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Pixote de Héctor Babenco

Un Walt Disney sanguinolento


La niñez como una clase social, como casta desprovista de privilegios, como estado de humillación ha sido objeto favorito de la creación artística y esto de modo consciente, oportunista o sensiblero. El cine, heredero directo de Charles Dickens, no ha dejado desde el comienzo de apropiarse del tema, de buena y mala manera. El resultado son miles de películas sobre niñez desamparada en todas las latitudes del planeta, pero solo una ínfima cantidad de obras permanentes, de piezas maestras del arte cinematográfico. Que yo recuerde hay solamente dos que me convencen completamente, dos momentos de gran cine: Sciuscià de Vittorio de Sica y Los olvidados de Luis Buñuel. Con Los olvidados se ha comparado a Pixote del argentino Héctor Babenco, una de las películas del boom del cine brasileño en Estados Unidos (con Doña Flor y sus dos maridos, Bye Bye Brasil y Xica da Silva). La afinidad del tema permite, claro está, algún tipo de asimilación, pero es muy difícil afirmar seriamente que la película de Babenco, por muy palpitante y desgarradora que sea su anécdota, se acerque siquiera de lejos a la insoportable disección social, al grito horrible de la gran cinta mexicana. Alrededor de Pixote las palabras claves, los ejes de la discusión son “verdad”, “realidad”, “realismo”. En el equívoco que estos términos implican está también la posibilidad de juzgar adecuada o inadecuadamente. Es cierto que la cinta maneja una “verdad”, una “realidad” incontestable; es cierto que no está hecha en un estudio con actores sino que capta lugares y personas reales; es cierto que sus intérpretes son, en buena parte, personajes que han vivido en carne propia lo que están interpretando; si es por la “materia prima”, puede decirse que Babenco es más “realista”, más “auténtico” que Buñuel, quien en la época de Los olvidados no tenía una Arri ligera ni sonido directo para irse a hacer sus escenas en los barrios y además no tenía la posibilidad de salirse de determinados cánones de producción y llenar el set de “gentuza” de verdad.

Pero la autenticidad y la veracidad del cine no están tanto en lo que se encuentra sino en el filtro de quien ve, en la actitud de quien confronta este material real. La veracidad de Sciuscià es muy grande, pese a que sea, en buena parte, una película de Cinecittá, con sets de cartón. La de Buñuel, más que real es surreal, llena de exploraciones en el subconsciente, en las capas más profundas del mundo que describe; escenas como la del perro que cruza por los últimos momentos del moribundo Jaibo son de una terrible e insoportable belleza. Si la autenticidad certificada de lo narrado fuera criterio del realismo artístico las obras maestras del cine realista se llamarían Perro mundo u Holocausto caníbal y no, cabalmente, Los olvidados, Ladrón de bicicletas o El acorazado Potemkin. Los gamines de Pixote son reales, o muy semejantes a los reales: las cosas que suceden, aún las más exasperantes, pueden ser vistas en las calles latinoamericanas todos los días. Y, con todo, la óptica de Héctor Babenco es de malévolo cuento de hadas, es manipuladora, casi cínica, de fábrica de sueños. El peligro de la óptica Hollywood o de serie de televisión no está en el presupuesto, ni en la temática, ni en ningún tipo de lenguaje; está en la mentalidad del director. Lo que pretendo con todo esto es explicar un poco el título de este artículo. Lo que quiero expresar es que la película de Babenco es un material con apariencia de documental, pero tratado con la estética y la aproximación de las series de televisión, de las aventuras de Walt Disney y de cierto cine del género de terror. Esta aproximación le hace cierta justicia al cine como espectáculo, pero ninguna al cine documentación y menos aún al arte.

Una de las cosas más características del cine brasileño, aun del más malo, es una mezcla de ternura e ironía, una cierta finura en el tratamiento de los seres humanos que le confiere calidad incluso a muchos productos endebles. Pixote, tal vez porque su director no es brasileño sino argentino, no tiene nada de este toque. En medio de los continuos choques con que el director pretende sacudir constantemente a sus espectadores, no hay tridimensionalidad, matices, ternura en el desarrollo de los destinos humanos ante nuestros ojos. Esta afirmación es tal vez demasiado taxativa e injusta, porque ciertamente que hay calidad humana en algunos de los personajes, hay una fuerza y una presencia innegable en figuras como la del mismo Pixote y, particularmente, en uno de los actores juveniles, cuyo nombre no recuerdo, al que la policía asesina brutalmente, que tiene desde el comienzo la fragilidad, la sensibilidad de un gran intérprete. Creo que Héctor Babenco ha contado con un grupo de niños y jóvenes particularmente bueno y no puede negársele que los ha dirigido estupendamente. El problema es que la concepción y el enfoque mismo de la historia, esquemático como una serie de televisión americana, mata el esfuerzo y no permite que estas actuaciones tengan el desarrollo y la ambientación que merecerían.

¿Cuál es la concepción de Babenco? La del choque, la del terror; el viejo truco de espantar burgueses. En lugar de la grandeza que confiere una observación distanciada, llena de “compasión” y solidaridad, el director se excita y quiere hacernos excitar con el costado insólito y amarillista de la historia. La película comienza con Babenco parado frente a las favelas de Río de Janeiro, dando explicaciones y estadísticas, una introducción que demuestra que la película fue hecha con el ojo puesto en el mercado gringo, como un producto fuerte para paladares que buscan sensaciones nuevas. ¿Qué mejor en este sentido que niños hundidos en el asesinato, la homosexualidad y la droga? La secuencia documental recuerda el estilo hipócrita con que la pornografía de hace unos años solía justificarse: salía un actor de bata blanca diciendo que era médico y que lo que el espectador iba a ver dentro de muy poco eran casos muy serios y de gran importancia científica. De ahí en adelante el director se muestra particularmente curioso por la conducta sexual de los muchachos, llegando a olvidarse casi por completo de todos los otros aspectos de su problemática: violaciones y escenas de sangre son sus escenas favoritas; el sexo y la sangre se alternarán todo el tiempo, presentados en planos de una perspectiva eminentemente voyerista, despiadada, calculadora. Pixote es una película funcional, hecha en planos y composiciones desabridas y efectistas, buscando siempre el hueco donde las cosas se ven más grandes y causen más impresión, exactamente como en los pornos o en las pornoviolencias americanas de los últimos años. Su catálogo antológico de impactos fue muy bien vendido en los países ricos. En Alemania se exhibió con el glorioso título de Tiburones del asfalto. Héctor Babenco parece haber sacrificado sin pudor los sentimientos de solidaridad, de sensibilidad de parte de su público, rellenándole la boca brutalmente con sus excesos drásticos: una mujer aborta en un miserable sanitario ante los ojos de un niño de once años, a quien acto seguido invita a su lecho y termina por darle “simbólicamente” su pecho materno. Babenco es el culpable de que el público pierda toda posibilidad de una visión madura en su película y termine consumiéndola groseramente, riéndose brutalmente en los momentos más terribles. Sin quererlo, terminó siendo una película de zombis.

Pixote es una película malograda, indigna de la poesía, de la fuerza y la veracidad de la aproximación del mejor cine brasileño. Es una oportunidad sacrificada de documentar una de las realidades más brutales de nuestra civilización. Héctor Babenco no es ni Roberto Rossellini, ni Luis Buñuel. Por eso su película resulta ser, muy dentro de la estética típica de estos espantosos años ochenta, una mezcla de dulzona sensiblería y de sadismo desenfrenado, como el cine de Steven Spielberg, como la música de Michael Jackson, como la política de Ronald Reagan, Mickey Mouse untado de sangre.

El Colombiano, 25 de marzo de 1984

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