Читать книгу La niña más bonita de Alella - Lovelance - Страница 17
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Laia se hallaba en el salón con Bernal. Con los chicos dormidos, podían relajarse un poco, si bien les pesaba que Ímogen estuviera indispuesta.
—¿Cómo está la niña? —preguntó Bernal—. He subido ahora pero estaba dormida y no he querido molestarla.
—Creo que es un golpe de calor, demasiado sol, me parece.
—Vaya…
—Seguro que mañana está mejor; de todas formas, le he dicho que se quede en casa —explicó Laia.
—Hum… Sí, será lo mejor.
—¿Qué te pasa? —inquirió ella—. Te veo… ausente.
—Pues no lo sé, Laia, no lo sé…
Su mujer se incorporó en el sofá, poniéndose en guardia.
—¿Qué quieres decir?
—Me preocupa Ímogen.
Bernal, sin mirar a su esposa, bajó el volumen del televisor, dispuesto a iniciar una conversación seria.
—¿Qué? No, hombre… Sólo es un golpe de calor.
—No, cariño, eso ya lo sé. Es otra cosa lo que me preocupa. —Se aclaró la garganta y la miró directamente—. Ya sé que la psicóloga de la casa eres tú pero, a mi parecer, esa niña es muy introvertida. En demasía. Por mi experiencia, las personas introvertidas o son tímidas o guardan algo en su interior, y ambos sabemos que nuestra hija no peca de tímida.
Laia se quedó sin palabras.
Nunca se le había ocurrido que uno de sus hijos tuviera un problema emocional; ella se había encargado de darles amor, comprensión, ayuda, bienestar… Hacía años que había decidido dejar un tanto de lado su profesión y reducir su jornada laboral para poder ser madre trabajadora sin morir en el intento. Del mismo modo, su marido, a pesar de la cantidad de horas que dedicaba al bufete, era un padre excelente cuando se encontraba en casa: jugaba con Yago a fútbol en el parque, hacía tareas del hogar, plantaba flores en el jardín con Ímogen… Era un hombre dedicado a su familia.
¿Sus niños con alguna cuestión psicológica pendiente? Imposible.
—Cariño, a mí me parece que porque le guste mirar las estrellas y el mar no quiere decir que sea introvertida. ¿Sabes que hasta escribe poemas? Son pobres pero en fin…
Bernal la miró con cierta incomprensión. Le parecía alucinante que él tuviera que exprimir dotes de psicología que no tenía.
—Laia —dijo, poniéndose en pie para deambular por el salón a la par que hablaba con las manos en los bolsillos—, se tira muchas horas mirando y analizando su alrededor y muy pocas mostrándose a sí misma. ¿Nunca te has preguntado por qué? De niña, no era así; era alegre y dicharachera ¿recuerdas? —Se detuvo delante de su mujer—. Reía y sonreía todo el tiempo.
—¡Es una adolescente, por Dios! Son todos unos bichos raros.
—Yago sólo tiene dos años menos y es completamente diferente. Los hijos e hijas de nuestros amigos actúan de un modo más, ¿qué te diría?, desenfadado, natural…
Laia no supo qué responder. Y Bernal prosiguió.
—Casi siempre va con esa tal Clara; me parece bien, no es mala chica, pero preferiría que se relacionara con más gente. Lo que me escama es que tenga más que suficiente con la ventana, Clara y ese chico con el que sale.
Laia se enderezó en el sofá, con la espalda más tiesa que el maniquí de un escaparate.
—¿Qué chico? ¿De qué estás hablando? —preguntó con los ojos desorbitados.
Desde luego, en el gabinete de psicología la labor de Laia era intachable; había ayudado a innumerables jóvenes a retomar el buen camino, de eso no cabía la menor duda. Era sagaz a la hora de evaluar, asesorar y guiar hasta la más descarriada de las ovejas. Pero con respecto a sus hijos, se había dejado llevar por la inercia y no había sido capaz, o no se lo había permitido su subconsciente, de analizarles como hacía con otros niños y adolescentes.
—¿Cómo? ¿No lo sabes? —Bernal pensó que estaba delirando—. No me puedo creer que me lo haya contado a mí y a ti no, que eres su madre.
Y dedicó largos minutos a relatar que su hija tenía un noviete hacía un mes, un tal Marc, un chaval muy educado y vergonzoso de la clase; que lo único que hacían era darse algún beso y algún achuchón; que cuando salía a solas con Clara lo hacía con este chico y también con otro que, al parecer, era el novio de la amiga; que pasaban el rato los cuatro juntos y que no hacían nada malo aparte de descubrir sus sentimientos. Y que sería mejor que le hablara a la niña de algún método anticonceptivo, por si acaso.
Inconcebible. Laia se había quedado estupefacta.
Pero estas cosas pasan… Un hijo puede sentir mucha más confianza con uno de los dos progenitores, sin motivo aparente. En este caso, podría deberse a que Laia era siempre la que regañaba y ponía límites, la que le controlaba la agenda y las idas y venidas pero ¿quién sabe? Por algún motivo, Ímogen logró desinhibirse lo suficiente ante Bernal como para hablarle de Marc; de algún modo, sabía que tarde o temprano su padre se lo relataría todo a su madre, y así no tendría que hacerlo ella misma.
—Vaya… —fue todo lo que Laia alcanzó a murmurar. La invadían diferentes sensaciones; por un lado, alegría de que su hija estuviera descubriendo el sexo opuesto; por otro, tristeza de que no tuviera la suficiente intimidad con ella; por último, terror de que se quedara embarazada.
—De todas formas, Laia, creo que lo del novio es totalmente secundario.
—Ah, ¿sí?
—Sí, cariño. Yo creo que a esa muchacha le pesa alguna cosa, el instituto, las amistades…, yo no sé ver qué es, ni tengo el tiempo ni la pericia para ello. Quizá tú, que eres psicóloga, conversando con ella…
Pero mucho se temía Laia que ni psicología ni porras. Si la cría no había sido capaz de confiarle algo tan trivial como un amor de verano, ¿cómo demonios iba a conseguir que le esclareciera lo que la abrumaba, si es que realmente había algo?
Pobre Laia. De repente parecía arrastrar con su cuerpo el peso del mundo entero…
Y que para todas las disciplinas y ciencias existentes haya un “cómo hacerlo”, un manual de instrucciones, excepto para la de ser madre, en la que había que ir dando palos de ciego hasta adivinar alguna cosa o bien pifiarla por completo. No podía evitar sentirse culpable, aunque seguramente de un modo injustificado, por el hecho de ser tan intuitiva y perspicaz con todos los jóvenes excepto con su propia hija.
¡Válgame Dios! Ella creía haber hecho todo lo posible por sus pequeños…
Pensándolo bien, quizá Bernal estaba en lo cierto; sí que había algún rasgo extraño en el comportamiento de la niña, pero se había negado en rotundo a percibirlo. Ímogen era excesivamente madura para sus catorce años, cualidad que Laia siempre había considerado positiva.
¿Tendría tal madurez un origen negativo?