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¿Cine por accidente?

Padre por accidente, una trampa para cuatro


Cuando uno conoce a las personas tiende espontáneamente a ser indulgente, comprensivo, a tener ojos y oídos abiertos a todo lo que sea positivo para poder resaltarlo. En Padre por accidente cuatro de los colaboradores son personas que aprecio y a quienes no solo la amistad me inclina a adscribirles talento y posibilidades. El director es a quien menos conozco, Manuel Busquets, quien lleva años haciendo cuñas comerciales y que en esta lamentable actividad ha demostrado ser uno de los mejores. Sus spots son de los más ágiles e inteligentes y un corto ecológico suyo para una compañía de seguros, Todos somos responsables, revelaba cualidades hasta entonces escasas en el cine colombiano. Sergio Cabrera, el director de fotografía, es el más profesional de los fotógrafos del cine colombiano, todavía sin seria competencia. Es además una persona sensible estéticamente y con un trasfondo cultural que no es común en los técnicos. María Emma Mejía estudió cine en Inglaterra donde hizo un corto apreciable (Bienvenida a Londres). Su regreso a Colombia parecía traer aires nuevos. En Padre por accidente María Emma es directora de producción. Camila Loboguerrero, la montado­ra, es también realizadora y ha demostrado talento, todavía no plenamente desarrollado, para la comedia madura y de observación psicológica.

Estas cuatro personas fueron, para mí, cuatro razones de ir a ver Padre por accidente. Sin embargo, a quien, como yo, quiera basarse en esas mismas razones, le sugiero que se abstenga. Porque, o estas personas no son las que yo conozco y hay otras cuatro que están usando abusivamente sus nombres o, más probable y más tristemente, en Colombia hay una capacidad tal de mi­metizarse, de incorporarse y acomodarse en lo que no es de uno, de negarse a sí mismo en pro de la utilidad, que la gente ha llegado a creer que el solo hecho de hacer un largometraje o participar en él justifica renunciar a lo más importante. No importa en qué barriales se arrastre una película, no importa bajo qué sandeces tenga uno que poner su nombre, todo se hace en honor de un panteón de falsos dioses que llaman experiencia, industria cinematográfica, eco popular, etc. Si algún día María Emma, Busquets y Cabrera llegan a hacer algo que, en realidad, tenga dignidad, les tocará buscar excusas y explicaciones o, simplemente, ignorar el hecho de haber sido responsables de una película como Padre por accidente.

Se está exhibiendo en estos días Veintisiete horas con la muerte de Jairo Pinilla. El cine de Pinilla es naíf, crudo, circense, sin matices. Recuerdo, sin embargo, que cuando vi Funeral siniestro tuve una inesperada sensación: la de permanecer interesado de alguna manera durante toda la película. No estoy diciendo que Funeral siniestro o Veintisiete horas con la muerte sean buen cine. Estoy diciendo, simplemente, que son cine, que en ellas hay un sentido innato de la narración cinematográfica y del espectáculo que no son, de ninguna manera, algo negativo. Son productos de consumo, trenes fantasma que despiertan sensaciones primarias, pero en ellas existe el germen elemental de la experiencia cinematográfica. En Padre por accidente no hay nada de esto. Lo que hay son carencias: ausencia de historia, ausencia total de puesta en escena, ausencia de personajes, ausencia de cuerpo narrativo, ausencia de un solo plano donde uno pueda decir esto es bello o esto es verdadero. Padre por accidente es una cinta sin sabor, ni olor, ni color, el tipo de película que mueve a los realizadores a disculparse continuamente: “Es que a nosotros la historia no nos interesaba”, “Solo buscábamos una experiencia comercial y popular”, “Sabemos que no es buena pero aprendimos mucho”.

El problema no es el punto de partida argumental. Esa misma situación ha servido de base a muchas buenas y malas películas en la historia del cine, de Chaplin a Cantiflas. Lo que pasa en El chico de Chaplin no es esencialmente diferente de lo que ocurre en Padre por accidente. Peter Bogdanovich, por su parte, hizo del mismo tema una comedia deliciosa, Luna de papel, y Wim Wenders, en Alicia en las ciudades, llegó incluso a establecer parámetros para juzgar la conciencia alemana contemporánea. El problema no está en la historia del hombre adulto que se ve, inesperadamente, enfrentado a una relación con un niño sino en la ineptitud, en la escritura del guion y en la carencia de una verdadera dirección. La película está hecha sin ganas, sin soplo. El guion juega todas sus cartas a la popularidad de Carlos Benjumea y confía en que su acogida por el público sea suficiente para darle balance a la película. Económicamente el cálculo es legítimo y acertado: el público ha llenado los teatros. Como operación financiera la película funciona. Pero entonces no se ve cuál sea el papel de Manuel Busquets y Sergio Cabrera. Benjumea hace su papel de siempre, más sentimentalizado, más desenfrenado que nunca en sus gestos con ojos y boca, pronunciando los débiles gags del guion en una banda sonora incomprensible, de una manera que invita a creer que la única función del director fue la de decir “acción” y “corten”. Benjumea está ahí, en casi todos los planos, haciendo lo que sabe hacer que no es mucho. La niña es todo lo simpática y todo lo insoportable que sabe ser una niña de nueve años, sin presencia ni talento especial para relevar. De resto solo se ven fantasmas, unos con acento mexicano y otros con acento colombiano. Por unos encuadres sin imaginación desfilan señoras y señores que llevan ad absurdum la gesticulación y la antiexpresión de la escuela televisiva colombiana y sirven solo para hilvanar seudosituaciones. De vez en cuando lugares públicos reconocibles hacen constar que la película tiene lugar en Bogotá o en Ciudad de México: Plaza de Bolívar, Parque Nacional, Paseo de la Reforma, aeropuertos con aviones de Avianca. Esto es característico del cine colombiano: las historias se desarrollan siempre en lugares famosos o típicos, en una búsqueda grotesca de identidad, una identidad que esta clase de historias adocenadas no puede dar por sí misma.

Manuel Busquets ha caído en la trampa, la trampa que sigue tentando a nuestros realizadores: creer que la historia, lo que se tiene que contar, es indiferente, pensar que lo importante es hacer cine, sea el que sea, equiparar cine popular con cine estúpido y creer que un artista tiene la obligación de hacer el tonto si quiere obtener aprecio. Y esta es una trampa de la que no se sale. Quien posa de estúpido termina amañándose en la pose. Un error más grave aún es pensar que con estos trabajos se puede aprender, que sobre un cine así es posible edificar otro mejor. El día en que el cine colombiano sea como debe ser, estos pretendidos “cimientos” se quedarán donde están y habrá que ir a edificar a otra parte. Se puede ser padre por accidente, pero no tener un cine colombiano por accidente.

El Colombiano, 6 de enero de 1982

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