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La cándida Eréndira

¿Alternativas al ghetto cultural?


Una película como Eréndira no desmerece ni por su falta de presupuesto, ni por la falta de profesionalidades de su equipo técnico y artístico, sino por la falta de algo más esencial: concentración en su tema, esfuerzo interpretativo adecuado, fuerza expresiva. El resultado decepciona muy seriamente, porque no parece la obra de un artista sino un simple “arreglo”, como se dice en la música: la película de Ruy Guerra frente al relato de García Márquez deja la impresión de la Sinfonía 40 de Mozart por Waldo de los Ríos; en sus propias películas Guerra no había sido nunca un vulgar “arreglista”. Para extender un poco la metáfora musical recuerdo lo que un famoso violinista le decía a un alumno: “No se trata de usar la música para tocar el violín sino de usar el violín para hacer música”. Ruy Guerra no tenía por qué haberse puesto al servicio de la narración literaria sino servirse de ella. En este caso se trataba de hacer cine y era el cine lo que tenía que haber salido ganando, en contra de la literatura misma.

Estas consideraciones valen para toda la situación de expectativa del cine latinoamericano. Ruy Guerra, como muchos otros realizadores de este continente, está en la amarga alternativa de hacer un cine, primero, que les dé trabajo continuamente; segundo, que les permita establecer una comunicación lo más amplia posible con un público lo más amplio posible; tercero, que les permita la sensación de estar expresando algo importante y de no estar prostituyéndose. El problema es que, para hacer esto, se empeñan continuamente en buscar una fórmula para las películas, en cambiar y trastocar el cine que hacen. Esto es un error fatal, porque todos terminan diciendo y haciendo lo que no quieren. En cambio, la única solución real sería la de transformar los canales de difusión del medio o el de crear los nuevos cuando no los hay. La única manera de que en Latinoamérica haya un cine importante es que cada uno haga el cine como le inspira su talento y el diálogo real, no económico, con su público. Y el fomento del cine no debe estar en la promoción de determinadas películas, porque esto es intervenir en un proceso de creación. Lo que debería hacerse posible es que una creación cinematográfica libre adquiera sus canales; si los cines son inaccesibles hay otras cosas que se pueden y deberían manejar en este sentido: las tradicionales son festivales, cineclubes, circuitos especializados... las del futuro son la televisión de cable y satélite, los videocasetes y todas las formas nuevas de difusión. Fomentar canales es fomentar el cine, es ayudar a los cineastas a superar la situación de terrible esquizofrenia en que se encuentran, una situación a la que ni una persona como Ruy Guerra ha sabido sustraerse. Hay un ejemplo aleccionador: después de diez y más años de llamar la atención por su singular creatividad, por la novedad de sus propuestas, el cine de Alemania Federal ha comenzado, al mismo tiempo, a convertirse en potente industria y a deprimirse en su calidad estética. La última generación de productos alemanes es cada vez más perfecta, cada vez más costosa, cada vez más internacional... y cada vez más hueca.

Un crítico contaba esta parábola: unos científicos trabajaban con toda su energía para que fuera posible el cultivo de palmeras tropicales en el Polo Norte. Después de muchos cruces y experimentos logran, por fin, una especie muy sana, muy verde, pero, naturalmente, enana y siempre en peligro de extinción por la inclemencia del clima. Cuando los científicos llaman a un colega para que admire su esfuerzo gigantesco y le muestran la diminuta palmera en su “veranero” (por no decir “invernadero”), este se permite manifestarles su falta de entusiasmo. “Está muy bien”, les dice. “Es un logro notable. Pero, ¿para qué sirve? Si yo quiero palmeras tropicales las encuentro mejores en el trópico, gigantescas, llenas de grandes y jugosos cocos, al pie de mares cálidos y llenos de vida. Del Polo Norte yo quisiera otras cosas, las que se dan solo aquí y en ninguna otra parte, las que me interesa venir a buscar aquí a pesar del frío y la dificultad de llegar”. Las últimas supreproducciones alemanas o películas como Eréndira de Ruy Guerra o la película de Bruno Barreto con Marcello Mastroianni son palmeras enanas. Nadie va a ir a Alemania ni a venir aquí a buscar cosas de éstas. Vinieron hace diez años porque estaba el Cinema novo en Brasil, porque en Bolivia estaba La sangre del cóndor... Han venido a Colombia a preguntar por el cine de Marta Rodríguez y Jorge Silva. Para nuestros intentos de internacionalización no ha habido sino sarcasmos. En el caso de Eréndira no lo ha habido, tal vez, porque los nombre de Guerra y García Márquez son demasiado respetados, respetados por sus logros reales. El seguir buscando identidad, el hablar de lo que sí sabemos, el preferir la precariedad de medios a la prostitución (sin hipostasiar la pobreza como principio estético) no puede ser calificado de “ghetto cultural”. Y si es así, al fin y al cabo la situación de ghetto no se la impone uno mismo. Para salir del ghetto no es noble ni decente declarar que uno ya no quiere ser judío.

Mi intención en esta página era hacer un análisis detallado de la película Eréndira de Ruy Guerra o intentar una profundización en las causas de su fracaso. Sucedió, sin embargo, que esta tarea fue realizada brillantemente por Orlando Mora en El Mundo semanal del sábado pasado y es muy poco lo que yo podría añadir a sus justas y agudas apreciaciones. Un tema, tal vez, quedó sin tocar y es respecto a la posición que Guerra asumiera en la conferencia de prensa en Cartagena frente a la producción latinoamericana y frente a su propio cine hasta este momento. El realizador mozambiqueño defendió los ataques hechos a la “estética de coproducción” de Eréndira, contraatacando al “cine pobre” como ghetto cultural y defendiendo los parámetros internacionales y las producciones abundantes de medios como única manera de competir con el cine de las multinacionales. Para ello, Guerra afirma que hay que acudir a los rostros que pertenecen a la mitología internacional del cine y hacer, muy conscientemente, “productos” que puedan ser apetecibles en los mercados internacionales. Guerra declaró públicamente que hacía una autocrítica de su cine anterior, de sus películas pobres en Brasil y en Mozambique, en nombre de los principios antes expuestos. Ante todo, resulta extraño que sea precisamente Ruy Guerra quien haga este tipo de declaraciones. Hace unos pocos años fue él quien la emprendió violentamente contra las nuevas políticas de Embrafilm y contra la consciente comercialización e “internacionalización” del cine brasileño. En las afirmaciones de Guerra hay más que un sofisma. Es cierto que hubo un amago de definir la pobreza y la miseria como fundamento estético del cine latinoamericano (Rocha hablaba de “estética del hambre”) pero no es la falta de “pobreza” lo que se le reprocha a una película como Eréndira sino su falta de raíces, su falta de correspondencia con el mundo del relato que está llevando a la pantalla. No importa cuánto hubiera costado Eréndira, con tal de que en sus imágenes el espectador hubiera encontrado palpitante el mundo que encuentra en la lectura de García Márquez. En cambio lo que encuentra no es sino una travestida de ese mundo y en eso parecen haber estado de acuerdo muchos de los que vieron la película en Cartagena. Pero lo peor no es tanto que Ruy Guerra tenga un fracaso estético como realizador (Visconti, Renoir, Eisenstein y otros grandes tuvieron los suyos); lo grave es que, con el fin de defender su aproximación reciente, prefiera rechazar las obras suyas que sí tienen un lugar fundamental en la historia del cine latinoamericano y mundial, películas como Los fusiles o Los dioses y los muertos (esta última considerada por Werner Herzog como la película más original vista por él en su vida), películas que permanecen por ser parte vital de una cultura y de una época. A estas Guerra dice preferir una cinta nivelada por los estándares internacionales de producción, afeitada desde todos los ángulos para que se haga tan gustosa como un best seller del Círculo de Lectores. Y no solo con el cine ocurre esta castración cultural. La Editorial Oveja Negra, pasada del underground a la bolsa internacional de la cultura, publica en “coproducción” con editoriales europeas, una Historia de la Literatura Universal en Fascículos. Esa historia le dedica a la literatura española contemporánea tres fascículos, a la alemana y la francesa otros tantos, mientras que resume toda la literatura hispanoamericana en prosa en dieciséis páginas. Es la perspectiva europea, como la de los mapas, una perspectiva que ni la “coproducción”, ni el sello La Oveja Negra han podido cambiar. La misma editorial está publicando una serie de cuentos clásicos para niños; en Pulgarcito el padre leñador lleva los niños al bosque a cortar leña y estos se pierden; nunca se dice por qué. En la versión original de Perrault, que era la que a nosotros nos contaban, el papá llevaba a los niños al bosque para que los devoraran las fieras, desesperado por su negra miseria, por su incapacidad de alimentarlos. ¿Es para no confrontar a los niños con situaciones de contradicción social? ¿Son estas las normas internacionales para el mercadeo de fascículos? Es grotesco ver a la editorial de García Márquez en esta situación acrítica y pulida. Lo que pretendo decir con este excursus literario es que las exigencias de la “coproducción cinematográfica” son exactamente las mismas y terminan ahogando la expresión artística en grandes dosis de compromisos aceptados e ineludibles. Hay que comprometerse con la actriz, con las diversas lenguas de los que participan, con los paisajes de los países que lo coproducen, con sus músicas, con la visión del mundo de los que ponen la plata. El resultante es una estética bastarda e insatisfactoria.

El problema no es, pues, como quiere Guerra, el de un cine “pobre” sino el de un cine libre. Y la competencia con grandes trusts internacionales es precisamente lo contrario de lo que él propone. Pretender hacer un cine para competir en el mismo terreno con Hollywood o Cinecittà o Mosfilm es una de las tentaciones más ingenuas. Cuba cayó en ella estruendosamente con Cecilia y que Brasil esté produciendo espectáculos espectaculares como el de Tizuka Yamazaki o comedias al ritmo de las americanas como Bar Esperanza de Hugo Carvana no quita nada al hecho de que el cine que permanece, que se sigue viendo, que mantiene siempre su actualidad es el que tiene algo qué decir y que sabe decirlo con calidad, no con intensificación de adornos y alambicamientos. Todo el mundo recuerda Ladrón de bicicletas, con actores desconocidos y en blanco y negro, pero casi nadie se acuerda de Stazione Termini, dirigida por el mismo Vittorio de Sica y con la intención de hacer más comercial el neorrealismo italiano en Estados Unidos, por medio de la coproducción con Hollywood y con nombres norteamericanos en el reparto. Uno está dispuesto a mirar con cierta simpatía ciertos trabajos de Arturo Ripstein en México, pero no puede menos que despreciar con sarcasmo su intento de hacer una gran coproducción internacional con Peter O’Toole y Charlotte Rampling. Las coproducciones funcionan solo a niveles muy precisos y en condiciones muy específicas.

El Colombiano, 29 de junio de 1983

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