Читать книгу La niña más bonita de Alella - Lovelance - Страница 12
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Llegó el sábado por la noche y las dos niñas se reunieron con un montón de jóvenes del Riera Fosca en la playa de Ocata. Esparcidos por la arena se distinguían familias, pandas de amigos, parejitas, niños… Estaba todo abarrotado, desde los balcones que daban a la carretera hasta el paseo marítimo. Los petardos, cohetes y bombetas silbaban y estallaban entre risas desenfadadas y voces alegres; se respiraba un ambiente festivo y de jolgorio.
El grupo de Ímogen lo componían unos catorce o quince adolescentes sentados en un corro irregular, en cuyo centro se acumulaban mochilas, sudaderas, dos cascos de motocicleta, envoltorios llenos de desperdicios de comida basura, y bolsas con vasos de plástico y botellas de refrescos, ginebra y ron. Entre los jóvenes se encontraban Gerard y Clara, que se habían convertido en pareja inseparable y, cómo no, Marc.
«De hoy no pasa que me lo ligue», pensó Ímogen y, aprovechando que en ese momento estaba solo, se acercó a él toda decidida con un ligero contoneo de caderas y dispuesta a convencerle de que ella era lo mejor que le podía suceder esa noche.
—¿Qué tal, Marc? —saludó, ofreciéndole un vaso de ginebra con cola y sentándose a su lado.
—Hola, guapa. ¿Es para mí? —Aceptó la bebida y apartó la vista que tenía clavada en el móvil— ¡Gracias! ¿Lo estás pasando bien?
—Sí. Pero ahora me apetece mucho más estar aquí contigo. —Acompañó sus palabras de una mirada significativa; sólo faltaba que él supiera leerla tan bien como leía y releía las chorradas que le aparecían en la pantalla del teléfono.
Tras una mala adaptación al cambio de primaria a secundaria y, consecuentemente, habiendo repetido primero de la ESO, Marc tenía los mismos años que Ímogen, catorce, así que su flujo hormonal iba a la misma velocidad que el de ella, o incluso más rápido. De modo que, cuando se sentó a su lado y las caderas femeninas rozaron las suyas, casi se le resbala el teléfono de las manos, que le sudaban de los nervios. Le fascinaba aquella chica pero, siempre que la tenía cerca, le faltaba el valor para expresar algún comentario que no fuera absolutamente trivial; era preciosa y más seria y madura que las otras niñas, muy segura de sí misma. Y le imponía. Temía que se riera de él, de su frente llena de espinillas, de los incipientes pelos que le estaban saliendo en el bigote… Como no sabía qué decir, muerto de vergüenza, volvió a conectarse a su teléfono con la esperanza de fundirse dentro de la pantalla de un momento a otro.
—Pero ¿qué haces? —preguntó contrariada—. Siempre estás con la nariz pegada al móvil. Anda, déjalo y estate pendiente de mí. —Y, sin miramiento alguno, se lo cogió y se lo metió en el bolsillo de la camiseta. Él no tuvo más remedio que mirarla de frente y recibir desconcertado y sofocado el breve beso que Ímogen le plantó en los labios. En respuesta, la timidez inicial de Marc se volatilizó y le enmarcó la cara para darle un beso a la francesa en el que sus inexpertas lenguas se entrelazaron durante un buen rato.
—Me encantas —le confesó Marc al oído.
A las once y media les interrumpió el inicio de los fuegos artificiales y, sentada entre las piernas de Marc y con la cabeza apoyada en su pecho, mirando el estrellado cielo de esa noche de verano, Ímogen disfrutó de la sucesión de colores y de sonido: el efecto visual de las chispas multicolor que caían en forma de palmeras y cascadas, el humo que flotaba en el aire, el olor a pólvora que impregnaba el ambiente… La muchacha se sentía feliz. Marc, por su parte, no salía de su asombro por el hecho de que la chica más atractiva de la clase se hubiera fijado en él y deseara su compañía.
La fiesta seguía aun cuando terminó el espectáculo de los fuegos de artificio pues, a lo largo de toda la playa, se habían dispuesto varios escenarios sobre los que se iban a representar diversos espectáculos, uno de magia, uno cómico, un concierto de rock catalán a un extremo y una demostración de dos disc-jockeys de hip hop al otro.
Ímogen le envió un mensaje a su padre implorándole que las recogiera un poco más tarde para que así pudieran disfrutar de siquiera una parte del concierto de hip hop. Bernal accedió de mal grado pues estaba agotado de toda la semana y anhelaba acostarse y quedarse frito de una vez. Le concedió hasta la una de la mañana, ni un minuto más.
¡Qué tormento tener que ir arriba y abajo a esas horas detrás de los hijos! Y cuando empezara la época de discotecas, eso sí que sería el acabose… Tendría que ir a buscarla a las tres o a las cuatro de la madrugada a donde a ella le diera la gana ir, que sería el último local de moda entre los jóvenes del Maresme, aunque éste estuviera ubicado en el quinto cuerno. Bernal suspiró extenuado nada más que de pensarlo y cambió otra vez de canal; ya no sabía cómo matar el rato hasta la una.
Las dos amigas bailaban enfebrecidas con tropecientos chavales más en la arena al ritmo que los dos disc-jockeys les dictaban; movían las caderas como si éstas fueran de goma y giraban sobre sí mismas con los brazos en el aire. Vistiendo pantalones cortos de verano sólo se veían piernas. Estaban alegres y divertidas por la fiesta, por haber conseguido algo más de tiempo, por haberse besuqueado con el chico que querían y por el alcohol. De pronto Clara dio un chillido, sobresaltada; Ricard la había cogido de un brazo para saludarla.
—Disculpa, no pretendía asustarte —le gritó al oído; era totalmente imposible hacerse entender con los gigantes bafles tronando con la música.
—No pasa nada —rió Clara, ruborizada—. ¿Qué tal?
—Bien, aquí con mi primo, pero ya mismo me voy. ¿Queréis que os suba? —preguntó afable.
—Sería genial, espera… —Clara le consultó a Ímogen, quien lo consultó con su padre, quien vio el cielo abierto de poderse ir a la cama antes de lo previsto; de hecho se había quedado dormido en el sofá y le había despertado la vibración de la llamada de su hija. Así pues, acordaron que en un cuarto de hora aproximadamente, se subirían los cuatro juntos, las chicas, Ricard y su primo Eric de Barcelona, que se quedaba a pasar el fin de semana con él.
Las dos amigas tuvieron unos minutos para recoger sus cosas, despedirse de los amigos y hacerse unos mimos con Marc y Gerard, que para quitarse la cogorza de encima se habían dado un baño en el agua y estaban ahora envueltos en una toalla. Entre los efluvios del alcohol y que la confianza entre los cuatro jóvenes iba en aumento, esos últimos besos fueron bastante más apasionados que los primeros.
Nadie era consciente de que los dos hombres que las esperaban, Ricard y Eric, tenían los cinco sentidos puestos en la escena de los cuerpos estrechamente apretados de las dos parejitas.