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IX. CONTROL POR PRINCIPIOS GENERALES UNIVERSALES

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Existe una variedad de principios generales de carácter tan intensamente abstracto que permiten una aplicación prácticamente universal –y de aquí su invocación cada día más frecuente– aunque luego para ser operativos tengan que servirse de otros instrumentales más específicos e individualizados. Algunos han sido positivizados en la constitución de 1978 y los que con más fuerza se han afirmado son los siguientes:

A) La interdicción de la arbitrariedad, briosa y tenazmente patrocinado por Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, a cuyas minuciosas y convincentes explicaciones hay que remitirse en este punto in totum y por todos. Esta ambiciosa y atrayente teoría en apariencia tan convincente y moderna adolece, sin embargo, de dos carencias capitales que le hacen seriamente vulnerable. Por un lado ignora su conexión con la equidad; con lo cual desperdicia la oportunidad de aprovecharse de la experiencia teórica y práctica de una figura milenaria. Y por otro lado –y esto es lo fundamental– pasa por alto un dato decisivo, a saber, que la arbitrariedad es un juicio de valor y, en cuanto tal, su identificación es un dato intransmisible intersubjetivamente. Lo cual significa que es un producto rigurosamente personal e indemostrable por definición y, por tanto, tan válido como su contrario. La arbitrariedad no puede probarse sino solamente argumentarse con mayor o menor habilidad. Tal es la tragedia de sus apologetas: pretender dar una apariencia racional con argumentos que no son más que pretextos a decisiones que son subjetivas. En último extremo la cuestión de la arbitrariedad se escapa de la sobriedad del Derecho para caer en la brillante artificiosidad de la Retórica, retrocediendo así a los tiempos de Cicerón.

B) La adecuación –“objetividad” dice el artículo 103.1 de la Constitución– a los intereses generales y públicos, cuya más entusiasta protagonista es Alonso Mas. Ahora bien ¿qué es exactamente esto de la objetividad y de los intereses generales?

Dicho sea en términos toscos pero contundentes e irrebatibles (según argumenté con detalle en 1991 en el Libro-Homenaje a García de Enterría), intereses generales son aquellos que los Poderes públicos declaran como tales; de la misma manera que la objetividad y la arbitrariedad es lo que así declaran los jueces de acuerdo con sus opiniones personales. En este punto nadie ha logrado encontrar parámetros objetivos generalmente aceptados. Estamos sin duda ante juicios de valor y no hay razón alguna para que el criterio de un juez sea superior al de la Administración a la hora de calificar de general el interés de la conservación de una especie animal o la retransmisión de un partido de fútbol.

Lo mismo puede decirse de la “objetividad” cuando están en juego intereses generales contradictorios (piénsese en la protección de una especie animal puesta en peligro por la apertura de una vía de comunicación, por ejemplo). Si el juez puede medir la objetividad de la Administración ¿quién y cómo puede medirse la objetividad del juez cuando en el fondo se trata de valores impregnados de elementos no jurídicos sino ideológicos, económicos, estéticos y similares? Este control, como suele decirse, es una pistola en manos de un ciego. Y finalmente: ¿objetividad de la Administración o más bien objetividad personal del juez? El juez Brandeis ha pasado a la historia cabalmente por su valor y energía a la hora de manejar las leyes sociales de una forma deliberadamente parcial en beneficio de las clases débiles y por ello ha sido alabado. ¿Es reprochable la falta de objetividad de quienes gestionan los servicios públicos inclinándose en beneficio del género o de la desigualdad real de ciertos grupos?

La objetividad y la interdicción de la arbitrariedad actúan a fin de cuentas como una válvula de seguridad, como un recurso supremo para situaciones intolerables. De la prudencia de los jueces depende, por tanto, el recto uso de este mecanismo. A donde no llega la legalidad –o donde la legalidad se desborda– aparece la equidad en la que tienen acogida natural esos principios generales incluidos los de revisión del error o la mala fe.

Invocando la legalidad y la equidad se ordena sistemáticamente (si es que a alguien le importa tal circunstancia) la dogmática jurídica hasta ahora un tanto embarullada y se alientan las esperanzas de los perseguidos por la Administración; pero en la práctica no se adelanta mucho habida cuenta de que se conserva la libertad de apreciación del “juez equitativo” que recupera las potestades del viejo cadí. ¿Cómo motivar –o sea, justificar– el uso de la equidad y más difícil todavía el alcance de su ejercicio?

Anuario de Derecho Administrativo sancionador 2021

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