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Prólogo

La pederastia, del griego παιδός (niño) y έραστής (amante activo), se define como inclinación erótica hacia los niños o abuso sexual cometido con ellos. La palabra como tal ya existía en griego clásico (παιδέραστια) puesto que era una actividad tranquilamente aceptada por la sociedad como forma de iniciación al erotismo, sobre todo entre los nobles. Más adelante —y siendo ésta considerada una costumbre horripilante por parte de la mentalidad romana— el latín tomó prestada la misma palabra para designar un acto sexual prohibido, antinatural y deshonroso hacia los púberes. Exactamente el significado que ha viajado en el tiempo hasta nuestros días, puesto que tal vergüenza ha sido prácticamente una constante durante toda la historia de la humanidad.

Hago un pequeño inciso para esclarecer la diferencia entre pedófilo y pederasta, a menudo confundidos. El primero es el adulto que siente atracción sexual por los niños; el segundo, el que consuma el acto. El pederasta siempre es pedófilo, pero no a la inversa.

He aquí algunos números. En 2017 en España se condenaron 79 delincuentes por abusos y/o agresiones sexuales a menores (datos del Instituto Nacional de Estadística); sin embargo, la cifra real de infractores es literalmente espeluznante, a juzgar por el hecho de que en el mismo territorio y el mismo año aparecen en el Registro Central de Delincuentes Sexuales 45.155 personas a quienes se impide trabajar con niños (datos del diario El País). Estos son los criminales registrados en dicha base de datos; nada se dice de los que NO lo están, que sin lugar a dudas serán incontables casos.

¿Y qué hay de las víctimas, la parte que más malparada sale de tal experiencia? Desgraciadamente, la mayoría se encuentra dentro del entorno familiar o más cercano del agresor, dado que ése es el contexto propicio para establecer cierta intimidad. De este modo, tras ganarse la confianza de un inocente, el pariente o conocido pasa a inspirar miedo y repugnancia. Por lo que ha hecho o hará, por lo que puede decir o inventar en contra del menor, porque éste ignora cuán larga será la pesadilla que se ha convertido en su realidad.

Por esto las víctimas callan. No protestan, no se quejan, no denuncian.

Y son mayormente niñas.

Pasemos de la oscura pero objetiva realidad a la ficción cuyo relato, pese a tratar una vivencia desgarradora, es llevado a cabo con suma elegancia, sin regodearme con obscenidades ni detalles innecesarios que pueden resultar dolorosos a una mente impresionable como la mía. Añadiré —sin incurrir en spoiler— que en las historias por mí creadas se mantiene la esperanza de un mundo mejor, la fe en la justicia moral y en la integridad del ser humano.

¿Por qué «Ímogen»? No puedo evitar mi ferviente pasión por la cultura británica y, atravesando vertiginosamente el túnel del tiempo hasta la antigüedad, por la cultura celta. A modo de ejemplo, suelo llevar un collar con un trisquel o triskelión, característico del arte céltico (La Tène, Edad del Hierro) y símbolo de la evolución y del equilibrio entre cuerpo, mente y espíritu. Ímogen es un bonito nombre de mujer cuya palabra originaria celta significa niña o doncella, un nombre característico en tierras de habla inglesa pero infrecuente y especial para la protagonista y heroína de esta novela. Porque eso es lo que es, una joven observadora, valiente, resuelta y leal.

¿Por qué «Alella»? Una sencilla y única razón: la voz me resulta fonéticamente agradable, idónea para el título de la obra. Se trata de una de las localidades colindantes con El Masnou —el pueblo donde resido— lo cual me pareció más impersonal que hablar de mis propias calles. Al mismo tiempo, me permitió cierto trabajo de investigación (excursiones en busca de la ubicación correcta y las vistas deseadas, conversaciones con adolescentes del lugar, así como una emocionante visita a la comisaría de los mossos de escuadra de Premiá de Mar e incluso una amena entrevista con el Sargento). Fueron pequeñas aventuras que lograron romper la monotonía y levedad de mi vida retirada.

¿Cuál es el papel de «Clara» en todo esto? ¡Ah! Esa amiga que tenemos desde la infancia, a la que nos unen experiencias gratas o adversas; esa persona a la que siempre podemos telefonear, a pesar de la hora, a pesar de los años. En nuestro fuero interno sabemos que nuestras almas siguen vinculadas por aquello que sucedió, como si se tratara de un hilo casi tan invisible como el sedal de pesca. ¿No os ha pasado nunca?

Dichas estas palabras, no me queda más que presentaros La niña más bonita de Alella, un canto a la amistad verdadera y una crítica a esa práctica deleznable, una defensa a los infantes y púberes que la sufren, una manera de transmitirles que no están solos, que los demás ciudadanos sufrimos —si bien de otro modo— en silencio junto a ellos.

Y de decirles (y deciros) que es hora de gritar.

Ángela Landete Arnal

Lovelace

Nota de la autora: esta historia, así como los nombres, apellidos y descripciones que aparecen en ella, es ficticia; todo parecido con la realidad es mera coincidencia.

La niña más bonita de Alella

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