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V. LEGALIDAD Y EQUIDAD: LEY Y DERECHO

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¿Cómo puede entenderse y justificarse sin salir del ámbito de lo jurídico la intromisión de la equidad en el control de la discrecionalidad? Sencillamente a través de la tradicional distinción, hoy constitucionalmente recogida, entre Ley y Derecho, que explica que la equidad puede estar fuera de la ley pero que en todo caso cae dentro del Derecho.

El Derecho tiene dos vertientes: la legalidad y la equidad. La legalidad comprende las normas jurídicas y los principios generales positivizados y, además, con un criterio integrador generoso también las reglas no jurídicas. La equidad, por su parte, que opera en la fase de solución de los casos, se basa no ya en un conocimiento intelectual sino en una percepción subjetiva de la justicia con la que se haya resuelto legalmente el caso y que puede manifestarse en razones de igualdad, proporcionalidad y similares. En otras palabras: la legalidad se refiere a normas (leyes) cuya inteligencia y aplicación se alcanza en un proceso intelectual inequívocamente objetivo y, por tanto, transmisible y comunicable intersubjetivamente. La equidad, en cambio, no tiene otra referencia que la conciencia (opinión, intuición, sensibilidad) personal del que la maneja. Por lo que consecuentemente no es transmisible intersubjetivamente. ¿Quién puede penetrar en la conciencia individual de una autoridad o de un juez que ha tasado una indemnización por daños morales basándose exclusivamente en su sentimiento personal de la justicia del caso?

De esta manera si en una interpretación restrictiva y literal de la constitución nos atenemos a la legalidad, el control no puede alcanzar a la discrecionalidad. Pero si una interpretación amplia acoge no sólo la Ley sino además el Derecho, la fiscalización alcanza sin dificultades a la discrecionalidad.

Ahora bien, el Derecho, por mucho que ensanche el ámbito de la Ley, tiene también sus límites, que en ocasiones los jueces no respetan cuando apoyándose en la evidente laxitud de los principios generales fiscalizan la discrecionalidad colocándose en una plataforma inequívocamente política (o sociológica o económica). Tal es el caso de la en su día tan rompedora tbécnica de la “desviación de poder” mediante la cual se fiscaliza si la Administración ha respetado fielmente el fin de una norma en un acto de su ejecución.

El fin de una norma es una determinación necesariamente política por lo que su interpretación, consecuente e inevitablemente, también ha de serlo. Las sanciones de tráfico pretenden reforzar la seguridad vial. Sucede, sin embargo, que los jueces las anulan en ocasiones cuando aprecian que han sido impuestas no con este fin sino, por ejemplo, con el de recaudar fondos o con el de castigar a ciertos individuos indeseables. Estas operaciones y calificaciones son de evidente naturaleza política aunque tal hipótesis sea de prueba imposible. ¿Qué autoridad tienen los órganos de la Administración de Justicia para imponer sus criterios políticos sobre los criterios políticos de la Administración Pública? ¿Y qué sucede en un conflicto tarifario en el que se han contrapuesto opiniones de alto y complejo contenido económico y matemático? ¿Quién se atreve a determinar con precisión desde una perspectiva estrictamente jurídica el fin de un planeamiento medioambiental? Pues es el caso que los tribunales en ocasiones lo hacen aplicando la fórmula de la desviación de poder que, por muy arraigada que esté, no deja de ser temeraria.

Anuario de Derecho Administrativo sancionador 2021

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