Читать книгу La niña más bonita de Alella - Lovelance - Страница 19
Оглавление14
El sofocante mes de agosto transcurrió más o menos con la misma rutina que el de julio, dado que la familia Valeiro no tenía pensado marchar de viaje a ningún sitio en particular. Otros años habían visitado el sur de Francia, habían disfrutado de una ruta turística por Italia y también habían recorrido Portugal de cabo a rabo, además de las escapadas que habían realizado a distintos puntos de la Península. No obstante, aquel invierno se habían cambiado de coche, pasando a lucir un flamante BMW serie 3 de color blanco, precioso, pero, claro está, ahora había que pagar los plazos del mismo. Por otro lado, Laia y Bernal habían decidido construir una piscina en el jardín trasero de la vivienda, lo cual suponía otra elevada partida de dinero.
Con todo, el único dispendio vacacional que podían permitirse ese verano eran los cuatro días que habían planeado pasar en el Hostal Empúries de L’Escala, una pequeña localidad turística situada al inicio del Golfo de Rosas, en la maravillosa y salvaje Costa Brava.
Para la satisfacción de Ímogen y Yago el hostal se hallaba estratégicamente ubicado en una cala, la playa Portitxol. Nunca se habían hospedado en un lugar tan cercano al mar; desde su alojamiento únicamente tenían que caminar veinte metros para mojarse los pies en las refrescantes aguas de Gerona. Era literalmente paradisíaco. La proximidad de tal diversión les colmaba durante gran parte de la jornada; nadaban, chapoteaban, jugaban a palas, se peleaban, se ahogaban mutuamente… Estirada sobre su toalla para broncearse, desde detrás de sus oscuras gafas de sol, Ímogen contemplaba y… alucinaba. Nunca había visto tanto extranjero, tanto pelo rubio, ojos azules y musculitos juntos, deambulando a su alrededor. Madre mía… alemanes, suizos, franceses… aquello parecía un desfile de modelos, y quien más quien menos le dedicaba una larga mirada a la muchacha, quien también estaba de muy buen ver y que aparentaba bastante más de sus catorce años.
Por la tarde, cuando la temperatura descendía y el riesgo de sufrir un dolor de cabeza era mínimo, se arreglaban y marchaban caminando por un sendero de tierra que recibe el nombre de Paseo Dr. Pi i Llussà y que une Sant Martí de Ampurias con el núcleo urbano de L’Escala; éste es un largo camino forestal que atraviesa un frondoso bosque de pinos con vistas al mar y a sus caprichosas formaciones de rocas, las cuales son por su espectacular belleza uno de los escenarios preferidos por los turistas para una buena toma de fotografías.
Una vez en el pueblo buscaban un lugar apropiado para cenar, lo que habría sido un invariable motivo de disputa las tres noches, teniendo en cuenta que los chicos habrían tomado pizza o hamburguesa hasta para desayunar, mientras que los padres deseaban probar toda suerte de mariscos, pescados y paellas que los establecimientos les brindaban. Pero de algún modo, con el código idiosincrásico que cada familia posee, acordaron que los muchachos escogerían dos de las comidas de mediodía, dejando el resto al buen criterio saludable de Laia y Bernal.
Se hallaban cenando en la terraza de uno de los numerosos restaurantes del paseo marítimo; podían considerarse afortunados al haberse hecho con una mesa, dado que estaba todo atestado, tanto los comedores interiores como los jardines. Los veraneantes vagaban por la avenida que se prolonga entre el rompeolas y los establecimientos, recibiendo en el rostro la agradable brisa marina catalana; los niños gozaban de sus enormes cucuruchos sin mirar ni admirar absolutamente nada aparte de lo que sostenían en la mano. Qué felices y despreocupados pueden llegar a ser los pequeños en cualquier lugar, en cualquier momento, sin las manías ni las angustias de los adultos.
Eso era sobre lo que estaba reflexionando Ímogen cuando reparó en una niña que iba de la mano de quien debía ser su padre. La cría se había manchado el vestido con un resto de helado de fresa o frambuesa y el padre intentaba hacer desaparecer la pringue rosa con un pañuelo de papel, para lo cual le apartó con suavidad el pelo de la cara a la pequeña, seguramente para que no se untara también el cabello.
La caricia en el pelo.
Fue aquel gesto lo que le recordó su escalofriante pesadilla con Ricard, acariciando el pelo de la niña mientras que con la otra mano… Dios mío.
Tuvo que salir disparada al servicio, dominada por las ganas de vomitar que amenazaban dar un espectáculo nauseabundo a los presentes. Afortunadamente, el lavabo estaba vació así que entró, se encerró, levantó la tapa del inodoro y lo soltó todo.
¡Qué descanso! Tiró de la cadena y se dispuso a lavarse la cara en el lavamanos con objeto de quitarse el sudor frío que la envolvía. Se miró en el espejo sucio y emborronado mientras se secaba con un papel. ¿Qué había visto? Las imágenes pasaban tan veloces por su mente que no alcanzaba a diferenciarlas con claridad; aúun así, le provocaban una desazón tan intensa que su organismo se había alterado hasta el punto de devolver el plato que estaba cenando gustosamente.
¿Dónde estaba la mano derecha de Ricard? Y… ¿qué estaba haciendo?
Con la intranquilidad reflejada en la cara, volvió a la mesa para reunirse con su familia.
—Cariño, ¿qué te ha pasado? —le preguntó su madre consternada; por un momento creyó que era demasiado tarde y que su hija ya estaba embarazada, pero ella misma se sorprendió pensando que Ímogen era demasiado madura como para cometer un error tan absurdo.
—No sé, las anchoas quizá… demasiado saladas…
—Pero ¿qué dices, niña? —interrumpió Yago—. Están buenísimas.
—No he dicho que estén malas, pelmazo —le espetó su hermana.
—¿Has vomitado? —preguntó el padre.
Ímogen asintió con la cabeza.
—Ahora me siento mejor —se justificó mirando al plato y sin lograr transmitir fe alguna en sus propias palabras.
Laia y Bernal se miraron preocupados, aunque lo que menos les importaba era que la niña hubiera devuelto la cena; ambos eran conscientes de que algo atormentaba la cabeza de su hija, algo de tal magnitud que no se atrevía a compartir con ellos.
***
Sus padres habían reservado dos habitaciones contiguas pero independientes, una para ellos y otra para los chicos. Con este arreglo estaban todos conformes, puesto que los hijos podían ver la tele hasta altas horas, jugar a algún juego de mesa, y discutir e insultarse sin que nadie se lo prohibiera; a su vez, los padres obtenían como recompensa su ansiada intimidad.
Esa noche volvió a sufrir la misma pesadilla; el incordio de despertar sudando amenazaba con convertirse en hábito. Habían dejado el balcón abierto para escuchar el sonido de las olas al filtrarse en la arena y ahora, cerca de las tres de la mañana, lo que entraba era el aire desapacible de la tramontana. Con la piel húmeda del sudor y el aire fresco del exterior, la muchacha temblaba de frío. Se levantó silenciosa a cerrar el ventanal pero las bisagras chirriaron como si no las hubieran lubricado en treinta años. Puso los ojos en blanco cuando oyó la acusadora voz de su hermano en la oscuridad.
—Pero, niña, ¿qué haces? ¡Me has despertado, joder!
—¡Duérmete! —le ordenó su hermana de un ladrido.
—¿Aquí también tienes que mirar por la estúpida ventana? Estás pirada…
—¡No estaba mirando por la ventana! ¡La estaba cerrando!
—¿Y qué haces que no te has dormido ya? ¿Con el móvil y el tonto de tu novio?
Les fascinaba chincharse y desquiciarse mutuamente, como los hermanos que eran. Pero ahí sí que se la ganó. Ímogen fue hacia él y le intentó dar un sopapo pero estaba aletargada y no se veía apenas la silueta, con lo cual falló. Fue él quien la empujó y al instante jadeó pasmado.
—¡Aj! ¡Pero si estás empapada! ¡Qué asco!
—¡Buf! Te odio, Yago… —Y con eso se volvió a su cama, preguntándose para qué perdía el tiempo discutiendo con aquel mocoso que decían llevaba su misma sangre.
—No hace calor, ¿cómo puedes estar sudando?
—He tenido una pesadilla. Déjame en paz. Quiero dormir.
—Yo estaba durmiendo cuando tú me despertaste ¿eh? Te lo recuerdo —se quejó el otro, dispuesto a tocarle las narices—. Tú y tus pesadillas…
Cuando su hermano se hubo callado y la niña percibió la respiración acompasada indicativa de que por fin se había dormido, pudo pensar con nitidez en las fatídicas imágenes...
La puerta blanca medio abierta parecía ser un cuarto de baño, veía un lavamanos a la izquierda. La mesa de la cocina no era de metal ni de plástico sino que tenía el sobre marmoleado de un color gris oscuro, en el cual descansaba un plato con restos de comida y migas de pan, un vaso sucio con el fondo de color borgoña y una botella de vino semi vacía. Ímogen podía oler el vino.
¿Cómo era eso posible si el vaso estaba en la mesa?