Читать книгу El poder sanador del caos - Lucas Casanova - Страница 26
ОглавлениеLONDRES
17 DE SEPTIEMBRE DE 2017
LLEVAMOS PLANIFICANDO estos días en Londres desde hace casi nueve meses, y no sé si voy a ser capaz de disfrutarlos. No me siento bien.
El dolor de cabeza no se pasa con los analgésicos que me recetó mi doctora, y el dolor del cuello se hizo tan intenso que tengo que usar una frazada doblada debajo de la almohada para poder dormir de costado y no despertarme con las puntadas sobre la ceja izquierda.
Anoche me desperté a tientas en la habitación del hotel pasando por encima de Andreas para buscar mis analgésicos y empecé a sentirme mareado, como si estuviéramos en un barco. Todo se movía a mi alrededor, no había diferencia entre la solidez del suelo y lo móvil. Llegué a la botella de plástico con traba para niños y estuve mirándola como si se tratara de una piedra durante lo que viví como una eternidad, hasta que pude llevar mi mano derecha a la tapa mientras agarraba con enorme fuerza el contenedor utilizando la mano izquierda. No podía pestañear. Lo conseguí. Me metí la pastilla en la boca y, tocando el borde de la mesa, llegué hasta el vaso de jugo que había dejado de la cena. Y me la tragué. Sentía los pies muy pesados y podía escuchar un pitido agudo en mi oído izquierdo que parecía sincronizarse con el latido de mi corazón.
Me quedé dormido, exhausto por el esfuerzo.
A la mañana siguiente me desperté sobresaltado. Corrí hasta la pileta de la kitchenette y vomité todo lo que había cenado. Me sentí un poco mejor después de eso. Teníamos planeado ir a Angel, un barrio del norte de Londres, a buscar vinilos de segunda mano y a comer en alguno de los bares de la zona. No me sentía con fuerzas y quería estar seguro de que podría ir más tarde a la obra de teatro para la que ya teníamos entradas.
Le pedí a Andreas que fuera solo, que nos mandaríamos mensajes a lo largo de la mañana, que podíamos ir seguramente al teatro si yo conseguía descansar un poco, que seguramente era algo que me había caído mal, que se quedara tranquilo. Ninguno de los dos se sentía tranquilo, pero yo insistí tanto que finalmente se fue y yo me metí en el baño a darme una ducha bien caliente.
Colgué mi ropa mientras abría el agua caliente y esperaba que el vapor me envolviese un poco. Eso me relajó. Puse un poco de música en mi teléfono móvil y empecé tararear la melodía mientras hacía algunas payasadas delante del espejo; sentí como si flotara en el espacio y, de pronto, una fuerza aplastante me llevó hasta el suelo. Caí de rodillas y la cabeza me pesaba. Llegué a tomarme del inodoro y levanté la tapa pensando que iba a vomitar, pegándome la frente con el borde. Mientras intentaba sostenerme, me sentía deslizar hacia el suelo y todo alrededor de mí empezó a apagarse y el aire a volverse más frío.
Lo primero que se me ocurrió es si había llegado a decirle a Andreas que lo amaba antes de que se fuese esa mañana, si me había quedado algo pendiente que me hubiese gustado hacer en la vida. No tenía fuerza en el brazo izquierdo. El agua seguía corriendo en la ducha y yo me sentía como si estuviera a la intemperie, tiritando de frío. Al menos estaba en Londres, una ciudad que visité tanto por razones de trabajo y donde viví un año increíble, que siento parte de mi historia. Me derrumbé por completo en el suelo y sentía mis tripas agitadas. Lo único que me hubiese gustado hacer y no llegué a terminar nunca, fue publicar un libro. Me hubiese gustado poder hacerlo, quedaría para otra vida si la había.
Me desperté en medio de un charco de mis propios líquidos internos, con el agua aún corriendo y por suerte sin haberse desbordado la ducha. Intentando no deslizarme en el suelo y reteniendo el aliento, me incorporé despacio y sin mirar el cuadro de Pollock que había creado en el baño del apart-hotel. Evité mi reflejo en el espejo y me metí directamente en la ducha, al principio en cuatro patas, y luego arrodillado. Me quité la remera y la ropa interior y las hice un bollo. El agua se sentía bien, y todos los restos que tenía pegados en la piel se iban deshaciendo con el chorro caliente.
Estuve en la ducha un buen rato y me di jabón triple por todo el cuerpo, pelo incluido, que estaba apelmazado con restos de comida. Me costó sacarme el olor ácido de encima.
Cuando terminé y empecé a secarme con una toalla blanca, caliente y seca, parecía un pedazo de cielo. Al abrir la mampara de la ducha me di cuenta de que aún tenía que lidiar con el espectáculo que había generado en ese espacio que parecía salido de la película El exorcista.
Limpié todo con rollos y rollos de papel higiénico, usando también mi ropa como trapos y una bolsa de basura. Usé los productos de limpieza que había debajo de la pileta del baño hasta que quedó igual de limpio que antes. No soy muy bueno con la limpieza, así que no voy a intentar hacerle creer a nadie que puedo dejar algo más limpio de lo que lo encontré.
Mi teléfono seguía pasando canciones en modo aleatorio, y mientras atronaba I’m walking on sunshine de Katrina & The Waves, miré la hora: habían pasado casi tres horas desde que Andreas se había ido a Angel. Me cepillé los dientes tres veces, hice gárgaras con agua con sal, desconozco la razón, quizá para matar el sabor que tenía en la boca, y me vestí lo mejor que pude.
Me senté con una taza de té en la mesita de la habitación, mirando fijamente el vapor que salía mezclado con el aroma cítrico del Earl Grey. Así me encontró Andreas cuando llegó con una bolsa llena de los grandes hallazgos en las tiendas de música de segunda mano. Tomé aire para contarle lo que había pasado, pero en vez de eso, lo que me escuché decir fue: “¿Vamos al teatro entonces?”.