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Emotion pictures

Reflexión sobre el cine y las emociones políticas


Quizá ha llegado el momento de estudiar el discurso, no solo con respecto a sus valores expresivos o sus transformaciones formales, sino también a sus modos de existencia: modos de circulación, atribución y apropiación del discurso varían con cada cultura. Me parece que el efecto en las relaciones sociales puede ser visto más directamente en la mutua relación de autoría y sus modificaciones que en los temas contenidos en la obra

Michel Foucault. ¿Qué es un autor?

Una secuencia en Cabaret de Bob Fosse se me quedó grabada. Un café al aire libre en el Berlín de los treinta. Fuera de campo se escucha una voz entre tiple y tenor, una tonada entre bucólica y patriótica, una línea melódica de extraña belleza. En el plano que sigue descubrimos de dónde proviene: un rostro joven y hermoso, rubio e iluminado, un adolescente que canta como en un rapto. Desde ese rostro la cámara desciende, revelando una camisa marrón y un brazalete negro con un círculo blanco, sobre el cual se destaca en rojo brillante... la cruz gamada. Muy pronto la música del Hitlerjunge se hace exultante: voces de jóvenes y ancianos se le unen, rostros igualmente hermosos y perfilados de muchachos, muchachas, obreros, gente de todas clases se funden en un coro emocionado que arrastra al espectador tanto como a los personajes.

Pocas escenas en el cine son tan perversamente lúcidas como esta. La emoción manipulada contrasta brutalmente con el dictado de la razón. Uno se da cuenta de que las imágenes, la música, la belleza del conjunto lo están llevando hacia una simpatía prohibida. El conflicto entre la emoción sensible y el contenido ideológico se hace insoportable. Cuánto más fácil es entregarse al clisé maniqueo de identificar lo malo con lo feo, con lo antipático, con lo desagradable a todos los niveles. Pero la realidad no es así. Las películas nazis, en su expresión más lograda como es la de Leni Riefenstahl, poseen una perfección y una maestría tan grandes en el manejo del medio, que sería absurdo y simplista definirlas como horribles, por el solo hecho de estar sustentadas en una ideología horrible.

Este ejemplo nos trae algunas consideraciones sobre lo que nor­malmente se vende como cine político y sobre un cine, que, ideológicamente opuesto al fascismo, no logra sustraerse a formas de expresión que son, cuando menos, ambiguas e inaceptables. La escena de Cabaret ilustra muy bien el problema de emoción, pro­paganda y manipulación en el cine. Curiosamente, esa misma pe­lícula no está exenta de los peores vicios en este sentido: por ejemplo en el montaje paralelo, craso y difamatorio de una danza folclórica bávara con las incursiones brutales de los nazis, asocia deshonestamente una cultura nacional con una perversión ideológica.

El cine cubano comenzó su carrera con un perfecto equilibrio entre emoción y razón. El espectador de Memorias del subdesarrollo o Lucía era implicado en un proceso nacional, ideológico y revolucionario, pero se respetaba su derecho de sacar conclusiones y llegar por sus propias reflexiones al reconocimiento. Estas películas tenían algunos de los elementos indispensables para un cine político maduro. Su completa alineación ideológica, su claro compromiso con un sistema, no eliminaban la capacidad de elección del espectador. Pero luego, como en otras cinematografías socialistas, el estereotipo del héroe reemplazó la descripción de los procesos populares. Guerásimov toma el puesto de Eisenstein y el culto el del análisis. Sobre el cine soviético de los años treinta, el cubano de finales de los setenta tiene la ventaja de la frescura tropical, del vigor latino que vence el academismo frío y sentimental. Una película como El brigadista tiene encantadores toques de humor, unos personajes, a pesar de todo, tridimensionales y, sobre todo en la primera parte, parecería que ha superado los excesos operáticos de Cantata de Chile. Pero muy pronto el esquematismo vuelve a tomar la delantera. La invasión norteamericana deja de ser un hecho histórico significante y entra a la categoría de mitología literaria, el género político y popular se enreda fatalmente en los peores esquemas del cine de guerra de Hollywood. En El brigadista los contrarrevolucionarios tienen las características físicas de los alemanes en las películas norteamericanas de los cuarenta y del Vietcong en Las boinas verdes de John Wayne: ojos salidos de las órbitas y rostros descompuestos, que contrastan con el halo de los buenos e inmaculados. La película va asumiendo, poco a poco, la forma de una apoteosis emocional: un empujoncito más, uno más y luego otro hasta el orgasmo, hasta el éxtasis. Y el público responde religiosamente al rito, se exalta, clama. Habría que preguntarse si el reconocimiento o la razón tienen parte en este exceso.

No es, pues, asunto de discutir los “temas y conceptos contenidos en la obra” como dice Foucault, sino el “modo de existencia”, la forma a la que ha sido sometido un contenido. Estas glorificaciones formales no le hacen bien a una causa sino superficialmente. El cine cubano debería cuidarse de emprender un camino que apela a favor de su idea con medios epidérmicos. La campaña alfabetizadora en Cuba es un logro descomunal, pero no porque el joven brigadista de la película sea bello o inmaculado o los campesinos perfectos y encantadores. Asimismo, la invasión de una nación por un Estado imperialista no es rechazable porque los que la llevan a cabo tengan rostros demoniacos o ridículos. Si fuera así, quien está en capacidad de presentar mejor a sus héroes ganaría la partida y quien contara sus gestas de manera más aventurosa y entretenida tendría la verdad. Si fuera así, John Wayne, quien tiene de su parte a la industria cinematográfica más poderosa del mundo, sería la verdad absoluta. Por fortuna la verdad no se mueve sobre este plano.

Acabo de ver Cadáveres exquisitos de Francesco Rosi. El público no aplaudió ni dio muestras de particular emoción, pero estoy seguro de que comprendió muchas cosas. En el cine de Rosi se reconocen hilos y tramas, se hacen aplicables situaciones generales a particulares y viceversa, se crea lucidez política, sin manipulación, sin crear religiones Ersatz. De labios de Riches, el archirreaccionario presidente de la corte, escuchamos en la película esta declaración: “En el mismo momento en que la justicia ha decidido que un hombre es culpable, ese hombre es culpable. Cuando una religión comienza a permitir cues­tionamientos esa religión está muerta”. Y el mismo Francesco Rosi decía en una entrevista: “Creo que todo poder debe someterse a ser regulado por la cultura, es decir, por la verdad y, por lo tanto, con la libertad. Creo que es deber de todo intelectual, o de todo hombre que tiene el privilegio de ser consciente de la cultura en su más amplio sentido, defender la libertad, sobre todo la de aquellos que no han tenido tales privilegios”.

Esperamos que quienes son proclives a acoger “religiosamente” las películas a que hemos aludido no consideren esta reflexión como una blasfemia.

El Colombiano. Fecha incierta

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