Читать книгу La niña más bonita de Alella - Lovelance - Страница 7
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La cabeza amenazaba con dolerle de tanto pensar así que, harta de los libros, Ímogen apartó de un plumazo el examen de castellano y demás deberes de la mente y se asomó al ventanal de su habitación para entregarse a su hobby. A finales de marzo y a las seis de la tarde aún quedaba mucha luz solar y, con los codos en el alféizar y la barbilla apoyada en las manos, observaba sin prisa pero sin pausa todo lo que ocurría en su campo visual. Aquella tarde era poca cosa.
Los picos hambrientos de unos pajarillos asomaban por el borde del nido que había en un árbol del jardín contiguo. Piaban sin cesar a la espera de algo de comida. Acababan de nacer y no tenían ni la menor idea del poder que se les había otorgado con sus alas, la bendición de la libertad, pensó. Uno de los pájaros progenitores iba y venía con ¿gusanos? colgando del pico. Desde su ventana no acertaba a distinguir algo tan sumamente diminuto, si bien podía ver otras mil cosas debido al emplazamiento de la casa.
Residía en una magnífica vivienda a cuatro vientos sita en la parte más alta de la calle Viña del Rey, una avenida amplia y larga que desemboca en la misma falda de la montaña, dentro del distinguido municipio de Alella. Con menos de diez mil habitantes y una renta media bastante elevada, es un pequeño y tranquilo núcleo urbano excelentemente ubicado al norte de la capital barcelonesa; se encuentra rodeado por extensos viñedos y otros pueblos residenciales, así como por la cordillera litoral catalana que atraviesa la comarca del Maresme. Por descontado, las vistas eran espectaculares: la montaña de Montalegre de Tiana, el mar Mediterráneo con sus embarcaciones de recreo, el parque natural de la Sierra de la Marina, así como los edificios y las incontables casitas de los pueblos de Montgat, Masnou y Teiá y, cómo no, toda Alella.
Compartía el hogar con sus padres y su hermano pequeño. Su padre, Bernal Valeiro, había venido a Cataluña en busca de una mejor perspectiva de trabajo y, con su licenciatura de Derecho cursada en La Coruña, logró instalarse y triunfar como abogado laboralista en la ciudad condal. Además de un buen puesto de trabajo, encontró también a su mujer, Laia Gros, una hermosa catalana de pura cepa oriunda de Vic. Con el sueldazo que ganaba Bernal pudieron instalarse en la preciosa casa que ocupaban desde hace quince años y criar en ella a sus dos hijos, Ímogen y Yago quien, aunque dos años menor que la niña, sólo iba un curso por detrás. Convivían felizmente entre los cuatro en un ambiente donde reinaban el cariño, el entendimiento y el bienestar económico.
No obstante, la felicidad es como un papel quemado; tan solo pasando la yema del dedo o emitiendo un soplido liviano, se desintegra fácilmente en mil fragmentos.
Y eso puede suceder en cualquier momento, por cualquier motivo.
La paz que le aportaban los polluelos recién nacidos se vio interrumpida por el sonido de los pasos apresurados de su madre en la escalera, que subía seguramente para reñirla. Laia, aparte de controlar su agenda y sus deberes constantemente y a diario, dedicaba su tiempo a un gabinete de psicología especializado en niños y adolescentes. En una sociedad en la que a todos los críos se les diagnostica algún trastorno y se les recomienda tratamiento psicológico por un motivo u otro, lo cierto es que en el gabinete se forraban. Que si padres separados, padres sin tiempo, madres ultra protectoras, necesidades insatisfechas, bullying, fracaso escolar, abuso de la tecnología… la lista de casos era interminable y la lista de espera, también. Ímogen intentó cerrar la ventana a tiempo pero no pudo, porque la puerta de su habitación ya se había abierto de par en par.
«Intimidad, cero», pensó la niña con frustración.
—¡Ímogen! ¡Demonios! —la reprendió su madre— ¡Ponte con los deberes!
Laia era una mujer de mediana edad, alta y entrada en carnes debido a la sedentaria vida de oficina; media melena oscura y ondulada, con las canas discretamente teñidas en su tono natural, ojos grandes y negros, muy atractiva. Y muy elegante, por cierto, siendo su habitual vestimenta el traje de chaqueta y pantalón.
—Estaba haciendo un descanso, mamá —replicó poniendo los ojos en blanco—, llevo dos horas sin levantarme de esa silla.
—¡Te tapiaré la ventana con hormigón!
—Qué pesada…
—Déjame ver la agenda. ¿No te da vergüenza que tenga que controlarte a cada rato? ¿Cuándo vas a madurar?
—Jolines, mamá… —resopló la niña, enseñándole la lista de tareas a la vez que ordenaba un poco el follón del escritorio.
La madre intentó leer la letra ininteligible de la hija, ignorando los dibujos sinsentido que acompañaban las anotaciones.
—Tengo que salir un momento —dijo—. Cuando vuelva, quiero ver esa redacción de francés hecha y los deberes de mates.
—No es de francés, es de inglés —replicó con mofa.
—Bueno —respondió su madre, molesta por el equívoco—, lo que sea. Como si es de chino. La quiero hecha antes de la cena.
Y con eso se marchó, dejando a Ímogen de nuevo solita con sus ensoñaciones. Volvió a la ventana, que aún seguía abierta, con la intención de cerrarla y proseguir con las aburridas ecuaciones, pero algo le llamó la atención en el último instante.
Su vecino.
En su misma acera vivía Ricard Prats, un chico de unos veintitantos años. Llamaba la atención por un motivo, y éste era que vivía solo. En todas aquellas casas habitaban parejas con niños o bien en busca de ellos. Era muy poco habitual, por no decir extremadamente raro, que una persona sola residiera en un caserón de tales características.
Justo en aquel instante Ricard aparcaba su Ford Kuga rojo; con las ventanillas bajadas, la música trap sonaba a todo meter, partiendo en dos el trino de las alondras y la caricia del aire. Aquel hombre cogía el coche para desplazarse incluso a la frutería de la esquina. Él miró hacia arriba y se saludaron con un ligero movimiento de la cabeza. Del asiento de la derecha se apeó una niña, algo menor que Ímogen, y le siguió hasta el interior de la casa. Con un grado en Ingeniería Física, al hombre también se le conocía por su labor como profesor particular de ciencias, aunque ella no habría deseado que su vecino le impartiera clases de ningún tipo; sin saber por qué, su simple mirada le provocaba escalofríos.
En algún recoveco de su subconsciente albergaba la sombra de una imagen suya que, de vez en cuando y en el formato más borroso posible, saltaba traviesa la valla que la separaba del consciente, permitiendo que su dueña atisbara tan solo una sensación desagradable, mas no el recuerdo en sí. Sin embargo, el subconsciente tiene varios mecanismos para convertirse en consciente y, de alguna manera, resucitar.
«En fin…», se dijo, ignorando los quehaceres del vecino. No le dio importancia porque las pesadillas aún no habían empezado.
Nadie imaginaba que Ímogen fuera una fina bomba de relojería a punto de explotar.
Cerró la ventana dejando su mundo imaginario fuera para concentrarse de nuevo en los números. Navegó por Internet en busca de algún vídeo de YouTube que le explicara de un modo simple cómo hacerlas. Al cabo de una hora se quedó pasmada por haber terminado los cálculos con éxito, tras lo cual se puso con la redacción de inglés, hasta que su madre invadió de nuevo la inexistente privacidad de su habitación para comprobar sus deberes por enésima vez y para decirle que la cena estaba lista.