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ОглавлениеQue pase el aserrador
La brillante traición
La aproximación del cine y la televisión a la literatura puede no ser deseable, aunque es siempre comprensible. Qué mayor tentación puede haber que la de utilizar argumentos, personajes y hasta diálogos ya delineados, en lugar del fatigoso y no siempre fructífero trabajo de inventar historias y situaciones nuevas. Haber comenzado la televisión regional de esta parte del país con un cuento antológico de nuestra literatura es, en cierta forma, una declaración programática. Pero la elección más delicada no era la del material mismo sino la de los encargados de elaborarlo. Que pase el aserrador es un hermoso cuento, lleno de vigorosas observaciones y vital humor, característico, prototípico. Pero la transcripción literal, apegada, traductiva, dentro de los cánones acostumbrados por nuestros cuentos televisivos, hubiera sido desastrosa a más de inútil. En estos casos basta saber que el cuento existe, que se puede leer en pocos minutos y que este tipo de versiones no tienen nada que aportarle. Víctor Gaviria emprendió un camino distinto. Que pase el aserrador es, para él, la forma literaria concreta de un espíritu, de unas experiencias, de una cultura, de un modo de ser y de hablar de los que él forma parte. A él, como autor cinematográfico, el cuento le evoca las propias vivencias y las que una tradición le ha transmitido. Gaviria no cayó en la trampa de querer contar el cuento de Jesús del Corral sino que emprendió su propio cuento, un cuento hecho con otro lenguaje y que tiene de común con el literario solo un hilo argumental, ciertos rasgos y un mismo espíritu, aunque interpretado de diferente manera. Que pase el aserrador, la película, es, antes que cualquier cosa, una obra de Víctor Gaviria, con unos personajes estrechamente emparentados con los de sus otras obras, con un ritmo y una manera de contemplar la realidad que es la suya. La narración del señor del Corral es sanguínea, abierta y emprendedora, la de Gaviria es poética, nostálgica, llena de extraños presentimientos y evocaciones, casi mítica. Estas diferencias de visión transforman a los personajes, los dirigen hacia otras dimensiones. Algunos apenas esbozados en el cuento, como la condesa o el otro aserrador (descrito sucintamente como “un pobre majadero”) asumen una fuerza y una importancia nueva y otros detalles de la historia se esfuman para dar paso a consideraciones visuales o de atmósfera, que en la película tienen un papel muy importante.
¿Traición? Puede ser. Una versión “típica” del cuento habría dejado como resultado, en el mejor de los casos, una imitación cinematográfica de una obra literaria valiosa. En el peor, una parodia. Con El aserrador de Víctor Gaviria tenemos ahora dos obras muy distintas. Esta es la única forma de que el cine y la literatura se enriquezcan mutuamente: permitiendo brillantes traiciones.
Que pase el aserrador, la película, que es lo que nos toca juzgar ahora, tiene una admirable unidad estilística, presente por igual en las cosas y en los personajes. Es la película de Gaviria que refleja una mayor serenidad y armonía, una serenidad y una armonía que no alcanzan a encubrir bien la mueca de desespero. La selva, el río y la tarabita, la finca, el corredor, la escribanía, el aserradero no son el inventario museal de una casa cualquiera “de los abuelos” acumulativa. Es el espacio donde los personajes se mueven, porque lo habitan y lo marcan. Nunca hay en El aserrador la complacencia en la reconstrucción nostálgica, el fetichismo de los objetos viejos o la seudoglorificación de elementos populares, como en San Antoñito. Víctor Gaviria no retrata ni antioqueños, ni franceses, ni “vivos”, ni campesinos, sino seres humanos diferenciados, y ello con contenida emoción.
La elección de los actores ha sido hábil y afortunada. Para Simón Pérez ha utilizado al trovero Jorge Carrasquilla, quien demuestra una gama expresiva insólita y un gesto melancólico que se queda grabado. Este Simón Pérez no es el estereotipo del paisa que no se vara, sino de un hombre que lucha desesperadamente por sobrevivir. Su lenguaje es vivaz y su acento dialectal espontáneo y con un toque arcaico que le sienta maravillosamente. El Simón anciano que narra la historia es Carlos Moreno, un descubrimiento de Gaviria que ya en La vieja guardia y en un papel mínimo en San Antoñito había demostrado un talento excepcional. Otro veterano de La vieja guardia es el maestro aserrador que se ve obligado a ponerse a órdenes de Simón; en la película se convierte en una especie de antagonista del joven logrero, con un imponente toque de ironía y grandeza. Todo el tiempo parece que el hombre intuyera la verdad y se gozara la situación de Pérez. El diálogo de ambos en el corredor de la casa es un verdadero duelo, absolutamente convincente en la actuación y la función dramática.
Que pase el aserrador es una película que supera la anécdota y se centra en la descripción de unas relaciones entre personas, observadas con gran sentido de la diferenciación. La relación de Simón con el Conde es una cosa completamente distinta a las otras, una especie de sólida amistad y confianza. Con la Condesa son de otra índole: Simón la vuelve espontánea, la sustrae a la seriedad de su condición, le da poesía a su vida. Para ella y para los niños es el elemento mitológico, vital, la fantasía. Como el misterioso visitante de Teorema, Simón es una especie de catalizador, de “ángel”, cuyo contacto transforma a todos en la casa.
Maravillosa es la integración en la obra del elemento musical, completamente indispensable dramáticamente, nunca ilustrador. Uno de los logros de la película es haber rescatado la trova del ambiente de restaurante típico y devolverle su fuerza de comentario mítico, de historia viva. Las coplas finales, de contenido épico popular, sitúan a la película claramente en la época de la Guerra de los Mil Días. No son auténticas, pero es como si lo fueran. Ese momento final, extraño y evocador, convierte a la película en el primer documento cinematográfico histórico de esta región del país.
Que pase el aserrador es una película ejemplar, muy importante para nuestra cinematografía. Víctor Gaviria está llegando a una madurez narrativa, al manejo virtuoso de su instrumento, a la capacidad de contar con espontánea grandeza las historias que lo mueven, de describir los personajes que bullen en su interior. Las imágenes y los sonidos de esta película me han conmovido. Enrique Forero ha hecho una fotografía muy poco usual en nuestras producciones televisivas. Aquí la luz ayuda a crear los personajes y su entorno. La dirección artística, ya lo hemos insinuado, tiene la calidad espléndida de lo que no se nota a primera vista. Nada tiene el sabor de requisito ni de museo. Incluso los momentos más breves de esta puesta en escena muestran una fuerza insólita. El personaje del indio boyacense del comienzo, por ejemplo. Actor y director han logrado en pocos segundos y con trazos precisos, crear un personaje excelente.
El video es, sin duda, barato y práctico. Pero en película de cine, de 16 o 35 milímetros, esta luz, esta riqueza de imágenes, rendirían muchas veces más. Sin embargo, esta película hecha en un número de días increíblemente corto y con medios muy precarios, es una obra que he amado desde la primera imagen y que he sentido muy cercana.
El Colombiano, 25 de agosto de 1985