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VIII. CONTROL POR PRINCIPIOS GENERALES INDIVIDUALIZADOS O CONCRETOS

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Dentro del control por equidad se encuentran varias modalidades fiscalizadoras que todavía circulan separadamente sin atender al referente de la equidad que es su justificación común. La primera variante se refiere a los principios generales individualizados –igualdad, proporcionalidad, razonabilidad, racionalidad– que más allá de la ley estricta inspiran el Derecho.

De ordinario el control por principios generales es un control de equidad. Las pretendidas modernas figuras de la racionalidad, razonabilidad, proporcionalidad y arbitrariedad han sido siempre figuras habituales del control judicial de equidad. Cuando un juez se encontraba ante un resultado legalmente obtenido pero intolerable por conciencia, Justicia o rechazo social, acudía a la equidad y lo alteraba para ajustarlo a lo que hoy se llama proporcionalidad o razonabilidad. Exactamente igual a lo que realiza el juez actual cuando se encuentra, por ejemplo, con una sanción legalmente admisible (por encontrarse en el abanico establecido en la ley) pero según él “desproporcionada” o “irrazonable” y en consecuencia la anula invocando cualquiera de estos principios, aun a sabiendas de que con tal término se está saliendo de la legalidad estricta y sin querer entrar –o sin saber que puede entrar– en la ancha y bien conocida vía de la equidad.

No hay que olvidar, sin embargo, que el control judicial por principios opera de hecho como una patente de corso, una llave ganzúa que permite abrir todas las puertas y derribar todas las certidumbres que promete el principio de legalidad. Puro activismo judicial puesto que permite atemperar una Administración Pública quizás tiránica; pero que en los regímenes democráticos corre el riesgo de subordinar la ley a la voluntad y a la imaginación de los jueces.

Porque con estas operaciones nos escapamos a veces del Derecho para instalarnos en la Política, la Economía, la Psicología o el capricho personal de los jueces. En España vivimos arrollados por un desparpajo político absoluto y por un activismo judicial desaforado a los que no se intenta oponer diques. Los políticos imponen sin disimulo los criterios de su partido y los jueces, invocando la objetividad o la arbitrariedad, rectifican el trazado de las carreteras, modifican las tasas y las tarifas de los servicios públicos, desmontan organizaciones administrativas complejas, hacen y deshacen contratos públicos y privados en un torrente jurisdiccional desbordado. Se desconoce el self-restraint o, dicho más pulidamente, la prudentia iudicis o simplemente la autocontención. Frente al exceso político-administrativo se reacciona, quizás inevitablemente, con el exceso judicial y entre los dos se tritura el principio de la legalidad y decae sin remedio la confianza en las leyes.

Esta variante de control ofrece graves problemas aunque sólo sea por la frecuencia con que de ella usan los jueces actuales y por el énfasis y la pasión que ha puesto la doctrina en su estudio. Invocando arbitrariedad los tribunales despachan los conflictos más equívocos con la simple afirmación apodíctica de que la Administración ha actuado arbitrariamente en cualquiera de sus modalidades (razonabilidad, racionalidad, proporcionalidad), aun a conciencia de que la vaguedad de estos conceptos les hace inaprensibles y desde luego indemostrables. Nuevamente nos encontramos, por tanto, con una dependencia ideológica: el criterio del juez prevalece siempre sobre el de la Administración sencillamente porque es aquél quien habla el último.

Anuario de Derecho Administrativo sancionador 2021

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