habría sido mejor no subir al coche y recibir el broncazo del año.