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Un fantasma en el paraíso

Doña Flor y sus dos maridos


El comienzo es prometedor y es, probablemente, la escena de la película que se queda mejor en la memoria. Es manha de carnaval; en medio del silencio de las hermosas calles de barriada un grupo de danzantes trasnochados se aproxima, lleno todavía de bríos y entusiasmo. Del grupo se desgaja una mulata y pronto un joven le hace compañía al son de la samba. De repente el joven se precipita al suelo... se cree que es una broma... pero está muerto. Es como el comienzo de una película de Hitchcock. Pocos momentos en la película volverán a tener el sentido de espacio, de ritmo, de narración de estos segundos iniciales. Doña Flor y sus dos maridos es la película brasileña de más éxito en mucho tiempo y su distribución en circuitos comerciales de Estados Unidos y Europa le ha dado un halo de producto especial y novedoso. Uno comienza, en consecuencia, con toda la recep­tividad abierta de par en par y con una gran dosis de simpatía. A medida que la película transcurre se espera que se repitan de nuevo los momentos fuertes, pero estos se hacen cada vez menos frecuentes. Ni siquiera el cambio fundamental que representa el hecho, puramente literario, de pasar del reino de los vivos al de los muertos (como en Orfeu negro de Marcel Camus, otro cartucho mojado de mistificación brasileña) logra remover el tedio que las soluciones manidas de Bruno Barreto le confieren a la historia de Jorge Amado.

No hay historias ni buenas ni malas en el cine, solo hay buenos y malos directores, pese a lo que los guionistas envidiosos se empeñen en decir. No conozco la obra de Jorge Amado pero me parece que, en sí misma y sin tener en cuenta su forma literaria, podría prestarse a ser un cine con esa mezcla de dimensión poética, satírica y nostálgica que caracteriza el mejor arte brasileño. El hecho de que una de las literaturas más potentes que existe, la latinoamericana, no haya dado pie a una sola película significativa deja mucho que pensar. Basta ver los engendros que se han producido bajo el padrinazgo de García Márquez o Vargas Llosa (peor aún cuando ellos mismos dirigen como en el caso de Pantaleón y las visitadoras) y las pedanterías que llevan crédito de Carpentier, Rulfo o Fuentes. Cierto que hay buen cine con marca Borges o Cortázar, pero está hecho en Europa, por directores tan inteligentes que saben que es necesario transformar las obras profundamente para que respondan al nuevo medio (Blow Up de Antonioni y La estrategia de la araña de Bertolucci son los mejores ejemplos). El problema es que Bruno Barrero (¿será por su juventud como se dice?) no se ha esforzado en lo más mínimo por encontrar una adecuación de lenguaje para la atmósfera y las posibilidades de su historia. Se ha puesto a contarla así, “en directo”, utilizando para ello los elementos más tradicionales del cine y sin mayor vuelo de imaginación. De mil formas posibles de colocar su cámara, de hacer un encuadre o de distribuir personajes y objetos dentro del mismo, Barreto elige siempre la más fácil, la más obvia, la que uno recuerda en miles de películas de serie de cine o de televisión. Solo de cuando en cuando opta por hacer un plano desde algún ángulo insólito y entonces la cosa parece como un remiendo sin continuidad en el tejido general de campos y contracampos. Si a esto se añade el bajo nivel de las actuaciones en casi todos los protagonistas, podemos decir que el marco “lingüístico” es incapaz de sustentar lo que hemos llamado las posibilidades de la historia y llevarlas a su plena validez. Queda entonces la reminiscencia de esa ironía melancólica brasileña, imborrable aún en los peores productos, la musicalidad del lenguaje y el registro de lugares muy hermosos, para obtener los cuales basta echar a andar la cámara y la grabadora.

Doña Flor podría considerarse una comedia suficientemente lograda y aceptable si uno tomara solo la primera parte. Pero lo que la hace considerar diferente y “original” y lo que es, posiblemente, la clave de su éxito es la introducción, en la segunda parte, de los elementos de “realismo mágico” y la espontánea integración a la vida cotidiana de los archibrasileños rituales sincretistas, macumbas y demás parientes. No es Doña Flor el único caso en la historia del cine en que los muertos caminan por entre los vivos como Pedro por su casa. Para el sintoísta Mizoguchi la cosa era muy normal. Pero los fantasmas de su Ugetsu son aterrorizantes y tremendamente poéticos en su misma naturalidad. Los de Henry James se han visto en varias películas anglosajonas y a los muchos muertos de la literatura latinoamericana vertida al cine solo les han faltado directores que sepan hacerlos bellos como imagen de celuloide. El fantasma de Bruno Barreto no solo no es “natural” sino que se ve más teatral que si estuviera pintado de pálido y con colmillos ensangrentados. La solución cinematográfica dada al “hechizo” de Florípides, que no es otra cosa que su profunda insatisfacción sexual, podría haber sido un desafío para un director inteligente... pero aquí no hay más que sainete, iluminado con reflectores de circo y sin el ánimo sentido de atmósfera o de poesía.

Como buenos maniqueos hagamos ahora abstracción de la forma y centrémonos en el contenido... solo metodoló­gicamente como diría un profesor universitario. Es probable que la novela de Amado logre distanciarse de su tema, de forma que sus personajes sean la observación precisa de unos modos de ser brasileños y latinoamericanos. En la película de Bruno Barreto, en cambio, no hay otra cosa que una festiva y salvaje apología del macho. Si el actor que interpretó a Vadinho hubiera tenido mejores capacidades podría haberse convertido en el falo de América y Bruno Barreto en su profeta. Flor vive en función de ese falo y todo lo demás no tiene importancia... ni golpizas, ni saqueo, ni una situación de completa y humillante sumisión son capaces de hacer de contrapartida a su nostalgia. Doña Flor no alcanza a ser un personaje ni a tener contradicciones. La mala actuación de la muy hermosa Sonia Braga es perfectamente adecuada a un ser que no es capaz de expresar nada, a no ser sus pruritos localizados. De ahí que su segundo marido, el boticario con manía de clasificación, tenga por fuerza que ser una grotesca caricatura. No se dice que sea impotente, pero es el fagot contra la samba, la retórica contra la obscenidad, pura y simple cuestión de longitudes. El final, contra todos los hechizos, es simplemente el pacto de no agresión entre el Mr. Hyde y el Dr. Jekyll. Flor seguirá disfrutando de los privilegios de una casta superior en la escala social y mientras tanto se da placer con el recuerdo del macho puro, como la noble Livia que salía de noche en busca de su soldadito en Senso de Visconti o la ricachona milanesa de Arrastrados por un insólito destino de la Wertmüller, que se derretía ante los músculos del proletario meridional. Deseos de mujer vistos con ojos de hombre, los ojos de Bruno Barreto o de la mujer de bigotes Lina Wertmüller.

Esto es, según algunos, el renacimiento del cine brasileño. Ya vamos para veinte años que Brasil produjo el cine más original y más novedoso que en ese momento se estaba produciendo en el mundo: el Cinema novo. Nombres como los de Glauber Rocha, Ruy Guerra, Joaquim Pedro, Nelson Pereira dos Santos demostraron que era posible no solo crear una temática propia sino también formas propias. Ese cine brasileño ha sido el único gran cine que haya salido de Latino­américa. Que en Colombia, donde todavía podemos decir que estamos comenzando, alguien proponga a Nieto Roa como vía puede ser comprensible. Que después de películas como Tierra en trance o Vidas secas alguien señale con entusiasmo a Doña Flor y sus dos maridos es, en nuestro preocupado concepto, un retorno a las cavernas.

El Colombiano, 22 de abril de 1981

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