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ULLEVAAL

29 DE SEPTIEMBRE DE 2017


AL PRINCIPIO me asignaron un hospital que queda un poco más alejado, pero después de mirar la disponibilidad y la urgencia del caso, me piden que me acerque al que está a cuatro paradas de metro de casa. Yo sigo sin comprender qué es lo urgente. Más allá de mis dolores de cabeza, yo me sentía muy bien.

Vamos directo a la guardia. Me acompaña Andreas. Allí me está esperando una neurocirujana para conversar con los dos, porque en el estado en el que estoy no creo poder manejar esto solo.

Supongo que mi última práctica de meditación fue en el resonador. El ruido mental que tengo es ensordecedor, un desborde de pensamientos que va al filo del caos, previendo todos los escenarios que mi mente puede imaginar. Voy desde un error en las imágenes, que finalmente pertenecen a otra persona, a un cáncer fulminante que haría que, una vez dentro del hospital, no pudiera volver a salir. Las historias que nos contamos frente a lo que nos pasa son a veces mucho peores que lo que la realidad tiene para decirnos.

Consideran que es un meningioma, un tumor que crece desde las meninges, que son las capas que protegen al cerebro. Cuando Brigitte, la neurocirujana, dice la palabra “protegen”, a mí me sale una carcajada, tremenda ironía. El tumor creció desde la aracnoides y se empezó a hacer lugar empujando el cerebelo. Cuando veo las imágenes con contraste en el monitor de la sala de epicrisis, empiezo a comprender un poco la gravedad de la situación.

Un meningioma en sí mismo no es algo malo, se lo considera el mejor tumor cerebral si te toca tener uno. En general no son malignos, pero este está en una cavidad muy pequeña junto al cerebelo, a la altura de los ojos por detrás de la cabeza. Por su tamaño, está prácticamente bloqueando la salida del líquido cefalorraquídeo de mi cabeza. Las migrañas son por el aumento de presión: tengo hidrocefalia y mi cerebro está peligrosamente inflamado. Esto puede desencadenar en daño neurológico, que en general es de carácter irreversible. Tan irreversible como la muerte.

Brigitte me explica que la única forma de revertir este cuadro es extirpar el tumor y que debe hacerlo cuanto antes, para evitar consecuencias. Entre ellas, un infarto cerebral. Es medio centímetro demasiado grande para poder hacer radiocirugía, así que no hay otra alternativa que el bisturí. Para prepararme para la cirugía empezarían a darme dexametasona, un corticoide cuya función es reducir la cantidad de líquido que tengo atrapado en mi cráneo y secar el tumor para hacer más fácil la operación. Vuelvo a entrar en modo avión y siento que la señal no me llega, que no entiendo lo que me dicen. Ella se da cuenta y empieza a hablarle a Andreas mientras yo quedo desconectado mirando las imágenes del monitor.

Sin parpadear, pongo la cabeza ligeramente de lado. Miro esa pelota de tenis de mesa que tengo en la cabeza, parece que tuviera “dos brazos” en alto. Puedo ver el contraste claro de esa masa blanca, que parece una pelota de algodón mojado en medio de mi cráneo, justo detrás del ojo y mi narina izquierdos. Mientras intento entender la posición exacta del tumor en mi cabeza, empiezo a atar cabos con síntomas que hasta entonces nadie había relacionado: la inflamación de mi mandíbula en un viaje a los Andes y el sabor metálico que tenía en mi boca, la presión elevada en el ojo izquierdo en el último control oftalmológico, la narina izquierda tapada a cada rato sin tener infecciones, y tantas cosas más. No lo supe ver; nadie supo advertirlo.

Cierro los ojos por unos segundos. Una voz dentro de mí dice “este no eres tú, este no puedes ser tú, esto que estás viendo no es tu cabeza”. Todo el mundo tiene miedo de tener un tumor cerebral, pero cuando te dan el diagnóstico, crees que es algo que le está pasando a otro. Respiro profundo, no sirve de nada negarlo, es una defensa inútil en un momento como este.

Brigitte levanta la voz mientras me habla y me saca del trance. Quiere hacerme una serie de test neurológicos para evaluar si tengo que quedarme allí en el hospital o puedo volver a casa mientras terminan de armar al equipo de médicos que es necesario para operarme. Está gratamente sorprendida, dice que no parece haber daño neurológico grave de momento, más allá de una pérdida de fuerza en el brazo izquierdo y que arrastro un poco el pie del mismo lado al caminar. Inmediatamente, pienso en mis zapatillas izquierdas más gastadas que las otras.

Me dice que quizá el yoga haya ayudado a tener más consciencia corporal y que por eso tenía también una buena compensación de los posibles síntomas del tumor. Recuerdo mi respiración lenta frente al dolor de cabeza, durante mis mareos, mi mente sigue desbordada intentando atar hilos o tejer conclusiones.

Le pregunto qué causa estos tumores, si hay algún factor de riesgo o algo que pueda haber hecho, y me dice que… nada, que poco se sabe de la causa. Le pregunto si cree que las emociones pueden causar estas cosas. Levanta la vista de los papeles que tenía delante y me pone una mano sobre la rodilla. Mirándome a los ojos me dice “las emociones condicionan la forma en la que la gente pasa por estas cosas, por favor no confíes en los que dicen que estas cosas se las causa uno mismo”. Al bajar la vista, por primera vez en la media hora que llevamos en la consulta, me doy cuenta de que Brigitte está embarazada, probablemente en sus últimos meses.

Me dice que puedo volver a casa, que tengo que volver al día siguiente a controlarme, y así cada día hasta que tengan todo listo para mi cirugía, una o dos semanas después, que puedo hacer vida normal. Le digo que yo hago yoga y que enseño a la gente a hacer paradas de cabeza, y me dice “eso no es lo que yo consideraría vida normal” y que trate de quedarme sentado o lo más quieto posible con la cabeza por encima del corazón. Toda una declaración de principios, si lo pienso.

El poder sanador del caos

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