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XI. FINAL

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El estudio del control de la discrecionalidad administrativa es científicamente frustrante y psicológicamente deprimente. Porque desconsuela pensar que las abundantes y excelentísimas páginas que se han dedicado a este tema no han conseguido romper el secreto de esta figura ni dar con una fórmula que satisfaga todas las necesidades prácticas. La discrecionalidad sigue siendo una esfinge impenetrable que custodia rigurosamente la puerta grande de la jurisdicción ordinaria o la contencioso-administrativa. No obstante lo anterior, reconforta pensar que todavía siguen existiendo –y existirán siempre– juristas empeñados tenazmente en encontrar alguna solución más aceptable y que ofrezca una mayor certidumbre. Pero no hay que hacerse demasiadas ilusiones. La experiencia nos dice –y sobre ello se ha teorizado en una autorizada bibliografía tanto antigua como moderna– que la vida del Derecho y sobre todo las decisiones judiciales no son del todo racionales, antes bien se encuentran inevitablemente distorsionadas por un irracionalismo personal que provoca inseguridades insuperables. Con esta mentalidad tenemos, pues, que acercarnos a nuestro tema y aceptar los límites de la ciencia jurídica.

De todos estos esfuerzos fracasados se desprende, no obstante, una situación que por obvia todos conocen pero que por dolorosa nadie quiere reconocer: en último extremo es el juez quien decide de veras si la discrecionalidad administrativa es fiscalizable y en qué medida; y cuando lo hace le basta con aludir a razones que de ordinario son artificiales y de poco peso, pero la de fondo, la decisiva, es quia nominor leo: sencillamente porque puedo, porque constitucionalmente estoy en condiciones de hacerlo y las motivaciones formales vendrán luego. Una verdad descorazonadora que deslegitima a la doctrina académica y desmoraliza a los juristas más avezados. El juez no necesita de razones para penetrar en la discrecionalidad o para detenerse ante ella: cualquiera le vale y con invocar la arbitrariedad le basta y siempre habrá un agudo doctor que lo argumente con erudición y aparente suficiencia.

La sutileza a veces admirable del discurso teórico de la discrecionalidad y su control no puede ocultar la existencia de las dos grandes cuestiones de fondo, ya aludidas más atrás, que lo condicionan: por un lado la tensión permanente entre dos Poderes constitucionales que en este campo se están jugando a diario y sin disimulo su supremacía; y por otro lado la presión de una determinada cultura jurídica. Porque mientras los grandes profesores y abogados de referencia consideren a la Administración Pública como un Leviathan opresor y arbitrario al que hay que sujetar por todos los medios imaginables y, sobre ello, tengan más confianza en los jueces que en los políticos y funcionarios, el control sobre la Administración discrecional será cada día más intenso, pero al tiempo más incierto.

Conjeturo finalmente que estas reflexiones no serán generalmente aceptadas, antes bien provoquen estupefacción y rechazo. Reconozco que son atrevidas y la invocación a la equidad (que es la Justicia del caso concreto) no suele ser habitual entre nuestros juristas. Pero esta es la única solución plausible que he encontrado y bien me gustaría que se me ofreciera otra mejor. Por lo demás no me sorprenden tales reacciones. Cuando empecé a plantear en España la existencia del Derecho Administrativo Sancionador también consideraron que se trataba de una aventura temeraria e inconstitucional y ahora es la que más corre. Con todas las reservas que se quiera me alegro de haber encontrado una llave –la de la Equidad– con la que quizás pueda abrirse el baúl donde yacía el arcano inaccesible del control de la discrecionalidad sancionadora. Otros vendrán que con mayores luces y energía lo desarrollen y mejoren.

Anuario de Derecho Administrativo sancionador 2021

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