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Nuestra voz de tierra

Cine colombiano mágico


La Federación Internacional de Prensa Cinematográfica le otorgó este año su premio en el Foro del Cine Joven de Berlín a Nuestra voz de tierra, memoria y futuro de Marta Rodríguez y Jorge Silva, con la siguiente fundamentación: “Por su compromiso con los indígenas en una fuerte relación dialéctica entre documentación y fantasía”. Y la Organización Católica Internacional de Cine le dio el suyo “por ser un valiente intento de superar la explotación en el Tercer Mundo y una defensa de la justicia social”. A esta afirmación añade: “La película muestra un nuevo modo de analizar la realidad y de expresar la realidad social, las esperanzas y valores del pueblo”.

En medio de las formulaciones un tanto oficiales de estas dos entidades, se encuentra lo que constituye la novedad de esta película, que no es simplemente una continuación del trabajo antropológico y estético de Marta Rodríguez y Jorge Silva, sino un nuevo camino expresivo que enriquece singularmente un cine casi siempre identificado con descuido técnico, inmediatismo, soberano desprecio de la forma e insistencia panfletaria.

Nuestra voz de tierra, memoria y futuro comenzó como parte del trabajo más amplio de Rodríguez y Silva sobre el campesinado colombiano. La idea original era hacer una parte más, una variante de Campesinos. Pero el largo contacto con los indígenas de Coconuco, Cauca, creó en los realizadores perspectivas nuevas e insospechadas. El resultado es una película que penetra hondamente en la conciencia y hasta en el subconsciente indígena y analiza la realidad desde una perspectiva que, por primera vez, es realmente la suya. En un país donde los suplementos literarios se llenan la boca con la palabra “magia” o “realismo mágico”, Nuestra voz de tierra es la primera película realmente mágica. En una cinematografía en la que lo indígena ha sido utilizado insulsa y bellacamente como tema de tediosos cortometrajes de sobreprecio, la película de estos dos realizadores colombianos es la única digna, la única que es posible tomar en serio, la única película indígena.

Nuestra voz de tierra, memoria y futuro, a diferencia del cine simplista y paternalista de un Jorge Sanjinés, es una película en la que la complejidad, la madurez, la capacidad de comprensión y expresión de los indígenas es sorprendente. Si Sanjinés pensaba que había que acudir a formas narrativas mínimas, primitivas, evitar primeros planos, bajar a un nivel expresivo muy primario, Rodríguez y Silva nos dan un material que, a pesar de ser elaborado estrechamente con los indígenas, discutido y aprobado por ellos en todas sus etapas es, sin embargo, de una riqueza y variedad múltiples y estimulantes.

El montaje, la estructura, la dialéctica de las imágenes son, sin lugar a dudas, expresión artística, lo cual no puede decirse siempre del cine de Sanjinés. Hay imágenes de una belleza excepcional, insólitas, buscadas si se quiere. Es particularmente interesante lo que dice Jorge Silva en una entrevista hecha en Alemania: “Nuestro cine debe ser hermoso, tan hermoso como sea posible. Ya es hora de que tratemos cuidadosamente las imágenes, el sonido, la estructura narrativa, la música. Es hora de que busquemos medios especialmente expresivos que permitan transmitir la realidad de modo impresionante. Antes no nos importaba mucho, no teníamos dinero, éramos pobres. Mejor dicho, todavía somos pobres, pero no por eso tenemos que escribir mal, fotografiar mal, montar mal. Intento hacer un cine político que sea tan bello como sea posible”.

Hay dos nombres en la historia del cine que se me vienen como únicas posibles asociaciones para esta película: Eisenstein y Glauber Rocha. El estilo de montaje asociativo, el tipo de composición de las imágenes y, sobre todo, la lúcida fascinación de los elementos mitológicos, el intento de leer en ellos en profundidad los elementos de una identidad, son comunes a estos cineastas. Los términos dialécticos de Nuestra voz los define Jorge Silva así: “Diablo y señor feudal, siervo y amo, análisis y poesía, organización y magia”. En los indígenas caucanos, Rodríguez y Silva encontraron un pueblo capaz de reflexionar a fondo sobre su propia historia y de sacar sus propias conclusiones en la práctica. El tema demoniaco, por ejemplo, y otros elementos de tradición cultural no son tratados de arriba abajo como supersticiones o residuos de un modo científico de conocimiento, sino presentados como elementos dignísimos de una concepción del mundo que hay que respetar e interpretar debidamente. Pero todo ello está integrado en un soberbio juego de imágenes en las que no hay un antropologismo pedante sino emoción real y solidaridad.

Nuestra voz de tierra, memoria y futuro es una película que puede compararse muy poco con el cine que se está haciendo en Colombia por otros canales. No tiene sentido decir que es mejor o peor que Pura sangre o Padre por accidente. Lo que sí se puede afirmar es que difícilmente hay otra película que sea más importante. Y a este propósito es bueno hacer unas reflexiones sobre las denominaciones y clasificaciones que solemos usar para nuestro cine. Normalmente se habla de cine “marginal” y bajo este nombre uno se imagina siempre un cine muy pobre, necesariamente feo y descuidado, que lucha por cada metro de película. Este clisé no tiene siempre que ver con la realidad. Marta Rodríguez y Jorge Silva hicieron esta película en condiciones que muchos cineastas comerciales añorarían para sí. Si sus películas anteriores eran, en parte, ejemplo de condiciones precarias, en Nuestra voz han tenido posibilidades técnicas muy buenas en producción y postproducción. La banda sonora, por ejemplo, es impecable (sobre todo por el maravilloso trabajo musical de Jorge López). Dos días después de la exhibición de la película en el Foro del Cine Joven, fue transmitida también por la segunda cadena alemana de televisión (zdf), a las nueve y media de la noche. A esa hora, en un día jueves, se puede contar con un millón de espectadores. Gente de Múnich y Fráncfort me decía después: “Vimos una hermosa película colombiana en televisión”. El concepto de “marginalidad” es, como puede verse, bastante extraño. Una película colombiana “comercial” tiene que luchar durante meses para ser exhibida. Si es un éxito de taquilla y su intérprete es el Gordo Benjumea puede llegar, después de unos empujoncitos, a obtener setecientos u ochocientos mil espectadores, alguna vez tuvo su millón. Y después vinieron las ofertas de la televisión sueca, la holandesa, la bbc. ¿Se imaginan ustedes cuántos espectadores suma todo eso? Claro, esos espectadores no son colombianos y es perverso que, precisamente en Colombia, la película no pueda ser vista sino muy limitadamente. Pero la culpa no es de Marta Rodríguez ni de Jorge Silva, quienes no hicieron su película para los alemanes ni para los ingleses. La culpa es de nuestros teatros y de nuestra televisión estatal, que no prescinde de Dallas ni del Hombre increíble, mientras que nuestro buen cine se da en las mejores televisiones del mundo pero no en la nuestra. Próximamente habrá una copia de 35 milímetros de Nuestra voz de tierra, memoria y futuro. ¿Qué tal sería si algún exhibidor se arriesgara a mostrarla? Pregunta retórica.

El Colombiano, 17 de marzo de 1982

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